ECONOMíA › OPINIóN
› Por Mario Rapoport *
Desde el punto de vista geopolítico, el mundo al que asistimos hoy se caracteriza por una dualidad en la economía y en la política mundiales. En la economía, aún en crisis, persiste un sistema multipolar, con el agregado ahora, además, de los Estados Unidos, Europa y Japón, todos ellos en dificultades, de China, Rusia y otros países emergentes, mientras que en lo político y en lo estratégico los Estados Unidos siguen constituyendo la única superpotencia global. Sin embargo, tras su fracaso en Irak y la profunda crisis económica actual, Washington no ha podido volver a detentar el grado de predominio que poseía en el pasado ni resolver las causas y consecuencias de esa crisis. Para muchos economistas que tienen conciencia de este hecho, su responsable principal es la circulación internacional de capitales y de empresas por lo que es necesario poner piedras en la rueda de esa internacionalización.
Ya lo habían intentado en Bretton Woods, Keynes y White los autores de los dos planes monetarios internacionales (sabemos que triunfó el de White y con el predominio del dólar) pues a pesar de sus diferencias ambos estaban por el control de capitales, y señalaban ya entonces que la ausencia de ese control era muy peligrosa y podía causar otra crisis mundial, como la de 1930. De hecho, la globalización especialmente financiera, es la principal responsable y por eso autores como Rodrick predican una economía mundial que deje paso para que las democracias determinen su propio futuro. Esto ya lo decía hace algunas décadas Samir Amir cuando consideraba una necesidad imperiosa para la supervivencia de los países en desarrollo un cierto grado de desconexión del mundo occidental, lo que hoy está comenzando a ser un hecho.
Este fenómeno de desglobalización tiene dos factores: uno estructural, en base a los mismos procesos cíclicos que antes pujaban en un sentido y ahora en el inverso, y otra debido a las políticas públicas de muchos países que se han decidido a resguardar sus fronteras como reclamaba en otra época en Alemania Friedrich List, a través del proteccionismo y la intervención estatal. La lucha contra el fraude fiscal y el lavado de dinero; la implantación de controles de cambio y de las importaciones y de la misma entrada y salida de capitales, son signos de nuestra época que ya se utilizaron en los años ’30. Si bien el mundo ha experimentado desde fines del siglo XX, gracias a la difusión de la informática y las comunicaciones, un predominio más pleno del mercado financiero y de las multinacionales, hoy se comienzan a plantear dudas sobre la existencia de un gran hipermercado mundial, tremendamente desigual, donde algunos no compran casi nada o sólo los pocos artículos que pueden, y otros lo que se le da la gana, apareciendo fuerzas desglobalizadoras que comienzan a ir en un sentido inverso.
La lectura que hacen economistas ortodoxos en la Argentina es totalmente falsa, la fantasía de los años ’90 se ha terminado, y su propuesta de apertura completa de la economía y de defensa del libre comercio se estrella contra esa realidad. Vivimos en un mundo diferente, según señala el mismo FMI en muchos de sus trabajos: “Las finanzas trabajan esencialmente para las finanzas”, la mayor parte de los movimientos de capitales tiene que ver con intercambios financieros, no contribuyen a la inversión productiva ni al desa- rrollo del comercio. Pero esos intercambios entre bancos están declinando. Kristin Forbes, la experta estadounidense de la Banca de Inglaterra, el primer centro financiero mundial, dice que “es quizás el tiempo de cambiar nuestra atención de las implicaciones de un nivel creciente de desglobalización financiera a una seria discusión sobre los efectos de una desglobalización bancaria”. Y plantea que en medio de una crisis debe hacerse más por acentuar los procesos regulatorios; “los requisitos más estrictos de capital –añade– pueden retrasar la recuperación pero son fundamentales para una estabilidad a largo plazo”.
Pareciera que se está entrando en una nueva era del capitalismo contemporáneo, donde las falsas inversiones, las falsas tran- sacciones económicas y los paraísos fiscales, que permiten esas maniobras, están comenzando a declinar y a reducir el peso de la globalización.
