Sáb 30.08.2003

ECONOMíA  › PANORAMA ECONOMICO

Pagar, no pagar, ¿cuánto pagar?

› Por Julio Nudler

Mañana caduca el acuerdo firmado con el FMI en enero y cumplido a conciencia por el país. El lunes, ya sin paraguas, la Argentina tendrá que apresurarse a elegir entre dos males: pagar su deuda o no pagarla, para expresar el dilema en términos extremos. Cualquier persona razonable diría que la opción sensata sería pagar lo que se pueda, y es eso precisamente lo que se discute: ¿cuánto puede el país comprometerse a pagar con posibilidades de cumplir? El primer gran problema es alcanzar un acuerdo sobre ese punto, porque, de no lograrse un consenso, la situación quedaría pendiendo sobre el vacío. Como consecuencia de ello, podría imponerse, por la fuerza de los hechos y más allá del deseo argentino, la alternativa extrema de no pagar nada sobre dos porciones de la deuda total: la que corresponde a los bonos afectados por el default y la contraída con los organismos multilaterales. Como se sabe, el próximo 9 vencen 2900 millones de dólares con el Fondo, y éste es el primer desafío a enfrentar. Como en la arquitectura de la renegociación el pórtico hacia un arreglo con los acreedores privados es la firma de un nuevo acuerdo con el FMI, sin erigirlo sería imposible continuar la obra. La razón de esto es que en ese acuerdo fijará el país cuánto dinero destinará a pagar su deuda. Siempre hay que tener en cuenta, por supuesto, que el arreglo con el Fondo no garantiza que también lo haya con los acreedores privados. Estos podrían pretender que el país les pague más que lo que resulte del superávit fiscal primario convenido en el eventual programa con el FMI.
La disyuntiva desata dentro de la Argentina un áspero choque de posiciones irreconciliables. Los liberales, ortodoxos, promercado o cómo se los llame, señalan como eje de su argumentación los costos que le acarrerearía al país, no ya no pagar nada, sino pagar menos de lo que satisfaría a sus acreedores. Exhuman así la teoría de las buenas señales y del círculo virtuoso. Según este enfoque, el país puede comprometerse con toda tranquilidad a conseguir el excedente fiscal que sea porque, si los acreedores quedan conformes, afluirían de nuevo el crédito internacional y las inversiones. Es la esperanza del flagelante, que aguarda la retribución divina al padecimiento que inflige a su carne. Hay, por desgracia, sobradas dudas de que el mundo de las finanzas funcione como el celestial, pero también serias fallas lógicas en el razonamiento.
Para los economistas heterodoxos, de simpatías keynesianas, pagar es sinónimo de privar. Cuanto más se pague, con el correspondiente ajuste fiscal, mayores privaciones sufrirán la economía y la sociedad. Ese mismo drenaje de recursos, extraídos mediante impuestos y girados al exterior, ahogaría el crecimiento y terminaría impidiendo cumplir con el superávit prometido. Aún más: la sobreactuación del ajuste –vale decir, prometer excedentes irreales– sólo generaría desconfianza y, en lugar de reabrir el crédito y atraer inversiones, operaría el efecto opuesto. Los mercados se sentarían a esperar el nuevo default argentino.
Como el futuro aún no ha ocurrido, los especialistas lo imaginan a través de simulaciones matemáticas, construidas sobre un conjunto de supuestos. Los laboratorios del FMI consideran –según citó Jorge Gaggero en unas jornadas que celebró el Grupo Fénix esta semana– que la Argentina puede alcanzar muy rápidamente, y luego sostener, un superávit primario consolidado (nación más provincias) de entre 4 y 5 por ciento del Producto Bruto, suponiendo también que la economía crecerá entre 3,5 y 4,5 por ciento anual. El equipo de economistas del Banco Provincia de Buenos Aires, que él integra, considera más realista predecir un crecimiento de 2,5 por ciento para un país que en los últimos 30 años creció un 1,1 por ciento anual promedio. A partir de allí, todas las conclusiones son diferentes.
Para Gaggero, el abrupto sendero de aumento del superávit fiscal primario que plantea el Fondo puede abortar la recuperación económica del país y quitar espacio para la indispensable expansión del gasto social yla inversión pública, teniendo en cuenta que todos los recursos para ésta provienen de lo que el fisco logre recaudar por encima de su gasto corriente. Y advierte que si finalmente se acordase con el FMI un superávit de 3,5 puntos, éste equivaldría en verdad a 4,2 por ciento del Producto, porque 0,7 por ciento, que en países como Brasil es ingreso del Estado, en la Argentina se deriva hacia las AFJP.
