ECONOMíA › PANORAMA ECONóMICO
› Por David Cufré
Un aumento de 5,5 puntos en el índice de pobreza como el que midió la Universidad Católica Argentina en el primer trimestre del año no se daba desde la crisis de 2001-2002. En el segundo trimestre la situación sería igual o peor, por la evolución de la inflación. Para tomar dimensión del shock social que produjo la devaluación y el tarifazo eléctrico –en el segundo trimestre incidirán los ajustes del gas, el agua y los combustibles– sirve comparar lo que ocurrió en los primeros tres meses del gobierno de Cambiemos con lo sucedido en el segundo mandato de Cristina Fernández Kirchner, los cuatro años perdidos para la Argentina según el relato del oficialismo. De acuerdo al informe de la UCA, una institución que nadie podrá tildar de kirchnerista, entre 2011 y 2015 la pobreza por ingresos pasó del 24,7 al 29,0 por ciento de la población. Una suba de 4,3 puntos porcentuales. Pero en solo un trimestre, de enero a marzo de 2016, el incremento fue de 29,0 al 34,5 por ciento, 5,5 puntos más. Es decir que el nuevo gobierno superó en apenas tres meses toda la pobreza generada en los cuatro años anteriores, cuando supuestamente todo era un desastre. En términos porcentuales, entre 2011 y 2015 la tasa de personas pobres se elevó un 17,4. Con Macri, en un trimestre, la pobreza subió 18,9 por ciento.
Más impactantes, sin embargo, son los datos de la indigencia. El informe del Observatorio de la Deuda Social Argentina de la UCA señala que entre los años 2011 y 2015 la indigencia por ingresos cayó del 6,1 al 5,3 por ciento de la población. El descenso fue de 0,8 puntos porcentuales. En cambio, entre enero y marzo de 2016 la indigencia se catapultó del 5,3 al 6,9 por ciento, una suba meteórica de 1,6 punto. Dicho de otro modo: durante el segundo mandato de Cristina la tasa de indigencia bajó 15 por ciento, en tanto que en un trimestre de Mauricio subió 30 por ciento.
El aumento de las canastas de pobreza e indigencia se sostiene a un ritmo igual o superior en el segundo trimestre. En el primero, el índice de precios al consumidor de la Ciudad de Buenos Aires escaló 11,9 por ciento, mientras que en San Luis lo hizo al 10,2. En ambos distritos los aumentos se aceleraron en abril, con registros de 6,5 y 3,4 por ciento, mientras que para mayo consultoras privadas estiman subas del 3 al 3,5 por ciento. En ese período empezaron a regir incrementos de asignaciones familiares y hubo un pago de 500 pesos para los jubilados que cobran la mínima, lo que podría amortiguar otro salto de la pobreza y la indigencia.
Los anuncios de ayer del Presidente que involucran a jubilados benefician a quienes se ubican de la mitad hacia arriba de la escala salarial previsional, por lo cual esa mejora no tendrá impacto directo en los índices de pobreza. De todos modos, los reajustes de haberes y pagos de retroactivos constituyen una transferencia de recursos desde el Estado hacia un sector que no es de los concentrados de la economía, como venía siendo mayoritariamente hasta ahora. Eso no inhibe un debate sobre la necesidad de compensar al resto de los jubilados por la disparada inflacionaria. En cuanto a la pensión por vejez, en principio ofrece peores condiciones para quienes no completaron aportes que la moratoria vigente, pues esta permite llegar al haber pleno al cabo de cinco años, en tanto que en las pensiones dependería de la cantidad de años adeudados a la seguridad social hasta completar los necesarios para acceder a una jubilación plena. Aquellas personas que no consigan seguir aportando ya pasados los 65 años quedarían con el 80 por ciento del ingreso mínimo, que es el piso de la nueva pensión. Con la moratoria, en cambio, después de cinco años los adherentes acceden como piso a la jubilación mínima.
El Gobierno no presentó los anuncios como un intento de reactivar la economía con una inyección de demanda, sino que enfatizó el carácter reparador hacia los jubilados que más ganaban después del estallido de 2001-2002, quienes no consiguieron los mismos aumentos que aquellos que estaban en peor situación. El Presidente y el equipo económico no cambian en ese sentido la orientación de la política: siguen apostando al derrame como ordenador social. Los datos de la UCA sobre el crecimiento exponencial de la pobreza en el primer trimestre exhiben las consecuencias de esa decisión.
El Gobierno plantea que para crecer primero se deben dar una serie de condiciones, y que luego el crecimiento reparará las heridas e incluirá a los excluidos. La gestión anterior consideraba que para crecer había que incluir. La inclusión tiende a reducir las asimetrías sociales, a equilibrar la balanza entre capital y trabajo, a achicar diferencias entre regiones ricas y pobres, a reconocer derechos universales. En ese camino puede haber viento de cola o viento de frente, situaciones internas y externas más o menos favorables. Los instrumentos seguramente serán distintos en cada circunstancia, se podrá avanzar más rápido o más despacio, con más o menos lucidez, pero lo que define las posibilidades de éxito o de fracaso en primer lugar es el rumbo que se elige.
