Sáb 17.01.2004

ECONOMíA  › PANORAMA ECONOMICO

El nuevo boquete capitalista

› Por Julio Nudler

Por lo que parece, el comercio internacional ya no es lo que era, metamorfosis que cambia el sentido que el libre comercio tenía para potencias como Estados Unidos y terminará afectando a iniciativas como la del ALCA. La alarma y la discusión sobre el asunto arrecian en EE.UU. desde que se observa que el crecimiento de la economía no está generando empleo. Después de dos largos años de repunte, hoy hay 7,7 millones de puestos de trabajo menos que los que hubiera debido haber, según ha calculado Stephen Roach, de Morgan Stanley. Pensando quizá con criterios obsoletos, los economistas coincidían en pronosticar una creación neta de 150 mil empleos para diciembre, pero se equivocaron en 149 mil. Si la tasa de desocupación bajó módicamente fue porque 300 mil personas dejaron de buscar conchabo por desaliento.
A partir de estos hechos, algunos analistas están advirtiendo que el reparto de trabajo e incluso de riqueza que consolidaba el comercio exterior está variando por razones tecnológicas. Durante casi dos siglos imperó la idea ricardiana –impuesta desde el centro– de que si cada país se especializaba en lo que podía producir con más eficiencia (mejor y más barato), exportando esos bienes e importando el resto, todos y cada uno saldrían ganando. Para que esta bendición se esparciese por el mundo entero, la condición era la ausencia de barreras al libre comercio.
En la práctica, esta visión dividía el orbe entre países industriales –que fueron agregando servicios a su elástica oferta– y países proveedores de materias primas, de economías más rígidas. Algo debía de fallar en la teoría porque el primer grupo de países fue tornándose cada vez más rico, y el segundo, cada vez más pobre, en términos relativos o incluso absolutos. Pero lo que caracterizaba a ese reparto internacional del trabajo era la relativa inmovilidad de los factores de producción. Por ejemplo, la pampa húmeda, situada en la Argentina, no podía ser trasladada a ninguna otra parte.
Esto sigue siendo así por ahora en cierto modo, pero a medida que otros factores cobraban mayor importancia, como la tecnología, elementos como el suelo o el clima, e incluso los recursos del subsuelo, perdieron gravitación y a países como la Argentina se les volvió cada vez más difícil preservar su nivel de vida en base a sus producciones tradicionales. Sin embargo, otros países periféricos, superpoblados, con salarios ínfimos y muchas veces con acceso privilegiado a los mercados de las naciones ricas, fueron atrayendo hacia sus territorios a industrias de productos masivos y en general intensivas en el uso de mano de obra, con lo que accedieron a otros niveles, con gran dependencia de la exportación.
A este proceso, ampliamente conocido, se ha venido a añadir otro fenómeno algo distinto: gigantes como India o China producen ingenieros tan buenos o mejores que los norteamericanos o europeos, pero dispuestos a trabajar durante más de medio año por lo que éstos ganan en un mes. Por ende, una industria como la del software no lo piensa dos veces y se muda a Oriente. Pero internet y la banda ancha están ampliando esta migración a muchos servicios, desde el que presta un radiólogo, un diseñador, un actuario, un analista financiero o toda clase de consultor. El cuartel central de la empresa podrá permanecer en Occidente, pero da trabajo en Oriente. Por eso, algunos dicen que es mentira que el actual crecimiento económico estadounidense no genere empleo: lo genera, pero en otra parte.
En este contexto, cuando el libre comercio no es solo de bienes sino también de servicios, con nuevo énfasis en la tecnología de la información, y la inmovilidad de los factores ha pasado a la historia –porque los que cuentan, como el capital, la tecnología, el conocimiento o las ideas ya no interesa dónde estén situados–, las empresas de los países centrales pueden aumentar su productividad y ganar más dinero, con la consiguiente bendición para la Bolsa y los accionistas, pero los trabajadores más calificados de Estados Unidos o la Unión Europea corren el peligro de perder paulatinamente su status privilegiado y ver caer sus ingresos.
