Sáb 26.03.2016

ECONOMíA  › PANORAMA ECONóMICO

Obama, Singer y los ex K

› Por David Cufré

La visita de Barack Obama a la Argentina fue consagratoria para el Gobierno. Dentro de la lógica con que encaró la gestión, el contundente respaldo del presidente de Estados Unidos a la política económica es la señal que buscaba el macrismo para reinsertar al país en los circuitos del capitalismo financiero internacional. Fue una vuelta de página, una suerte de absolución concedida por el mandatario norteamericano por los años de desafío a ese orden mundial encarnado por el kirchnerismo. La Argentina vuelve a ocupar en el imaginario de Washington el lugar que tenía hasta diciembre de 2001. Es como si todo lo que ocurrió entre aquellos días trágicos de caída del gobierno de la Alianza y el ascenso de Cambiemos hubiera sido una desviación en la historia que quedó atrás.

Los elogios y las palmadas en la espalda vuelven a ser los mismos que en su momento disfrutaron Menem y De la Rúa. Por ejemplo, de los grandes medios de las finanzas globales, como The Wall Street Journal, Financial Times y Bloomberg –esta última agencia publicó hace diez días un informe especial bajo el título “Wall Street a cargo de la Argentina”, donde destaca que Mauricio Macri “llenó su administración con miembros de sectores exportadores, financieros, economistas y ejecutivos corporativos”–. También expresaron su satisfacción por el cambio de rumbo en la Argentina los gurúes del neoliberalismo en el Foro Económico Mundial de Davos, las calificadoras de riesgo internacionales y hasta el mediador Dan Pollack, quien valoró “el gesto heroico” del gobierno para acordar con los fondos buitre. Pero las felicitaciones de Obama ubican las cosas en otro plano. Es lo que faltaba. El presidente de la mayor potencia mundial paseando por Buenos Aires y Bariloche con su esposa, sus hijas y su suegra, acompañado por una importante comitiva de funcionarios y una delegación de empresarios de grandes corporaciones aún más amplia, con el glamour y la espectacularidad que caracteriza a los Estados Unidos, con la bestia y los sofisticados equipos de comunicación, los agentes secretos y los aviones supersónicos. Un show que deslumbró a la televisión local, con el añadido del carisma y “la corrección política” de una figura como Obama, que antes de arribar al país estuvo en Cuba y ya en Buenos Aires visitó el Parque de la Memoria, lo que facilitó la tarea de comunicadores de la derecha que no quieren ser identificados como tales. Para Macri, mejor imposible.

“A la presidenta Fernández yo la veía a menudo en los eventos del G-20 o similares. Teníamos una relación cordial, pero en lo que respecta a sus políticas, eran siempre antinorteamericanas. Creo que ella recurría a una retórica que data probablemente de los años 60 y 70, y no a la actualidad”, reprobó Obama en una entrevista con CNN antes de llegar al país. “El presidente Macri –comparó– reconoce que estamos en una nueva era y que debemos mirar adelante, y que la Argentina, que históricamente fue un país muy poderoso, ha visto debilitada su posición relativa en parte por no haberse adaptado a la economía mundial tan eficazmente como hubiera podido”. “Creo que Argentina es un buen ejemplo del cambio en las relaciones de Estados Unidos con otros gobiernos y otros países en general”, completó.

La vuelta a la etapa de las relaciones carnales entusiasma a quienes se sienten cómodos con la Argentina en ese papel. La voluntad política exhibida por el Gobierno para cerrar el acuerdo con los fondos buitre en apenas noventa días fue la prueba de amor que necesitaba Estados Unidos para entregar su bendición. No hubiera sido posible tanto reconocimiento sin ese paso decisivo. El entendimiento abre las puertas de los mercados internacionales, a las colocaciones de deuda y a los préstamos millonarios de la banca extranjera, sin los cuales el país no podrá crecer, desarrollarse y generar empleo, según el razonamiento que expone el oficialismo.

Hasta ahí las cosas están claras. Una alianza de derecha ganó las elecciones y avanza con decisión en un programa económico de derecha, amparada por los medios hegemónicos, las corporaciones empresarias, la aristocracia judicial y el gobierno de Estados Unidos. Que el massismo, el GEN de Margarita Stolbizer y hasta el socialismo acompañen al ganador no puede sorprender a nadie, ya que llevan años de sintonía política, con el antecedente del Grupo A operando en el Congreso. La novedad es el desgajamiento del kirchnerismo. Que dirigentes como Diego Bossio, el sindicalista de Smata Oscar Romero, el santafecino Omar Perotti o los gobernadores Gustavo Bordet (Entre Ríos), Rosana Bertone (Tierra del Fuego), Lucía Corpacci (Catamarca), Sergio Uñac (San Juan) y Domingo Peppo (Chaco), entre otros, se suban al tren de la alegría no estaba en el radar de quienes votaron a Daniel Scioli en octubre y noviembre pasado. Por sus antecedentes o por haber dado señales de confrontación con la conducción de Cristina Fernández de Kirchner podía esperarse una actitud semejante de peronistas como los gobernadores Juan Manuel Urtubey (Salta), Hugo Passalacqua (Misiones), Sergio Casas (La Rioja), Carlos Verna (La Pampa) o el senador Miguel Angel Pichetto, lo mismo que de otros dirigentes aún más alejados como Alberto Weretilneck (Río Negro) o antiguos aliados como Gerardo Zamora (Santiago del Estero) u Omar Gutiérrez (Neuquén).

