ECONOMíA
› PANORAMA ECONÓMICO
Previsional e imprevisible
› Por Julio Nudler
Es posible que en 2004, cuando el nuevo régimen previsional cumpla 10 años, quede poco o nada de él. En su reemplazo habrá seguramente otro, que por ahora es un confuso amasijo de ideas, que se proponen lograr lo que es casi una quimera: cobertura universal para una economía con alto desempleo, enorme proporción de marginalidad laboral y de cuentapropismo, y hasta evasión de aportes en el propio Estado, además de bajísimos niveles salariales, que implican una ínfima capacidad contributiva. Ninguna de estas características variará rotundamente en poco tiempo, de manera que extraer de esta mélange una jubilación digna para todos es imposible si el dinero para las prestaciones debe surgir solamente de aportes y contribuciones sobre la masa salarial, los que además deberían mantener al PAMI y otras prestaciones. La pregunta es cuánto podrá extraerse de la recaudación impositiva general para suplementar los recursos de previsión y salud en el contexto del severo ajuste fiscal exigido por el pago de la deuda. Evidentemente, no mucho, a menos que la economía crezca a un ritmo febril, prodigio que pocos consideran previsible.
A pesar de esta compleja situación, hay como una ola de optimismo voluntarista que baja desde el poder y se presenta como capaz de resolverlo todo apelando al esfuerzo y al patriotismo. Ocurre como con la rehabilitación de los ferrocarriles de pasajeros de larga distancia: prestar un servicio razonablemente bueno y seguro a lo largo de miles de kilómetros escasamente poblados exige inversiones, gastos de mantenimiento y subsidios a las inevitables y abultadas pérdidas, que nadie explica cómo se van a afrontar. La recuperación del tren es una buena causa, pero si las vías sirven a duras penas para que un convoy de carga ruede por ellas a 30 o 35 kilómetros por hora, ¿cómo utilizarlas para transportar pasajeros? ¿En qué condiciones se asociaría el capital privado a esta proeza? ¿En las mismas en que participa de las líneas suburbanas, una explotación mucho menos deficitaria?
También la reforma previsional se hizo sin plata, y el resultado está a la vista. En 1994, el Estado no se hallaba en condiciones de renunciar al aporte de los trabajadores transferidos al nuevo régimen privado porque debía seguir pagando las jubilaciones vigentes. Por tanto, acometió la reforma a puro déficit, tomando prestada esa misma plata mediante la colocación de bonos en las propias AFJP, que eran las que desde ese momento la recibían. Tales colocaciones fueron inflando una gigantesca bola. Se hacía así o de ninguna manera. Por tanto, es absurdo que las Administradoras aleguen ahora haber sido “obligadas” a invertir en títulos públicos, y es igualmente irrazonable que el ministro Lavagna acuse a sus ejecutivos de “inútiles” porque no encontraron opciones mejores.
El pecado original de la reforma –que se lanzó cuando ya se estaba disparando la tasa de desempleo– es que no perseguía como propósito esencial instaurar un mejor régimen jubilatorio, superior al de reparto, sino generar una creciente masa de ahorro privado que asegurase financiación abundante y barata a los tomadores internos de fondos. Se trataba del objetivo proclamado de generar un mercado de capitales, cuyos gestores serían los grandes bancos, en un sistema financiero que en paralelo se iba extranjerizando. Para cada uno de esos conglomerados, que explotaban todas las vertientes del negocio financiero (banca, casas de Bolsa, seguros, retiros, etc.), la AFJP sería la fuente más expansiva de captación de fondos.
Por su misma dinámica, las Administradoras y el conglomerado al que cada una perteneciera se proyectaban como los grandes jugadores del mercado de dinero e interlocutores privilegiados del Estado por el hecho de manejar el grueso del ahorro y del crédito en la Argentina. Su talla y su poder frente a cualquier gobierno no sería inferior a los de las privatizadas,con el estratégico control de los servicios públicos. Por tanto, en uno y otro caso las reglas de juego eran determinadas con sujeción a sus intereses. No había un poder político independiente que las mantuviera a raya, sino en realidad subordinado a esa concentración de poderío económico. Sólo el colapso final de la convertibilidad rompió en cierto modo esta relación desigual, imponiendo el principio de realidad.