El poder de los supuestos que sirven de base a las simulaciones es determinante. Hablando en plata y considerando el período 2004-2011 (es decir, éste y el próximo período presidencial), mientras los economistas del Provincia estiman un superávit promedio anual de 4700 millones de dólares (aplicados al pago de la deuda nacional), los escenarios ideados por el FMI oscilan entre 7500 y 8500 millones por año. Precisamente, la idea de Gaggero y de otros economistas de enfoque similar es que a la Argentina lo que le conviene es acordar en el mínimo posible las transferencias a efectuar para atender la deuda defolteada y puesta ahora en renegociación. Además, que cuanto más abordable resulte para el país a mediano y largo plazo cumplir con su compromiso, mayor será la proporción de servicios pagados que reingresará al país, teniendo sobre todo en cuenta que una porción de los bonos en litigio están en manos de tenedores argentinos.
Daniel Heymann, de la Cepal, que también expuso en el encuentro del Fénix, respondió de manera provocativa a la pregunta sobre la magnitud de superávit fiscal primario que podría asumirse. “Entre 0 y 6 por ciento (del Producto), cualquier número, exceptuando 6 y 0”. En posterior diálogo con Página/12, explicó su boutade. El considera equivocados los dos argumentos básicos extremos que marcan la discusión. Uno dice que no hay que preocuparse por el superávit fiscal a comprometer, porque dólar de deuda que se pague será recuperado vía crédito. El opuesto afirma que todo peso aplicado a ese fin no podrá usarse para fines más útiles, y que por ende conviene no pagar nada.
El error del primer argumento –según Heymann– consiste en suponer que habrá dinero para pagar cualquier monto comprometido, sin reparar en que un objetivo excesivo provocará desconfianza en su cumplimiento y aumentará la incertidumbre, con lo que se derrotará a sí mismo. Pero la falla del otro argumento extremo es presumir que el peso que no se aplique a la deuda estará disponible para otros propósitos, sin tener en cuenta el lastre que implicará para la economía mantener irresuelto el problema de la deuda, lo que probablemente deteriore el nivel de actividad y la recaudación.
“A todas las partes en juego les conviene que el número a acordar sea factible –insiste Heymann–. Si el número no es razonable, ese mismo hecho lo volverá inalcanzable. La promesa de un superávit infinito daría como consecuencia un superávit igual a cero. Y, a su vez, plantear un superávit cero (es decir, no pago de la deuda en incumplimiento) sería más gravoso que asumir el compromiso de un 3 por ciento”. De todas formas, la concepción de “lo razonable” puede diferir marcadamente entre las partes. Es probable que a un jubilado alemán, que se clavó con un título argentino, le preocupen mucho más su capital y su renta que el gasto social en el que el gobierno argentino debe incurrir para atemperar el impacto del desempleo y de los bajos salarios.
Julio Piekarz, el economista más visible del equipo de Ricardo López Murphy, afirma notablemente que “el gobierno (de Néstor Kirchner) se equivoca al no tener presente que es el superávit primario y no el gasto público el que hoy tiene un mayor efecto multiplicador”. En otras palabras: atender prioritariamente el interés de los acreedores, y poner en práctica todas las recomendaciones del Fondo Monetario, sería la mejor manera de servir los propios intereses. Pero entre otras cosas no se entiende por qué un inversor internacional traería plata a un país que se obligase a realizar un gigantesco esfuerzo fiscal, sabiendo que lo van a matar a impuestos. Esto, además, en un mundo en el cual las economíascentrales están haciendo exactamente lo contrario, con Estados Unidos y su galopante déficit fiscal a la cabeza, desequilibrio al que van plegándose los principales países de la Unión Europea. Déficit fiscal implica menos impuestos y más mercado, dos buenas razones para que las inversiones productivas acudan allí. La Argentina probablemente no pueda darse ese lujo, pero lanzarse a contramano tampoco es una elección cuerda.

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