Sáb 22.11.2003

ECONOMíA  › PANORAMA ECONOMICO

El problema capital

› Por Julio Nudler

Por si alguien no reparó en ello, en la Argentina está sucediendo algo atípico: la economía está creciendo y hay –sigue habiendo– salida de capitales. No pasaría nada raro si, en cambio, hubiese ingreso neto de capitales, porque es el fenómeno normalmente asociado con el crecimiento. Entra plata y esa inyección de recursos expande la actividad. Esta vez (y posiblemente siga sucediendo en 2004) no existe un ingreso neto, pero lo que sí hay es, respecto de 2001 y 2002, una menor salida, y esta desaceleración, que tiene sus altibajos, resulta suficiente para permitir que la economía rebote desde el pozo.
Ahora bien: ¿en qué consiste esa salida? ¿Es una fuga? Diríase que no. Ante todo, la salida es una consecuencia del amplio superávit externo (en la cuenta corriente del balance de pagos) que devenga la Argentina. De manera simplificada puede decirse que la parte de ese excedente de divisas que no se convierte en un aumento de reservas, que el Banco Central no compra y por tanto queda en poder del sector privado, esa parte sale. Una porción se usará para cancelar deudas con el exterior. Otra (lo más nocivo), para constituir activos en el exterior, entendiéndose por exterior el colchón, la caja de seguridad, un bono del Tesoro estadounidense, la acción de una firma japonesa, un plazo fijo en Suiza o un depósito a la vista.
Todo eso es exterior porque no forma parte de la economía argentina. Y hay algo que agregar: toda salida de capital equivale a una inversión en el extranjero, o a una financiación que se le está otorgando a un agente económico de otro país, sea su Estado o cualquier particular. Es la alternativa a financiar a la Argentina, el consumo o la inversión dentro del sistema nacional. Es curioso, como mínimo, que un país en la crítica situación de éste, empobrecido y con el crédito cortado, financie por miles de millones anuales a otros, o cancele financiamiento previo. Pero es así como esto funciona. ¿Podría funcionar de otro modo?
Teóricamente sí: el BCRA podría comprar todo el superávit externo. Hoy, en cambio, adquiere unos 30 millones de dólares diarios, lo cual es la mitad, aproximadamente, del excedente. Pero, ¿qué pasaría si hiciera eso? Que emitiría el doble, porque comprar dólares o euros implica entregar (crear) pesos. Si esa emisión, doblemente abultada, resultase excesiva en relación a la cantidad de pesos que la economía estuviera dispuesta a demandar, podría suceder que aumentaran los precios. En ese caso, la inflación, suponiendo que el dólar no subiese, lo abarataría en términos de otros bienes, o, lo que es lo mismo, apreciaría el peso.
Esto, como lo han dicho esta semana todos juntos, es lo que el ministro Roberto Lavagna y sus economistas más o menos afines no quieren. En una palabra, el dólar no debe bajar ni el peso subir. En este sentido, deberían de estarle agradecidos a la salida de capitales porque, en definitiva, es la que, junto con las compras del Central, le pone un piso al tipo de cambio. No es bueno deberle nada a la salida de capitales, pero en cierto modo se le debe.
Pensándolo bien, el problema se origina antes de la salida, que es hoy por hoy su consecuencia, porque radica en el superávit, en el hecho de que el país exporta mucho más que lo que importa. Esta brecha tiene una ventaja, que es permitir que vayan expandiéndose las importaciones (precisamente como está ocurriendo este año) sin caer en déficit y en la consiguiente escasez de divisas. Sin estrangulamiento externo. Pero el superávit en cuenta corriente tiene en sí mismo poco sentido, salvo para un país (sus residentes) que se proponga adueñarse de activos en el exterior, como supieron hacer británicos o japoneses.
El superávit, siempre hay que recordarlo, implica producir más de lo que se consume, al revés de lo que sucede en los países crónicamente deficitarios, como Estados Unidos. Esa es la razón por la cual la gente vive peor en los países con excedente comercial: trabaja más de lo que disfruta, se esfuerza mucho, o despliega alta productividad, pero gana poco. Siendo el tipo de cambio alto el vehículo que conduce al superávit, resulta curioso que Lavagna y sus amigos se proclamen tan partidarios del dólar elevado y tan enemigos de que vuelva a bajar.