La primera condición que identifica el Gobierno para crecer es generar confianza en los inversores, en especial en quienes tienen su dinero fuera del país. Por esa razón liberó la compra de dólares, devaluó, eliminó y bajó retenciones, subió de manera explosiva las tarifas de servicios públicos y generó el triple de inflación que en el semestre previo a su llegada. También firmó acuerdos con los fondos buitre que resultaron muy elogiados por el FMI y la prensa del poder financiero internacional. Y cambió del rechazo radical al blanqueo anterior a considerar que la medida es casi una tabla de salvación. Casi como un megacanje para De la Rúa. Todo eso para ganar confianza. La lógica, que se repite de país en país y en distintas circunstancias, es que la confianza del mercado se logra con políticas de ajuste y con una transferencia regresiva del ingreso.
El macrismo postula la idea del derrame. Para derramar primero hay que acumular. ¿Pero quién acumula? El capital. Hay que seducir a los inversores. Hay que darles garantía de que la inclusión no será un obstáculo en su acumulación. Eso divide aguas. En el proyecto del PRO, está permitido agigantar la brecha entre clases sociales, conceder beneficios a los empresarios a costa de la calidad de vida de los trabajadores, restringir el acceso a bienes materiales y culturales a millones de personas, aunque sea supuestamente por un tiempo, porque eso redundará en acumulación, y la acumulación traerá derrame.
El PRO pide sacrificios y promete recompensas. Pero no a todos por igual. Los pools de siembra de 30 mil hectáreas no se están sacrificando. Están acumulando. Por la devaluación y por la quita de retenciones. Lo mismo las mineras o los bancos, cuya rentabilidad creció 78 por ciento en febrero, el nivel más alto en una década, hasta 23.158 millones de pesos. Hay sectores minoritarios y concentrados de la economía que viven una fiesta inolvidable. Paul Singer llamó a Macri el campeón de las reformas económicas. Las empresas que dependen del mercado interno no acumulan, se descapitalizan. Les toca sacrificarse mientras otros atraviesan la supuesta etapa del esfuerzo, que empezaría a retroceder en el segundo semestre, según la promesa oficial, con los bolsillos llenos. Al interior del mundo empresario se repite la dicotomía entre inclusión o derrame.
La primera falla de la teoría del derrame es la creencia de que los sacrificados tendrán posibilidad de esperar el tiempo de la cosecha. No es verdad. Hay quienes quedan en el camino. Eso ya es un fracaso como proyecto económico y social. Del 1,4 millón de nuevos pobres que identificó la Universidad Católica Argentina en el primer trimestre habrá quienes no gozarán la eventual etapa de recuperación. Es posible que pasen años hasta que vuelvan a salir de esa condición, si es que lo logran, mientras otros acumulan. El daño producido mientras tanto es irreparable en la vida de las personas y en el tejido social, un factor que los promotores del derrame no parecen visualizar.
El gobierno argumenta que está obligado a hacer lo que hace porque la situación económica era explosiva. Si había una bomba o no es debatible, aunque el argumento trastabilla porque la derecha se cansó de repetirlo desde 2003 y nunca explotó. Néstor Kirchner evitó y desafió la mayoría de las ideas económicas que ahora Cambiemos presenta como inevitables, con resultados extraordinarios, sobre todo por cómo había recibido el país. El ex presidente puso en marcha un proyecto inclusivo desde las ruinas y tuvo éxito. Cristina Kirchner lo llevó a un lugar impensado en 2003. En todo caso, por qué no podría repetir la fórmula el PRO. Por qué no podría desactivar la supuesta bomba sin ocasionar graves perjuicios a millones. ¿La bomba de 2003 era más o menos difícil de manejar que ésta, en caso de conceder que existiera? No lo hace porque no es su proyecto. Su plan es el derrame.
Si el crecimiento económico no es inclusivo se agiganta la desigualdad. Eso es un fracaso. El modelo neoliberal de los ‘90 fue un fracaso, aun en los pocos años de expansión del PIB. Norma Plá podría atestiguarlo. La evaluación de si una política económica es viable o no debe considerar al conjunto de la sociedad. Que crezcan unos sectores y otros se hundan es sinónimo de fracaso. Es inviable. Si la idea es sacrificar generaciones para que otras puedan disfrutar del mítico momento de la bonanza, la pregunta sobre la viabilidad del modelo hay que hacerla a los que están en la trinchera. No alcanza con los elogios de Singer, los sojeros o los bancos. Ellos son los que acumulan.
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