Sáb 27.03.2004

ECONOMíA  › PANORAMA ECONOMICO

Dónde hay una grúa

› Por Julio Nudler

El Juicio a las Juntas Militares y el Plan Austral fueron, salvando las distancias entre ellos, los dos hechos más trascendentes del gobierno de Raúl Alfonsín, más allá de la restauración democrática. Sólo dos meses mediaron entre el inicio de aquél y el lanzamiento de éste. Dos años después, el golpe carapintada de la Pascua de 1987 fue perpetrado cuando el Plan Austral, cuyo éxito había catapultado al gobierno radical, zozobraba, hundiéndose en sus inconsistencias. Pero los jerarcas de la dictadura ya cumplían sus sentencias. Los logros económicos habían contribuido a dotar a la democracia de fuerza y respaldo para someter a la Justicia a los genocidas. Pero los dos años finales de Alfonsín fueron tiempos de fracaso económico y de claudicación ante la presión de los poderes fácticos. Quizá no haya una relación tan simple y mecánica entre economía y justicia, ni siquiera cuando para impartir justicia se necesita mucho apoyo político, pero no son dos planos desvinculados. El proceso de auge y caída del alfonsinismo enseña bastante al respecto.
La pregunta es si a Néstor Kirchner puede pasarle lo mismo. Los potentes sucesos de esta semana abren cierto cauto margen de duda. Acontecimientos como los del Colegio Militar y la ESMA por un lado, y el estallido ya indisimulable de la crisis energética por el otro, plantean la cuestión. También a Alfonsín le estalló a fines de 1987. Hasta ahora, la contundencia de la reactivación ayudó a otorgarle al Presidente popularidad y poder, y él utilizó parte de ese capital para su embate contra la impunidad. Pero basta ver los titulares y el contenido de la prensa de derecha en las últimas jornadas para comprender hasta dónde los problemas económicos serán aprovechados para minar al Gobierno. El Presidente es vulnerable a estos ataques porque es culpa de este gabinete haber aplicado una política incoherente, que en lugar de anticiparse a la crisis energética contribuyó a acelerarla.
Si se cree en la sacralidad y sabiduría del mercado, es congruente dejar que sea él quien asigne recursos, invierta y atienda la demanda que le resulte negocio. Pero no se puede pesificar y congelar un precio como el del gas en boca de pozo y, en la otra punta, inmovilizar las tarifas, sin resolver cómo se harán las inversiones, quién las pagará y cómo serán diseñadas. En el organigrama oficial hay un Ministerio de Planificación Federal, pero es precisamente eso lo que faltó. Con mercado a medias y sin plan, sólo queda el discurso acalorado. El caso es aún más difícil porque el menemismo retiró al Estado de este sector básico y estratégico, entregándolo a un control privado oligopólico.
Voces de izquierda reclamaban estos días que la Justicia llegue hasta el último de los ejecutores de la represión ilegal, y paralelamente que se rompa con el FMI y no se pague la deuda externa. Más allá de que se esté o no de acuerdo con cada uno de estos planteos, lo evidente es que un gobierno que transformase el default en repudio liso y llano, cortando de paso todo vínculo con el Fondo, y por ende el Banco Mundial y el BID, se encararía rápidamente con problemas económicos de tal magnitud que se le escurriría entre los dedos toda capacidad de imponer políticas en otros frentes.
Kirchner está lejos de estos delirios, pero parece haberse dejado llevar por un exceso de voluntarismo. En realidad, se había puesto de moda entre algunos economistas la idea de que, por una particular alineación de los astros, la economía argentina no enfrentaba restricciones para crecer a buen ritmo durante bastante rato, tras haber tocado fondo dos años atrás. Mucha capacidad productiva ociosa, alto desempleo de mano de obra, amplio superávit externo, no sólo por la caída de las importaciones sino también por los altos precios de los exportables, y una demanda monetaria creciente que permitía expandir los medios de pago sin consecuencias inflacionarias: una múltiple carambola.
Al contrario, los economistas contiguos al establishment tañían la cuerda del próximo estrangulamiento de la oferta por falta de inversiones, culpando de ésta a la incertidumbre sobre el arreglo con los acreedores y al congelamiento de tarifas. Ahora es evidente que la reactivación no era un simple veranito, pero tampoco una despejada senda de esplendores. Vale el ejemplo del tránsito: un solo coche estacionado en una cuadra causa tanto o más embotellamiento que una fila aparcada de esquina a esquina. Tanto peor si falta un bien básico, cuya producción y transporte no puede expandirse en plazo breve. No hay grúa que remueva prestamente ese escollo. Tratándose del insumo energético, su indisponibilidad dispara un amplio efecto contractivo, peor aún porque la demanda tiene picos estacionales, con lo que no importa sólo cuánto fluido faltará en promedio. Siendo corta la manta, el gobierno deberá decidir ahora a quién destapa, sobre todo cuando arrecie el frío.
Lo que ha venido sucediendo desde 2003 no es sólo que la economía mostró mayor dinamismo que el vaticinado incluso por los más optimistas, sino que en ese veloz crecimiento el PIB cambió su composición. En razón de las nuevas relaciones de precios (lo que los economistas llaman precios relativos), determinadas por la fuerte devaluación del peso, se expandieron más rápidamente los sectores transables. Es decir, los que exportan (agro, agroindustria, fabricación de insumos) o sustituyen importaciones (textiles, papel y otros). Pero, como señala Débora Giorgi, que fue secretaria de Industria primero y de Energía después en el gobierno de la Alianza, los sectores más dinámicos tras el fin de la convertibilidad son los que más energía demandan. Por ende, se combinaron estos dos elementos para saturar la provisión energética antes de lo esperado por las autoridades, que fueron despertadas abruptamente de su error.
Sin embargo, no por imprevisora la política del gobierno fue neutral. En realidad, al sentarse encima de algunos precios básicos provocó una gran transferencia de ingresos del sector energético al agro y la industria, que además se beneficiaron con lo que les quitaron a los trabajadores a través de la caída del salario real. Pero, al final, el mal arbitraje ejercido por el Gobierno, por una mezcla de empecinamiento o quizá también para ahorrarse la adopción de una medida tarifaria impopular, termina perjudicando al conjunto de la economía.

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