La caída del comercio y los mercados mundiales son un signo de ello y no tienen que ver sólo con el proteccionismo sino también con el menor interés de las empresas multinacionales en invertir en otros países que consideran inseguros, por el creciente ataque a los paraísos fiscales en distintos lugares del mundo, por la existencia de potencias intermedias como los Brics y por la creación de una deuda mundial formidable e imposible de resolver. También por la existencia de países pobres y en desarrollo que desconfían cada vez más de los mercados financieros y buscan diversificar su comercio y sus corrientes de inversión.
La Argentina va por ese camino; una inserción que tenga en cuenta el nuevo contexto internacional. No va en contra de esas tendencias profundas, sino que trata de interpretarlas a su favor, procurando afirmar intereses nacionales y regionales, y revalorizar estrategias multilaterales. La consolidación de un desarrollo económico, tecnológico y sociocultural propio constituye la base sobre la que se asientan las posibilidades de lograr una relación más beneficiosa con el resto del mundo.
Entendiendo el período actual como una oportunidad, la perspectiva es bregar por la nacionalización de los resortes estratégicos de la economía nacional y por un cambio en las reglas del comercio mundial, sobre la base de normas que aseguren términos de reciprocidad y tiendan a eliminar relaciones asimétricas y distorsivas, como los subsidios que aplican las grandes potencias a sus exportaciones.
A diferencia de quienes afirman que América latina constituye una zona del mundo cada vez más fragmentada, heterogénea e irrelevante, en el contexto de la crisis económica aún en curso y de la agudización de la competencia multipolar, se asiste en varios de los países que la integran a un reverdecimiento de políticas de resistencia a los intentos hegemónicos de las grandes potencias.
El cinismo de la OMC criticando a la Argentina es sólo un intento desesperado de los partidarios de un libre comercio que no existe en la realidad de los países desarrollados (muchos de los cuales pronto pueden formar fila con los países en desarrollo). Así también son los desesperados intentos especulativos de los fondos buitres, alertando a los países endeudados del inestable Primer Mundo, que ahora plantean tomar todas las precauciones posibles para protegerse de los defaults de sus deudas, con restructuraciones de las mismas, al estilo argentino, o incluso con propósitos que van más allá, considerando que la solución del endeudamiento es la de Londres de 1953 que condonó el 50 por ciento de la deuda alemana. O, si eso no es ya factible, la monetización de sus deudas, es decir, que los bancos centrales compren la deuda pública creando moneda, lo que hacen sistemáticamente en los últimos dos años sin temor a una hiperinflación.
De ese modo, la banca de Japón tiene más del 22 por ciento de la deuda japonesa, la banca de Inglaterra el 24 por ciento de la deuda de Inglaterra y la FED el 16 por ciento de la deuda de Estados Unidos. O sea, una acreencia del Estado con él mismo que los bancos centrales pueden guardar eternamente o borrarla de sus libros. La Banca Central Europea se encamina en el igual sentido. A su vez, los intereses de esos títulos se vuelcan a los tesoros nacionales por lo cual esta deuda no cuesta nada al Estado.
De una forma u otra, siguiendo el camino del tratado de Londres o comiéndose su propia deuda, las todavía grandes potencias económicas resuelven sus problemas. Esto no serviría quizás a los Estados más pequeños y endeudados, pero los griegos por ejemplo, le recuerdan a Alemania permanentemente que su salvataje provino del mismo capitalismo por razones estratégicas y económicas, y exigen a los alemanes que se les aplique la misma norma.
De modo que la vuelta a los Estados nacionales, como elementos centrales de la vida económica de los países, y la desglobalización subsiguiente no es una cuestión de sectores contestatarios al sistema sino que provienen del corazón del mismo. Nuestros economistas ortodoxos tendrían que sentarse y tomar nota.
En cambio, es necesario empujar aún más la idea de un nuevo orden financiero internacional que ponga un freno a la liberalización financiera y a la expansión de las actividades especulativas, y permita resolver los usurarios o ilegítimos procesos de endeudamiento externo sin comprometer la recuperación económica ni los ingresos de las generaciones futuras. Una mayor autonomía económica y financiera garantizará un futuro más promisorio para nuestro país y no todo lo contrario, con políticas como las de los ’90 que ya fracasaron.
* Profesor emérito de la UBA. Director de la Maestría en Historia Económica, FCE, UBA.
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