ECONOMíA › PANORAMA ECONOMICO
› Por Raúl Dellatorre
Esta semana se confirmó, a través de un reporte de la empresa británica BP, que Estados Unidos pasó a ser el mayor productor mundial de petróleo, desplazando a Arabia Saudita de ese sitial, y el mayor en hidrocarburos en general (petróleo más gas), al haber superado en este caso a Rusia. El fuerte golpe de escena en el mercado mundial energético tiene un componente particularmente significativo para Argentina: es el resultado del desarrollo de la técnica del fracking (fractura de la formación rocosa que contiene el hidrocarburo), la misma que está alumbrando en Vaca Muerta, Neuquén. Según estimaciones publicadas por organismos oficiales de Estados Unidos, las reservas potencialmente explotables de gas de shale (así denominado por su alto contenido de arcilla) de Argentina superan a las de Estados Unidos, ocupando el segundo y cuarto lugar respectivamente en el mundo. En cuanto a las reservas de petróleo de esquistos (por la piedra que los contiene), las ubicaciones se invierten: Estados Unidos tiene la segunda reserva mundial y Argentina la cuarta. Lo más trascendente es que, en el panorama que asoma, el país corre en el pelotón de punta.
Aunque el descubrimiento de este tipo de formación en Argentina tiene más de 80 años, recién en 2011 se confirmó la presencia de reservas de magnitud en Vaca Muerta. En abril de 2012, el país resolvió la recuperación de YPF y, con ello, inició un acelerado proceso de inversión en exploración y desarrollo de yacimientos, con resultados notables en muy corto tiempo. La ley que dispuso la expropiación de las acciones de YPF (en manos de la española Repsol), declaró además de interés social la producción, industrialización y comercialización de los hidrocarburos y sus derivados. El protagonismo que adquiere hoy la producción no convencional de hidrocarburos en el mundo, y lo que significó el rescate de YPF para recuperar el rol central del Estado en el sector, marcan la necesidad de analizar la política energética desde una nueva perspectiva, en un escenario que varió sustancialmente, tanto por las condiciones de contexto como por el lugar que ocupa –y el que puede ocupar– el país.
En términos sencillos, se denomina shale oil al petróleo que se halla en formaciones rocosas, encerrado en depósitos de arcilla. Mediante técnicas convencionales de perforación no se llega al hidrocarburo. La técnica no convencional consiste en perforar verticalmente hasta cierta profundidad, y desde ese punto se perfora horizontalmente en varios sentidos. Inyectando agua con altísima presión se logra la fractura de la “roca madre” que contiene el petróleo. Se inyecta luego arena en la perforación, para lograr mantener la fisura hecha por el agua, por donde el petróleo drenará hacia algún reservorio que se forme entre las rocas tras la fractura. Una vez depositado allí, se extrae.
Además de detectar la presencia del hidrocarburo en esas formaciones rocosas, el segundo punto crítico es contar con la tecnología de los equipos de perforación, tan poco convencional que apenas Estados Unidos –que ha hecho punta– y muy pocos más hoy la pueden ofrecer. El costo de la perforación de un pozo de estas características ronda los 10 a 12 millones de dólares. Así como suena: por pozo. La perforación de un pozo en un yacimiento convencional oscila en torno del millón de dólares. Pero hay un dato adicional que encarece todavía más los primeros en relación con los segundos: la vida útil.
Hay pozos convencionales que siguen produciendo durante 50 años. En cambio, un pozo no convencional tendrá un período de producción de dos a tres años, como mucho de cinco. Y con una curva marcadamente decreciente ya a partir del segundo año. Es decir, que mantener el nivel de producción de un área no convencional implica perforar nuevos pozos permanentemente. Lo cual hace más costosa la inversión, y más fundamental y estratégico contar con las máquinas perforadoras e inyectoras de agua y arena para el fracking (foto).
La desregulación del mercado petrolero y la privatización de YPF durante el menemismo supuso una dura lección para Argentina. “No hay verdadera soberanía nacional sin soberanía energética” pasó a ser más que una consigna de sectores nacionalistas, para corporizarse como una compleja realidad que iba hundiendo paulatinamente al país en la dependencia de importaciones cada vez más costosas. La realidad presente, con la producción de hidrocarburos no convencionales con espacio central en la futura estrategia energética, impone pensar también en términos de soberanía tecnológica.
Nadie dudaría de la importancia del tema, aunque alguno podría dudar de la factibilidad de su abordaje. ¿Desde qué lugar podría Argentina pretender acceder a una tecnología que hoy domina Estados Unidos, y que en menor medida sólo pueden poseer China o Rusia? Existe ese lugar, y es el de tener el recurso natural, el petróleo de esquisto. Ser propietario del recurso da derechos y títulos para negociar, incluso, la transferencia del paquete tecnológico.
No es utópico. Lo demuestra la experiencia de la Comisión Nacional de Energía Atómica en las recientes negociaciones con China por la construcción de dos nuevas centrales nucleares (la primera la harán los chinos con su propia tecnología, la segunda la hace Argentina con la tecnología china aprendida en la construcción de la primera).
La tarea excede la responsabilidad de YPF, una empresa que bajo la conducción de Miguel Galuccio demostró gran capacidad de gestión tanto operativa como en la concreción de asociaciones estratégicas. Con respecto a cómo abordarlo, ya hay sectores que han incorporado el debate del tema como una cuestión estratégica. El Instituto de Energía Scalabrini Ortiz, que reúne especialistas y técnicos, ex administradores públicos y reguladores con una postura de acompañamiento al proyecto del gobierno nacional, es uno de ellos. Para esta semana, el IESO convocó a una jornada de presentación y discusión de la denominada Propuesta Energética 2015, un debate imprescindible.
Se anticipa que en la ocasión se planteará la necesidad de jerarquizar la organización del sector, mediante la creación de un ministerio de energía. O la propuesta, en el área de petróleo y gas, de un organismo de planificación, promoción y control bajo la forma de una agencia nacional de hidrocarburos. También se espera un abordaje del análisis de la situación internacional, las razones e intereses de la inestabilidad del precio del petróleo, y la necesidad de otorgar cierta autonomía a la política de retribución a la producción local para no depender de aquellos vaivenes. En este punto, rediscutir sobre los contratos de concesión y la apropiación de la renta parece insoslayable.
La irrupción de Vaca Muerta en el escenario (y otras áreas no convencionales potenciales) obliga a la Argentina a crecer de golpe: darse una planificación sectorial inserta en un modelo de desarrollo, definir la relación con el capital extranjero, la política de precios, las metas de producción y la combinación con las políticas para otras fuentes energéticas. El mundo energético cambia, la posesión de recursos energéticos nacionales también, y todo en un año electoral. No es poco el desafío, pero lo más peligroso sería ignorarlo.
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