Alguien que hasta ahora vivía holgadamente de su cerebro en la Costa Oeste no puede emigrar a India o China: para su infortunio, él es un factor básicamente inmóvil, mientras que su puesto de trabajo se ha vuelto absolutamente móvil: pasa de sus manos a las de otro en ultramar. La promesa del derrame tampoco funciona ya en la meca del capitalismo. En cuyo caso cabe preguntarse si los ultraendeudados consumidores norteamericanos podrán seguir siendo el gran motor de la economía. Cruzadas como la ocupación de Afganistán e Irak, y ahora el propósito de establecerse en la luna y de posar pies humanos en marte, garantizan al déficit fiscal un papel extremadamente estimulante, pero quién sabe si suficiente. También es expansiva la política monetaria, pero con tasas de interés bordeando cero le queda muy poco margen de juego.
De algún modo, la baja del dólar, que en parte expresa la pérdida de competitividad norteamericana, ya deterioró los salarios estadounidenses, que pueden comprar menos bienes en el mundo. Mientras tanto, en los doce países de la zona euro la drástica revaluación contra el dólar, igual de rotunda respecto del yuan y asimismo significativa frente al yen, que se resisten a la apreciación, acelerará la carrera productivista de las multinacionales europeas, también con consecuencias severas sobre el empleo y los salarios, aunque allí los sindicatos darán batalla más duramente, debiendo contar con un enemigo adicional: la ampliación de la UE hacia el Este. En cualquier caso, la pobre performance de la economía alemana es un indicador inequívoco. Si en Europa no está tan de moda el tema del crecimiento que no genera empleo es porque sus economías ni siquiera crecen.
El implacable proteccionismo con que los países ricos defienden sus mercados básicos –el alimentario, por ejemplo– no sirve para contrarrestar esta nueva fuga de empleos, que además no es provocada por productores del extranjero, de Brasil o de Angola, sino por las propias multinacionales en busca de “ventajas competitivas”. De la competencia laboral globalizada sólo se salvan las labores que necesariamente deben realizarse en el lugar, como la atención personal al público o la limpieza. En estos niveles inferiores la competencia puede provenir, a su vez, de trabajadores inmigrados desde la periferia, que también aceptan salarios más bajos. Pero ellos forman parte de la economía y alimentan la demanda agregada, aunque remesen a sus familias afuera parte de lo que ganan. En cambio, el desplazamiento al exterior de los empleos más sofisticados corta la correa de transmisión entre los estímulos reactivadores (como el déficit fiscal) y la gestación de una demanda interna autosostenida. Es como si a la economía se le hubiese abierto un nuevo boquete.
Una consecuencia ya palpable es el reclamo de nuevas formas de proteccionismo en Estados Unidos y otras potencias industriales. Sin embargo, la disposición a aplicarlas dependerá del balance político. De un lado están los intereses de franjas cada vez más amplias –y altas– de trabajadores. Del otro, los de las empresas, que reclaman su derecho a bajar costos como sea. Más allá de estos bandos en pugna, habrá que ver cuán compatible es un modelo en que se importa cada vez más trabajo (exporta cada vez más salarios) con el equilibrio político y social que también necesitan las economías opulentas.
En la Argentina, los economistas tienen por costumbre decir que el trabajo es un “no transable”, es decir, un bien que no se puede exportar ni importar. Por ende, su precio (salario) puede ser alto (en dólares) cuando el dólar es barato, ya que no enfrenta la competencia importada,pero cae irremediablemente (en dólares) tras una devaluación, lo cual suele no ocurrir con los transables (cereales, petróleo, automóviles), que pueden exportarse o compiten con importaciones que el aumento del dólar encarece. (Sin embargo, la contrapartida de los salarios –relativamente– altos en dólares durante la convertibilidad fue el aumento de la desocupación, que terminó bajando esos salarios por otros medios.)
Ahora puede suponerse que algunos ingenieros argentinos aceptarían trabajar por lo que una empresa norteamericana le paga a un equivalente indio, unos 1500 dólares mensuales, poco más o menos. Pero, por fallas de sistema educativo u otras, la Argentina parece no calificar hoy día para este juego. En todo caso, convendría reparar en que mucho trabajo calificado ha pasado a ser en el mundo actual un transable más.

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