ECONOMíA › OPINION
› Por Alfredo Zaiat
La economía argentina transita una situación de estrés financiero que tuvo como consecuencia un salto devaluatorio en la política de administración del tipo de cambio. Las medidas monetarias (alza de la tasa de interés) y regulatorias (limitación a la tenencia de dólares y activos dolarizados de los bancos), con la flexibilización del régimen de acceso a la moneda extranjera para atesoramiento, consiguieron frenar la corrida. Con una paridad más elevada, quienes decían que no retenían cosecha aumentaron el ritmo de venta de dólares. El equipo económico logró recomponer de ese modo una trinchera en el umbral de 8 pesos por dólar luego de haber sufrido daños en algunos flancos. La devaluación no ha sido el mejor desenlace de la corrida, que fue resistida durante mucho tiempo por el Gobierno, ni lo deseado para defender el nivel de actividad económica y el poder adquisitivo. A esta altura los análisis acerca de si se hubiese podido evitar la devaluación servirán para la revisión crítica de este período. Es más fácil la observación del barco desde la tranquila orilla que ser timonel en aguas embravecidas. Ahora la línea defensiva de la paridad a 8 pesos brinda un mayor margen de maniobra para recuperar municiones (aumentar reservas del BCRA), porque el equipo económico debería haber aprendido de esta experiencia y estar preparado ante nuevos embates en el frente cambiario, teniendo en cuenta que ha sido así en forma permanente durante el primer y siguiente período de gobierno de CFK. Los futuros ataques al peso están siendo avisados por conocidos economistas mediáticos que piden el ajuste que ellos harían, recordando algunos de ellos lo que hicieron cuando fueron entusiastas adherentes o parte activa de gestiones pasadas, con resultados lamentables para la mayoría de la población. Tanto énfasis despliegan en esa tarea que cualquier medida oficial la asocian con la idea del ajuste. Lo cierto es que hasta ahora las intervenciones oficiales estuvieron dirigidas a compensar el impacto negativo de la devaluación a través de la política de ingresos (precios-salarios), y a efectivizar iniciativas muy demoradas, como la recuperación de la legitimidad de las estadísticas públicas con un nuevo índice de precios al consumidor o la próxima reestructuración del sistema de subsidios en los servicios públicos.
La receta de la ortodoxia es devaluación y ajuste fiscal, y la de la heterodoxia conservadora es devaluación para mejorar la competitividad sin ocuparse de los costos inmediatos del aumento de la paridad cambiaria apostando al incierto efecto expansivo de esa medida. En realidad, la posibilidad de la expansión posterior a una devaluación no es por el alza de la paridad cambiaria, sino por el efecto sobre las cuentas públicas que, con más recursos derivados del aumento de la paridad cambiaria, permiten un mayor activismo fiscal por el lado del gasto. Durante ese trayecto, no se preocupan de los sectores de ingresos fijos y convalidan una transferencia de ingresos a favor del bloque económico dolarizado.
Los postulados de la ortodoxia son una convocatoria a una crisis socioeconómica que tan bien saben desplegar. El desafío del equipo económico es eludir esa opción y también la restrictiva de la heterodoxia conservadora. Esto último es un reto exigente puesto que no ha sido habitual en experiencias pasadas. Deberá transitar en un estrecho desfiladero para defender los objetivos económicos del proyecto político del kirchnerismo (crecimiento, empleo, industrialización, inclusión social y distribución del ingreso) pese al cimbronazo de la devaluación de 26 por ciento de noviembre-febrero. Por lo pronto, ha logrado tranquilizar la plaza cambiaria, aunque no es un dato menor saber que la aspiración del “mercado” era una paridad oficial a 10 pesos, mensaje transmitido a las autoridades del Banco Central, que fue rechazado en los hechos.