Pero la lógica de esta posición es conocida: es la de los precios relativos. Consiste en que con el dólar caro valen (o cuestan) más los bienes transables (los que pueden exportarse o importarse, como las oleaginosas y las motos) y relativamente menos los no transables (vagamente identificados con los servicios). Por ende, al tipo de cambio real alto se le profesa simpatía porque reactiva: ayuda a exportar (o prodiga mayores ganancias a los exportadores) y a sustituir importaciones por producción local.
Más aún: para algunos economistas, la subvaluación del peso es la condición sine qua non para reactivar y crecer, y debería por tanto garantizarse su permanencia. Lo que sin embargo no está tan claro es cómo hacerlo, y por supuesto sería poco razonable aspirar a un constante superávit externo con salida de capitales. ¿Hay una alternativa virtuosa a esto? Se supone que sí, ya que en el proceso de crecimiento irían aumentando el consumo y la inversión (todo esto ya está aconteciendo este año), con lo que, probablemente, e igual que ahora, las importaciones subirían más velozmente que las exportaciones (o éstas no subirían nada, o incluso bajarían) y el margen de superávit tendería a desaparecer, y con éste probablemente la salida de capitales.
Esta senda no está, sin embargo, limpia de piedras. Se justifica el entusiasmo con el dólar caro si se está interesado en la reactivación, pero una mirada de más largo plazo descubrirá problemas serios, como el costoso acceso a equipamientos y tecnologías, con lo que se resentirán otros factores importantes de competitividad. ¿Esta sólo va a apoyarse en salarios ínfimos en dólares, como los 120 de mínimo que recién regirán desde enero? ¿Será la mejor forma de fortalecer la demanda de mano de obra a largo plazo?
Otra pregunta es si en el ínterin, mientras persista el superávit, habrá que resignarse a que también persista la salida de capitales porque no haya manera de compatibilizar la monetización de ese excedente con la estabilidad macroeconómica. Hasta ahora la experiencia funcionó bien porque, a pesar de la considerable expansión de la cantidad de pesos (oferta monetaria), la baja tasa de inflación no se agitó. Pero también es cierto que el BCRA sólo compró una fracción del excedente.
Ideal sería que la demanda de pesos creciera con todo el dinamismo necesario para absorber sin traumas la monetización del superávit e incluso la expansión adicional de dinero que se produciría al reactivarse el crédito bancario, hoy muy escaso. Es en ese punto donde aparece un espacio amplio de reformas en la economía que, por el momento, no han tenido lugar. Ese es el terreno donde se libra el combate entre economistas de diferentes credos, el posicionamiento que puede definir si alguien es o no incluido en la lista de invitados a expresar sus opiniones ante Lavagna y más adelante ante el presidente Kirchner.
Pero esta meticulosa discriminación entre los que “se portan bien” y los demás (neoliberales, citícolas, proacreedores y otras especies) no responde cuestiones simples como ésta: si hoy alguien que vive en la Argentina quiere ahorrar para el largo plazo, para armarse algo así como un propio fondo de jubilación, ¿dónde, en qué instrumento financiero pone el dinero dentro del país? ¿Qué garantía ofrecen hoy los bancos? ¿Dónde queda el mercado de capitales? No es que en los ‘90 haya sido mejor: se creyó que lo era, pero fue un enorme fraude, como mínimo por la inconsistencia de la convertibilidad. Ahora ya nadie ni siquiera se engaña. Pero, entonces, el problema, que es crucial para lograr que el ahorro (el flujo y el stock, porque hay mucho acumulado, adentro y afuera) se transforme en inversión y no en salida, subsiste, y son los responsables de la economía quienes deben ir encarándolo.
La impresión es que no le están prestando la atención necesaria, que el ambiente está impregnado de algo así como una embriaguez con las cifras de la reactivación, que parecen bastar para taparle la boca a todo el mundo. Pero, ¿no habría que agregarle otras fichas al juego de la política económica?

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