Todos ellos compraron el argumento del gobierno de que sin arreglo con los buitres no hay futuro para la nación ni para las provincias. Y consideraron que el acuerdo que cerró el gobierno puede ser malo o muy malo, pero que es mejor apoyarlo a darle la espalda y empezar otra negociación. “El ingreso de la Argentina al mercado de capitales es una necesidad imperiosa. Si no tenemos un proceso de inversión importante del sector privado es prácticamente imposible que crezcamos como tenemos que crecer” (Urtubey). “Llegó el momento de cerrar el capítulo del desendeudamiento” (Bertone). “Nadie quiere endeudarse pero es necesario, por eso apoyo la propuesta del Gobierno” (Passalacqua). “Es un principio para empezar a resolver muchos de los problemas que hoy tenemos y transitar definitivamente la salida del quebranto que la Argentina lleva por más de 16 años para ponernos nuevamente a consideración de la confianza de todos los países del mundo” (Bordet).

La suposición de que terminar el conflicto con los fondos buitre –aceptando casi todas sus pretensiones, al punto de pagarles más de 250 millones de dólares por gastos en abogados, incluso de juicios que perdieron, como el del embargo de la Fragata Libertad– será el salvoconducto al crecimiento, quitando los obstáculos que lo impiden, provocará más temprano que tarde una profunda desilusión a quienes están convencidos de ello. La triste realidad con que se encontrarán el presidente Macri y los gobernadores cuando vayan a tocar la puerta de los mercados para colocar deuda o pedirle prestado a la banca internacional será que el acuerdo con los buitres fue el primer paso, pero para que realmente haya crédito abundante a bajas tasas de interés serán necesarios muchos otros. Allí aparecerá el listado de exigencias de los prestamistas, empezando por la vuelta del FMI como severo auditor de la política económica. Para que baje la tasa, dirán el Fondo Monetario, las calificadoras de riesgo, la prensa financiera y el gobierno de Estados Unidos, habrá que hacer un duro ajuste fiscal, tanto en la Nación como en las provincias. Pero, además, será indispensable remover la protección aduanera a la industria nacional, desmantelar controles sobre capitales especulativos, flexibilizar las leyes laborales para bajar costos empresarios, privatizar empresas, despedir a empleados públicos, limitar la intervención del Estado en la economía. En síntesis, implementar un programa ortodoxo, de perfil financiero, y distribución regresiva del ingreso que minará las bases del desarrollo. Como esas políticas recesivas impactarán en la recaudación de impuestos –como ya se está viendo–, el FMI y los mercados profundizarán los reclamos de un mayor ajuste de gastos a cambio de la promesa de financiamiento. Tan peligroso como ello será cubrir gastos corrientes con deuda en dólares, como ocurrió en los ’90, porque eso expondrá al gobierno central y a las provincias a una crisis de solvencia frente a cualquier contingencia interna o externa que genere inestabilidad financiera o cambiaria.

El economista Miguel Angel Broda lo expuso en la semana en una entrevista con Ambito Financiero. Allí dijo que “era absolutamente necesario arreglar con los holdouts, pero no es cierto que arreglar con ellos evite el ajuste fiscal”. Broda habla en nombre de los mercados. “Creo que las necesidades de financiamiento del país deberían incluir préstamos del FMI. Este año necesitamos colocar 40 mil millones de dólares de deuda. Es una oferta muy grande, la mitad de todo lo colocado en el mundo emergente en 2015. Esto sin duda le pone un piso alto a la tasa de interés que pagará el Gobierno. No estoy tan seguro de que podamos colocar esa deuda y además no estoy tan seguro de que podamos hacer un programa de metas de inflación riguroso. Con esa enorme colocación de deuda, creo que es absolutamente conveniente arreglar con los holdouts y aplaudo la forma como se hizo, pero no estoy de acuerdo con el argumento de que esto sustituye el ajuste fiscal”. En conclusión, luego de pagarle a los buitres todo lo que piden será necesario el ajuste brutal, el sometimiento al FMI y un endeudamiento masivo del Estado, que condicionará a futuras generaciones. Es el programa que fundió a la Argentina más de una vez y dejó a las provincias en la ruina.

Los antiguos kirchneristas que en lugar de reclamar una negociación seria, sin urgencias ni claudicaciones con los holdouts ahora acompañan a Cambiemos en su subordinación a Estados Unidos y al capital financiero deberán preparase para lo que viene después de hacer felices a Singer y compañía. Su decisión de apoyar el entendimiento con los buitres efectivamente removerá un obstáculo, pero no al crecimiento, sino a la entrega del patrimonio nacional, de sus trabajadores e industriales, al corazón del modelo productivo con el que sueñan los argentinos que los votaron.

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