Sáb 04.06.2016

ECONOMíA  › PANORAMA ECONóMICO

Ni público ni de reparto

› Por David Cufré

La principal definición del Gobierno sobre su plan para los jubilados aparece en el artículo 12 del proyecto de ley que elevó al Congreso esta semana. Dice así: “Créase el Consejo de Sustentabilidad Previsional, en el ámbito del Ministerio de Trabajo, que tendrá a su cargo la elaboración de un proyecto de ley que contenga un nuevo régimen previsional, universal, integral, solidario y sustentable, para su posterior remisión por el Poder Ejecutivo a consideración del Honorable Congreso de la Nación”. El macrismo pone en movimiento con este artículo la maquinaria para producir en el plazo de tres años una de las transformaciones económicas y sociales más importantes, que incidirá en la vida de millones de argentinos: el reemplazo del régimen jubilatorio actual, público y de reparto, por otro que no contempla en su origen ninguno de esos dos preceptos fundamentales. El nuevo sistema previsional deberá ser “universal, integral, solidario y sustentable”. Ni público ni de reparto. ¿Pudo haber sido una omisión involuntaria, un descuido? El resto del proyecto de ley, una verdadera bomba de tiempo para la sustentabilidad del sistema vigente, y los antecedentes del PRO y el radicalismo en la materia no dejan espacio para la ingenuidad.

Ambas fuerzas se opusieron en 2008 a la estatización de las AFJP, lo mismo que el partido de Elisa Carrió. El desprestigio que todavía cargan las antiguas administradoras le impide al Gobierno avanzar más rápido en su proyecto de reforma previsional, que aspira a concretar en 2019. Mientras tanto irá preparando el terreno. Es probable que ni siquiera entonces reúna el consenso político necesario para regresar al esquema de los 90. Deberá idear nuevas formas, pero el trasfondo ideológico es el mismo: establecer una división entre jubilados de primera y de segunda, cristalizando en la etapa pasiva las desigualdades que ya existen entre trabajadores de primera y de segunda. En definitiva, un modelo de organización social con ciudadanos de primera y de segunda.

El proyecto de ley llamado de “Reparación histórica para jubilados y pensionados” es otro paso en esa dirección. Detrás del valorable objetivo de aumentar los haberes de quienes ganan 10 mil pesos en promedio y cancelar la deuda que se generó con ellos entre 1991 y 2006, por el desastre previsional que ocasionó la estafa neoliberal, se empiezan a desmontar algunos de los derechos consagrados en el período posterior, durante el cual el sistema público y de reparto fue una plataforma esencial para ir reparando los daños ocasionados.

Los jubilados fueron víctimas del menemismo y de la Alianza, con haberes congelados durante 12 años, caída de la cobertura previsional -en 2001, cuatro de cada diez personas en edad de retiro no accedía a una prestación- y hasta el descuento nominal del 13 por ciento. La transferencia de la crema de los aportes de los trabajadores a las AFJP desfinanció mortalmente el sistema público. Cuando llegó el kirchnerismo hacía más de diez años que Norma Plá pedía por una jubilación mínima de 450 pesos y recién seis meses antes el duhaldismo había conseguido llevarla a 200. La puesta en marcha de un proyecto de base industrial, muy enfocado en la generación de puestos de trabajo y en una distribución del ingreso cada vez más progresiva, que rechazó las exigencias del FMI y de los mercados, y que más tarde logró desterrar a las AFJP, fue produciendo una verdadera reparación histórica de los jubilados. Ese proceso permitió que la cobertura previsional llegara al 97 por ciento, que la jubilación mínima fuera la más alta de América latina, que los jubilados tengan una tarjeta de compras con tasas subsidiadas y que los haberes vayan recuperando poder adquisitivo. Para saldar las deudas que faltan, como mejorar mucho más el monto de las jubilaciones o cumplir en no más de seis meses con el pago de sentencias por reajustes de haberes, hay que profundizar el recorrido de la última década, no dinamitarlo con leyes como la que presentó el macrismo en el Congreso.

¿Cuál es el problema con la nueva ley? Son varios.

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El primero es que no cumple con el objetivo inicial que declama: pagar las sentencias judiciales por reajustes de haberes. Ni a quienes tienen sentencia firme ni a quienes esperan el dictado de esos fallos. A los primeros se les ofrece un acuerdo menos conveniente que la sentencia que ya tienen en su poder, con un cambio en el índice de actualización –el Isbic por el Ripte– que disminuye considerablemente el reajuste de su haber y del retroactivo correspondiente. La única excepción son unos pocos casos de jubilados que accedieron al beneficio antes de julio de 1994, con la ley 18.037. A los que todavía no tienen sentencia, además, se les acota el retroactivo a 48 meses, cuando hay un número considerable que viene litigando desde antes y sufriría una pérdida con la limitación. En conclusión, no se pagan las sentencias, se ofrecen acuerdos a la baja.

