ECONOMíA
› PANORAMA ECONOMICO
Verano y fiesta
› Por Julio Nudler
El colchón iguala a la gente. Pero cuando el rico recobra la confianza y el optimismo y lo descose para retirar sus dólares y gastarlos, invertirlos, cambiarlos por ladrillos, la desigualdad entre él y el pobre salta más todavía a la luz. Algo de esto está sucediendo este verano (no veranito) en la Argentina. Playas y serranías colmadas de turistas, que pagan precios en alza, cobrados por otros propietarios. Muchos argentinos se dejan ver de nuevo por Brasil, por Punta del Este. El veraneo vuelve a ser una fiesta, con sorprendente rapidez después de una crisis que, según acaba de decir James Wolfensohn, presidente del Banco Mundial, puso al país al borde de una revolución. Sin embargo, la mayoría, que no tuvo razones para descoser el colchón, los pobres, carenciados o indigentes, o los que simplemente viven al día, no notan tanto cambio ni se dan por fin esos gustos tanto tiempo aplazados. La convertibilidad y su naufragio los hundieron, pero la manera como se enfrentó luego la crisis sólo dejó caer en sus manos unas monedas, plantándolos otra vez a la espera del famoso derrame, mientras Pinamar o Cariló muestran el vaso lleno, atrayendo a cronistas, pungas y atracadores. La paradoja es que esto suceda bajo un gobierno que el estadounidense Roger Noriega calificó de izquierdista y que, en todo caso, es visto por observadores más razonables como de centroizquierda. Es como si, por características estructurales, esta economía reparte poco y mal. Y aun cuando crezca (o rebote) vigorosamente, hay champán para algunos y pizza fría para el resto, no habiendo gobierno progresista que pueda modificarlo.
En 2001, en vísperas de la explosión, groseramente puede decirse que el país debía 150 mil millones de dólares, que no podía atender y lo llevaban a la quiebra, y al mismo tiempo algunos argentinos poseían afuera una suma similar. Por ende, con la inevitable devaluación el país en su conjunto pasó a deber el triple en términos del valor agregado por su economía, pero sus clases sociales más altas se encontraron con una fantástica ganancia de capital, de jure o de facto libre de impuestos. Hasta ahora esta ganancia se vio algo menguada por la apreciación real del peso, pero subsiste en lo grueso, mientras que los desposeídos, dependientes de un salario o alguna clase de ingreso relativamente fijo, sufrieron una brusca pérdida de poder de compra, de la que apenas se han podido recuperar. Es verdad que gozaron de su tajada en el repunte del consumo, pero no se revirtió el shock regresivo descargado entre 2001 y mediados de 2002. Las mejoras son marginales y los piqueteros seguirán ahí.
Una vez que se perdió el miedo a una catástrofe híper (de inflación y depresión), como la presagiada por algunos cotizados gurúes del establishment, los favorecidos empezaron a desenvainar sus armas de gasto, contando entre aquellos a todos los vinculados al negocio agropecuario, bendecidos por la devaluación y los altos precios mundiales. El “efecto riqueza” es también alimentado por la generalizada revalorización de los activos. Aunque no tenga en la Argentina la relevancia que tiene en Estados Unidos y otros países, no es ocioso fijarse en que la capitalización bursátil (es decir, el valor accionario de todas las sociedades que cotizan en la Bolsa local) saltó de un piso de 119 mil millones de pesos el 21 de septiembre de 2001 a un techo de 592 mil millones ayer. Los dueños de esos papeles tienen por tanto 473 mil millones más. En dólares ganaron un 72 por ciento. En pesos, un 397 por ciento. Es lógico que chapoteen satisfechos en la tibieza del mar.
Teniendo en cuenta que la relación con los bancos atañe a los sectores medios y altos de la sociedad, la manera como se administró la virtual quiebra del sistema a partir del corralito condujo al siguiente resultado: los depositantes perdieron, pero menos que lo que ganaron los deudores. Esto es la esencia de la pesificación y la indexación asimétricas. El correspondiente quebranto para la banca es compensado por el Estado con la entrega de bonos, que representan una deuda adicional para el conjunto de la sociedad. Es decir, también para los sectores bajos, que nunca pisan unbanco. Esa deuda será amortizada con recursos recaudados a través de impuestos. En consecuencia, el asunto conduce a formular dos preguntas.
La primera de ellas: ¿es redistributivo el régimen tributario vigente? La respuesta es no, y en esto hay amplia coincidencia. La segunda pregunta es si, entonces, está en proceso una profunda reforma tributaria que corrija el carácter regresivo del régimen, según recomendaciones incluso impartidas por el Fondo Monetario. La respuesta es que tampoco. Y es quizás en alusión a esta escasez de correcciones estructurales que Wolfensohn aludió al acecho revolucionario en la Argentina. A la necesidad de cambiar más cosas de fondo, en vez de felicitarse tanto por el crecimiento –quizá coyuntural– de algunos indicadores buenos (PIB, exportaciones, empleo) y el retroceso de otros malos (pobreza, indigencia, desinversión).
La morosidad para encarar iniciativas transformadoras puede deparar algunas ventajas, como la buena convivencia que existe entre el gobierno y las entidades empresarias, incluyendo las más liberales, a pesar del tono desafiante del discurso oficial. La curva de crecimiento y los precios relativos (bajos salarios) reparten buenas utilidades, dentro de un marco de rigor fiscal que arbitra de la mejor manera posible entre la presión financiera externa (incluido el FMI) y los intereses empresarios internos. En estas condiciones, sin cambios estructurales no queda mucho espacio para encarar problemas como el de la inequidad.
Una alternativa es confiar en que la economía seguirá creciendo por años, y que entonces el mercado irá alcanzando por sí mismo nuevos equilibrios. Por ejemplo, subirá el salario real al declinar la desocupación. De hecho, en la situación actual, de tanto negreo e informalidad, el gobierno ni siquiera puede decretar una mejora salarial que llegue a más de uno de cada tres trabajadores en el sector privado. Según otra visión, la inequidad no es resuelta por cualquier clase de crecimiento económico, y además lo frena al contraer el mercado interno y al privar al Estado de recursos imprescindibles para elevar el Producto potencial a través de más inversión en educación, ciencia y salud. Frente a estos dilemas, ¿tomará el gobierno actual un camino que lo diferencie realmente de los anteriores?