ECONOMíA › OPINION
› Por Raúl Dellatorre
Entre la política de administración de precios de la gestión anterior de la Secretaría de Comercio (congelamiento y acuerdos parciales de Guillermo Moreno) y la que acaba de lanzar el actual equipo económico, se escucha y lee en estos días que las principales diferencias son “de estilo” y “un poco más de prolijidad” ahora que antes, pero no mucho más. Por eso, quienes así analizan la cuestión no le asignan gran futuro al actual ensayo, porque no ataca “las causas reales”, que no serían otras que un excesivo gasto público y una emisión monetaria descontrolada. Traducido en términos simples: proponen resolver la inflación con una brutal recesión, que en definitiva convalide la transferencia de ingresos en favor de quienes abusaron en estos últimos meses de su posición dominante en los mercados y se favorecieron en su rol de “formadores de precios”.
La conducción económica (y sobre todo la política) del Gobierno rechaza esta receta, asumiendo todos los riesgos que ello implica. Lo hizo con el intento de administración acordada de Moreno y vuelve a rechazarlo con el nuevo ensayo. El anterior fracasó. El plan actual muestra diferencias importantes con la estrategia de su precedente. Parte de un diagnóstico diferente: reconoce la existencia de una concentración excesiva en mercados fundamentales, presencia de formadores de precios capaces de controlar las cadenas respectivas de producción y comercialización, y de conductas comerciales abusivas y engañosas, que desprotegen a consumidores que terminan sin saber qué vale cada cosa ni cómo defenderse. Consumidores que sospechan que les están robando, pero tampoco saben quién lo hace.
Tras reconocer esas falencias, la nueva política de precios ensaya algunos intentos de revertirlas. Pone en manos de los consumidores un listado importante de artículos y precios (la información, como herramienta defensiva), con el compromiso de las grandes cadenas de ofrecerlos en esas condiciones (acuerdo con los oferentes). El acuerdo debería funcionar por tres meses (una especie de tregua), tras lo cual se podrían revisar los precios. Antes de que eso ocurra, el Gobierno se propone hacer un seguimiento de la cadena de producción y comercialización para verificar potenciales nudos u obstáculos que afecten el abastecimiento o la estructura de precios (atacar las causas estructurales, los cuellos de botella, oferta no competitiva). Quienes afirman que los acuerdos de precios fracasan indefectiblemente porque atacan sólo las consecuencias pero no las causas deberían prestar alguna atención a este aspecto de la propuesta.
Los análisis de mercado en los despachos de los actuales ocupantes del Palacio de Hacienda indican que no son más de 80 proveedores los que controlan el 75 por ciento de los productos que componen la canasta básica de consumo de la población. Siendo tan pocos, ostentan un enorme poder. Pero también al ser menos, constituyen un objetivo más preciso para su control. En ellos, y en las 20 o 30 grandes cadenas que ocupan una proporción similar de la comercialización, está centrada la actual etapa de la batalla contra la inflación.
Estos mismos grandes actores fueron los que hicieron fracasar el plan anterior, de Guillermo Moreno, traicionándolo: pergeñaron maniobras de cambios de packaging (presentación de envases) o directamente sustitución de productos acordados por otros ajenos al acuerdo, que viabilizaron aumentos en las góndolas del 185 por ciento (lavandina de la marca líder) o el 244 por ciento (yogures de la primera marca del rubro) tan sólo en los nueve meses de vigencia del acuerdo (abril a diciembre de 2013). Esos mismos actores vuelven a estar dentro del nuevo acuerdo. El que cambió es el actor del otro lado del mostrador: el Estado. Al menos, en su actitud de control y seguimiento. Nadie puede garantizar un resultado exitoso, pero habrá que reconocer lo promisorio del cambio.
El planteo del conflicto por parte de las actuales autoridades muestra, también, el reconocimiento de un aumento en el precio de bolsillo para muchos artículos de primera necesidad muy por encima del índice oficial de precios al consumidor. Algunos de los promotores de los índices alternativos opositores, inclusive desde el Congreso, lo festejaron. Pero también deberían pronunciarse sobre la responsabilidad de los grandes formadores de precios, que aplicaron aumentos desorbitantes e injustificados hasta diciembre, que los “relevamientos privados” computaban pero no denunciaban. Esas actitudes, ahora conocidas con nombre y apellido, merecerían algún tipo de pronunciamiento público de quienes vienen ocupándose insistentemente del “flagelo de la inflación”. Sería interesante que se pronuncien sobre este nuevo y diferente intento oficial de controlarlos, y hasta que se sumen a la convocatoria de un control popular de precios. Si no, correrían el riesgo de que alguien confunda su silencio con una actitud cómplice hacia los grupos dominantes.
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