Sáb 13.09.2003

ECONOMíA  › PANORAMA ECONOMICO

Papelitos, sólo papelitos

› Por Julio Nudler

Estar menos de 48 horas en virtual default con el Fondo Monetario le costó a la Argentina 8 millones de dólares porque Néstor Kirchner tuvo mala suerte: en ese lapso el dólar cayó frente al DEG (Derechos Especiales de Giro), que es la “moneda” del organismo. De haber pagado el martes, día del vencimiento, hubieran bastado 2900 millones de dólares. Haberlo hecho el jueves elevó la factura a 2908 millones. Estas cosas de las finanzas son así: siempre azarosas, como en cualquier garito. A veces, lo que parece una ganancia es en realidad una pérdida. Otras, lo que parece un superávit es, en realidad, un déficit. O sea: de tanto hablar del superávit primario es fácil olvidar que el país soporta verdaderamente un déficit fiscal, y que éste posiblemente ronde un 4 por ciento de su Producto Interno Bruto. Lo que confunde es la palabra “primario”, que no considera la carga de intereses al contabilizar el gasto público. Con esa restricción, el superávit consolidado (Nación y provincias) se acercaría este año al 3 por ciento, y tendría que alcanzarlo el próximo para cumplir lo acordado con el FMI. Pero si en la columna de egresos se incluyen los intereses, y no sólo los que se pagan sino también los que se devengan sin ser desembolsados, los números viran al rojo.
Algunos calculan que para mediados de 2004, cuando hipotéticamente se concretaría la renegociación de la deuda incumplida, la carga de intereses atrasados desde que Adolfo Rodríguez Saá cerró la espita se aproximará a 11 mil millones de dólares. Se supone que esos intereses pendientes se añadirán al capital de la deuda, pero también que deberían recibir un trato preferencial, según es tradición en estos casos. Por ejemplo, ser saldados con un bono relativamente benévolo, dentro de la inmisericordia del conjunto. Contingencias como éstas también azotan a Brasil, que gracias a la extrema ortodoxia del PT está logrando un superávit primario superior al 5 por ciento del PIB. Como la factura de intereses de la deuda es sin embargo prácticamente del doble, lo real es que el gran vecino incurre en un déficit fiscal tan amplio como su superávit primario, endeble situación en la cual se apresta a negociar con el Fondo. No debería sorprender, por tanto, que Lula soslayase respaldar el martes al colega argentino cuando éste se insubordinó.
Obviamente, fueron semanas tensas las que desembocaron en este arreglo rengo. Dentro del FMI se reavivó la discusión sobre las incumbencias del organismo, y hasta dónde debe servir al lobby de diferentes intereses privados. Ya en agosto de 2000, Morris Goldstein y Dennis Weatherstone, del Institute for International Economics, señalaban que el Fondo había permitido “una sobreexpansión de sus condicionalidades”, es decir, de las cuestiones que incluía entre sus exigencias a los países en crisis. El FMI fue “demasiado lejos”, criticaban, explicando que el organismo se acostumbró a meterse en todo cuando empezaron a pedir su ayuda las desarticuladas economías ex socialistas, pero después extendió sin sentido esa extralimitación a otras regiones, como América Latina.
Goldstein (el mismo que en agosto de 2001 escribiría un artículo titulado “Ni un dólar más para la Argentina”) y Weatherstone apuntan que, como las condicionalidades (por ejemplo, el reclamo de que el gobierno argentino aumente las tarifas) son seguidas de una sustancial asistencia financiera, “muchos grupos de intereses de los países acreedores han deducido que pueden presionar mejor en pos de sus objetivos si consiguen incluirlos como exigencias en los programas del FMI”. Y añaden que “quizás el mejor ejemplo de tales presiones es el alto número de directivas del Capitolio que debe acatar el director ejecutivo estadounidense en el Fondo”. Es obvio que el Congreso norteamericano es la gran caja de resonancia de los lobbies privados, y que “ceder ante esas presiones multiplica las exigencias que impone el FMI y lo apartan de suscompetencias específicas”. Esta vez, esta instrumentalización del Fondo para sus fines particulares fue intentada ante todo por intereses europeos que controlan los servicios públicos en la Argentina.
Sin necesidad de que nadie eche leña al fuego, la negociación con los acreedores privados será durísima. Suponiendo que se logre el superávit primario de 3 puntos del Producto, después de atender con él los servicios de la deuda con la que se cumple (entre ésta la contraída con los organismos multilaterales: unos 33 mil millones de dólares, a una tasa promedio de 6 por ciento) podrían quedar 1600 millones o algo más para satisfacer las acreencias defolteadas, que, bajo ciertos supuestos, suman algo más de u$s 102 mil millones. Si se tomara como referencia para el cálculo la TIR (rendimiento) de los Boden 2008, la quita sobre el capital no bajaría del 85 por ciento. Podría llegarse en todo caso a un resultado un poco más benigno si se supusiera una tasa de descuento algo más moderada. Nótese que antes el Fondo era un malvado órgano que imponía políticas: ahora es también, o por sobre todas las cosas, un acreedor, de los mayores y privilegiado que, puesto a no dar, no da ni una quita.
Al explosivo cóctel hay que agregarle otros peligrosos ingredientes, como la necesidad de ir renovando los papeles que irán venciendo, especialmente a partir de 2005 (a razón de unos u$s 4000 millones anuales). Como esa deuda prácticamente compulsiva (instrumentada con títulos como los Boden) sería sustituida por crédito voluntario, es muy probable que aumente la tasa de interés, dependiendo del riesgo país que prevalezca. Dados los antecedentes de la Argentina, sería utópico esperar tasas inferiores al 8 por ciento. Los mismos datos pueden leerse entonces de esta otra manera: con una deuda que sumará a fin de año 172.500 millones de dólares (40 por ciento superior al Producto Interno), el país no puede soñar con una situación regularizada, en la que del otro lado solo haya acreedores voluntarios. Ese lujo está fuera del alcance de los argentinos, a una distancia astral.
Una situación en cierto modo similar –tasas promedio de la deuda que al trepar la tornarían cada vez más impagable– permitió prever el colapso desde fines de los ‘90. Al no querer admitirlo, el país no cortó la espiral y se cargó de un endeudamiento desmesurado, que fue inflado aún más tras el estallido para poder controlar políticamente el desmadre. El desenlace inesquivable es que cien mil millones de dólares que algunos afortunados creyeron un día poseer se convertirán en lastimosos papelitos. Ningún stand by podría impedirlo.

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