ECONOMíA
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Noriega: razones y sinrazones
Por Atilio A. Boron
La histérica reacción de Roger Noriega, el subsecretario del Hemisferio Occidental de la administración Bush, ante lo que él considera el “decepcionante y desconcertante” giro de la política exterior argentina, tiene la virtud de revelar el pensamiento más íntimo de los hombres que habitan la Casa Blanca y sus enfermizas obsesiones. Sus palabras son un disparate y un agravio, al punto tal que en la Argentina provocaron generalizada repulsa aun entre los opositores del presidente Kirchner. Salvo los sectores más reaccionarios de la vida nacional, todos los demás condenaron sin atenuantes las palabras pronunciadas por Noriega en el Consejo de las Américas, sede tradicional de la derecha norteamericana. Conviene recordar que, seguramente por casualidad, quien formulara la pregunta que le diera pie a Noriega para sus diatribas anti-cubanas no fue otro que George Landau, ex embajador de los Estados Unidos en Santiago de Chile en los años de Salvador Allende y uno de los artífices del golpe de Estado que ensangrentó al país trasandino. Un hombre que, como dijera Gore Vidal, es un criminal de guerra que, lamentablemente, circula impunemente por el mundo predicando promoviendo la democracia y la libertad. Y, de paso, los intereses de los grandes monopolios norteamericanos.
Los exabruptos de Noriega son, en realidad, una operación destinada a presionar al gobierno argentino en relación a varios temas: la política exterior, el pago de la deuda externa, el ALCA, la así llamada “guerra contra el terrorismo” y el próximo voto en la Comisión de Derechos Humanos de la ONU sobre Cuba. Sus palabras están motivadas por las inquietantes perspectivas que ensombrecen el proyecto re-eleccionista de George W. Bush en momentos en que la “victoria” iraquí se viste de luto, día a día, y cuando la tan ansiada recuperación económica de los Estados Unidos llegó demasiado pronto y con muy poca fuerza, lo que hace temer que la misma se desvanezca unos meses antes de las elecciones, reproduciendo el infortunio de su padre, agobiado por el slogan de la campaña de Bill Clinton, “¡es la economía, estúpido!”. Ante ese escenario, asegurarse los votos del estado de Florida pasa a ser un objetivo de primordial importancia, y para ello nada mejor que satisfacer los deseos de un minúsculo sector del exilio cubano –el que se nuclea detrás de la Fundación Cubano-Americana y la red mafiosa y terrorista que gira a su alrededor– que controla al gobierno estadual, su corrupto sistema judicial (¡el que decretó el “triunfo” de Bush en el estado!), la policía y los medios de comunicación (que, en un alarde de libertad de prensa, levantaron el programa televisivo Poné a Francella porque el actor había tenido la osadía de entrevistarse con el presidente cubano).
Noriega, un hombre que descuella precisamente por su mediocridad, representa a estos sectores siempre tan identificados con la defensa del “mundo libre”, la “libertad”, la “democracia” y los “derechos humanos”. No es ocioso recordar que durante años fue miembro del staff del senador ultraderechista Jesse Helms, el inspirador de una legislación que lleva su nombre (junto con el del legislador Dan Burton) que es tan descaradamente reaccionaria que ni siquiera el propio George W. Bush se ha atrevido a aplicar. Esta verdadera obra maestra del terror imperial estableció un nuevo principio del derecho internacional según el cual los Estados Unidos no sólo se arrogan el derecho a imponer unilateralmente un bloqueo contra Cuba (y no contra China y Vietnam, países que también tienen un sistema de partido único que parece causar escozor en Washington), sino que además se reservan el derecho de iniciar demandas judiciales contra empresarios de terceros países que comercien con Cuba. Tal monstruosidad jurídica brotó de la cabeza de Mr. Noriega –no sólo de su cabeza, es cierto– y la propia Casa Blanca ha tenido que apelar a todas las artes imaginables de la retórica para declarar su adhesión a la enmienda Helms-Burton y, al mismo tiempo, abstenerse de aplicarla para no caer en el ridículouniversal y meterse en problemas con sus propios aliados y socios comerciales.
En esta coyuntura, el gobierno argentino deberá hacer dos cosas: reafirmar en los hechos la soberanía nacional en los más diversos frentes, para lo cual el más amplio protagonismo popular se convierte en una condición imprescindible, y evitar las provocaciones y trampas del imperialismo, más vivo que nunca pese a que algunos despistados lo habían dado ya por muerto.