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A consecuencia de ello, es probable que la mayoría de quienes tienen sentencia firme rechacen el acuerdo y también lo haga una buena proporción de quienes esperan sentencia. Por lo tanto, no se termina con la litigiosidad previsional como publicita el Gobierno. Pero además la ley puede llegar a habilitar nuevos reclamos, como la confiscación que supondría para algunos abogados la aplicación del tope jubilatorio de 36 mil pesos en los reajustes de haberes o la retención del 35 por ciento del impuesto a las Ganancias sobre los retroactivos. Por otra parte, más allá de que se homologuen los convenios, el artículo 14 bis de la Constitución y el nuevo Código Civil y Comercial establecen que los derechos previsionales son irrenunciables, por lo cual puede darse el caso de jubilados que cobren el acuerdo y después vuelvan a la carga a pedir más.

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La ley no asegura el financiamiento a mediano plazo para cumplir con las promesas asumidas con aquellos dos grupos de jubilados y con quienes nunca hicieron juicio al Estado. El costo estimado es de 150 mil millones de pesos en retroactivos y 80 mil millones anuales por reajustes de haberes, con los aumentos correspondientes por movilidad. El blanqueo aportaría, según distintas estimaciones de especialistas tributarios, unos 50 mil millones siendo optimistas, mientras que las ganancias del FGS rondarían este año los 100 mil millones de pesos de acuerdo a lo expresado por el titular de la Anses. El resultado es ajustado para 2016 y una gran incógnita a futuro.

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Con ese esquema de financiamiento, se entregan de manera indefinida las ganancias del Fondo de Garantía de Sustentabilidad de la Anses. En el mejor de los casos, para saldar la deuda con un tercio de los jubilados actuales -2,2 millones sobre 6,6 millones totales- se pone en riesgo la solvencia del fondo de cobertura que debe salir en rescate de todos frente a cualquier contingencia económica que afecte la actualización constante de los haberes. No solo de los jubilados actuales, sino sobre todo se expone el reaseguro para las futuras generaciones. El FGS no es la plata de los jubilados, es la plata de los trabajadores, activos y pasivos.

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Por lo expuesto en el punto anterior, el Estado pierde un instrumento valioso para financiar el desarrollo y hacer política anticíclica, como lo demostraron el Procrear, las centrales eléctricas y las rutas apalancadas con el FGS. Además, el proyecto permite a la Anses volver a invertir parte de los recursos en activos externos, tanto acciones como bonos de otros Estados, como en la época de las AFJP, cuando ponían plata en Coca Cola, Disney o British Petroleum. La ley también habilita al FGS a endeudarse hasta en un 25 por ciento de la cartera total.

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Si no alcanza con la rentabilidad del FGS para pagar los juicios, la ley prevé la venta de activos del fondo. La sustentabilidad del sistema previsional, por lo tanto, sería cada vez más endeble, facilitando la vuelta a esquemas de capitalización individual.

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La ley consagra el final de una de las moratorias, lo cual restringe el acceso al derecho previsional a cientos de miles de personas.

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Se crea una pensión por vejez que pagará el 80 por ciento de la jubilación mínima, lo que implica una pérdida de ingresos para los adultos mayores en comparación con las moratorias vigentes, que al cabo de cinco años permiten acceder a un haber pleno, que como piso es la jubilación mínima. Así es como se avanza hacia un sistema con jubilados de primera y de segunda.

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La pensión por vejez no asigna el derecho a pensión por viudez. En cambio, los familiares de los jubilados por moratoria sí tienen esa protección.

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El cambio de la moratoria por la pensión por vejez implica para las mujeres un aumento de cinco años en la edad jubilatoria. En lugar de acceder a un beneficio a los 60, como hasta ahora, tendrán que esperar hasta los 65, y también cobrarán el 80 por ciento de la mínima en lugar del haber pleno.

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La pensión por vejez dejará de otorgarse a quienes todavía no la hayan recibido dentro de 3 años, cuando debería ser reemplazada por las prestaciones que disponga la reforma previsional.

En resumen, la ley recorta beneficios a quienes tienen sentencia firme y a quienes están litigando, puede desatar miles de juicios de aquellos que no fueron contra el Estado y ahora ven la posibilidad de obtener un resarcimiento por esa vía -para lo cual tienen todo el derecho-, expulsa de la jubilación plena a quienes fueron víctimas del trabajo en negro y no pudieron completar aportes, especialmente a las mujeres, consume la rentabilidad del FGS, que no podrá utilizarse para otros fines, y compromete la sustentabilidad del sistema jubilatorio en su conjunto al asumir compromisos que no se sabe si se podrán cumplir. Dentro de tres años, cuando el Gobierno presente el proyecto de reforma previsional, el argumento será que no se podía seguir con el régimen actual, que no había fondos para sostenerlo. Seguramente tampoco propondrá un aumento de las contribuciones patronales que siguen rebajadas desde 2001, como ocurre con los bancos, sino que la variable de ajuste serán, entonces como ahora y como ya pasó en la Argentina, otra vez los jubilados.

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