Hasta noviembre de 2001, las AFJP llenaron los fondos jubilatorios de sus asociados con bonos estatales que rendían, por lo bajo, un 13 por ciento anual en dólares. Era, a todas luces, una renta que el Estado (ningún Estado) estaba en condiciones de pagar genuinamente. Y tampoco se trataba de una rentabilidad justa: los aportantes a las AFJP sólo podrían obtenerla a costa de la ruina fiscal. Domingo Cavallo, con el agua al cuello, canjeó esos títulos por Préstamos Garantizados en dólares, bajando el rendimiento a un 7 por ciento anual, pero embargando como aval la recaudación del impuesto al cheque y depositando, en calidad de respaldo adicional, los bonos canjeados, que pasaron a ser subyacentes. Si el Estado no cumplía con el PG, los titulares de los fondos podían reclamar la restitución de los títulos.
El rechazo por parte de casi todas las AFJP de la posterior pesificación del PG desembocaría en la decisión oficial, tomada ya en la era Kirchner, de devolverles los bonos subyacentes y meter éstos en la bolsa común de la reprogramación de la deuda, quita incluida. Por supuesto, ni el Presidente ni Lavagna se sienten comprometidos con esos pagarés librados en tiempos de la Alianza. Y el hecho deja en claro aún más el particular carácter de ahorristas cautivos que se asignó a los trabajadores, mientras para el resto de los inversores regía la absoluta libertad conferida por la liberalización financiera. Sólo los fondos gerenciados por las AFJP (el ahorro previsional de millones de afiliados) debían invertirse casi totalmente dentro del país. Cualquier otro capital podía colocarse en mercados del exterior sin restricción alguna. Por ende, la fuga fue posible para unos pero no para otros.
De hecho, el pregonado mercado de capitales nunca llegó a existir en términos de papeles privados. Por el contrario, la Bolsa local, después de una expansión vivida a comienzos de la convertibilidad, fue diluyéndose con la desnacionalización de la economía. Necesariamente, el destino de la mayor parte de los fondos jubilatorios era transformarse en títulos públicos, financiando el déficit generado por la propia reforma previsional y otras reducciones impositivas con que buscaba compensarse el retraso cambiario. A la postre, todo el nuevo sistema previsional de capitalización quedó pendiendo de la solvencia del Estado, que era su gran deudor, con lo que el valor de los activos que acumulaba se volvía insustancial. ¿Quién podía contar con que el Estado cumpliría con esos compromisos, llegado el momento?
Es por lo tanto poco lógico calcular ahora cuánto “perderán” los afiliados por culpa de la quita, aunque les habría ido claramente mejor si las Administradoras hubiesen aceptado la pesificación del PG (lo cual, a su vez, obligaría a aplicarles una poda mayor aún al resto de los papeles defolteados). De pronto, en esta discusión se cruza la deuda externa, en su sentido financiero, con la interna, en su sentido social, dando margen para las quejas justas de los afectados e hipócritas de los traficantes de este producto llamado jubilación. Desde luego, la suerte que corran los bonos subyacentes no afectará en ningún sentido a las Administradoras, cuyos ingresos provienen de las comisiones que cobran, independientemente de cómo gestionen los recursos a ellas confiados.
Ahora, salvo que se suprima lisa y llanamente el sistema de capitalización, éste seguirá siendo una importante fuente de financiación interna para el Estado, según indica la lógica y quedó explicitado en el programa acordado con el Fondo Monetario. En éste se prolonga ese papelhasta el año 2018 porque de algún modo hay que asegurar la refinanciación de los vencimientos. La jubilación como variable dependiente de la solvencia del Estado está muy lejos de pasar a retiro.