El lanzamiento del Progresar, el aumento a las jubilaciones, el mantenimiento de la negociación salarial en paritarias y la estrategia de precios de referencias son iniciativas por el lado de la política de ingresos para amortiguar el impacto negativo de la devaluación. Esta es la batalla inmediata para que, además de fortalecer el stock de reservas del Banco Central, la dupla Kicillof-Fábrega pueda desarticular la demanda de otra ronda de devaluación. Ya la están preparando los hombres de negocios dedicados a la comercialización de información económica al afirmar que cuando culmine la liquidación de la presente cosecha (septiembre-octubre) la inflación habría terminado de erosionar la mejora de la paridad cambiaria. Para esa instancia, el Gobierno estará en condiciones de resistir esa presión si cuenta con reservas más abultadas, con un sendero de desaceleración de la tasa de inflación y con el rebote del nivel de la actividad económica.
La reducción del salario real y del gasto público afectaría la meta de esa recuperación. Esas medidas son la receta ortodoxa genuina. Sus abanderados están obsesionados con la cuestión al extremo de buscar endosarle a Kicillof y equipo la definición de ortodoxos por intervenciones políticas que buscan mantener las condiciones necesarias para preservar la estabilidad económica y financiera. Confunden lo que es un ajuste fiscal de la decisión de redistribución del gasto público, como puede ser la eliminación de subsidios a la luz y el gas mientras se destinan recursos para Progresar, para continuar con obras públicas o para aumentar la AUH. O la suba de la tasa de interés para frenar una corrida con estar convencidos de que tasas altas es la medida adecuada de la estabilidad, como en Brasil, que de ese modo empieza a transitar el tercer año de estancamiento industrial. O la intención de regresar al mercado de capitales para refinanciar vencimientos de deuda (no para cubrir déficit fiscal ni para hacer frente a gastos corrientes) con el abandono del desendeudamiento, cuando esa política ha sido exitosa puesto que ha logrado reducir la deuda en moneda extranjera en manos privadas a un escaso 9 por ciento del Producto Bruto Interno.
Kicillof había explicado esa situación, antes de asumir como ministro, al señalar que “la heterodoxia la tiene más complicada porque no hay un recetario sino simplemente la realidad, los problemas concretos, y tiene ideas claras sobre qué es lo que hay que defender. En este caso, está claro que no es ni más ni menos que la gente, el pueblo, los trabajadores, que son los que están indefensos, porque no pueden mudarse de donde viven, no pueden fugar sus capitales, no tienen negocios alternativos cuando viene mal la mano”. En esa línea, con la devaluación en la mochila, preservando esa meta de inclusión social, o sea, sin afectar en gran medida la demanda interna, el equipo económico aspira a terminar el año con crecimiento luego de una primera mitad en retroceso. Por lo pronto, la actividad industrial en el primer mes del año registró una caída del 3 por ciento, según informó el Indec.
El camino de la heterodoxia legítima es más empinado al momento de enfrentar las dificultades que se van presentando en el permanente espacio de tensión de actores sociales que se despliega en la economía. La ortodoxia tiene su receta que aplica en épocas de auge o de recesión sin diferenciar situaciones: política fiscal y monetaria restrictiva (reducción del gasto público y tasas de interés muy altas), contención de las demandas salariales, la banca central al servicio del sistema financiero y apertura irrestricta del mercado local a la producción importada, son algunos de sus principales pilares.
La heterodoxia, en cambio, enfrenta el desafío de utilizar las herramientas de política económicas con sus diferentes sentidos (por ejemplo, tasas de interés bajas o altas), según las circunstancias. Esa estrategia adaptativa, marca de origen del kirchnerismo, incomoda a aquellos que postulan que los fenómenos económicos pueden ser interpretados con una dinámica estática. Los sujetos económicos, los factores externos y las relaciones sociales y de poder domésticas van cambiando y, por ese motivo, la orientación de cada una de las medidas debe acomodarse para estar en función de mantener los objetivos económicos definidos de un proyecto político de inclusión social.
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