ECONOMíA
› PANORAMA ECONOMICO
Prat Gay targeting
› Por Julio Nudler
¿Apuntándole a Alfonso Prat Gay? La usina de ideas económicas heterodoxas creada por los cuatro bancos estatales y Credicoop, con sede en el Nación, acaba de extraer del horno su primer estudio, aún no distribuido. Su título: “Metas de inflación: implicancias para el desarrollo”. Es obra de dos economistas jóvenes: Martín Abeles –que está concluyendo su doctorado en la New School University– y Mariano Borzel. A lo largo de sus 68 páginas se descubre una argumentación académica que apostrofa, en durísimos términos, el inflation targeting, a cuya adopción a partir del próximo trimestre se comprometió el país con el FMI y es el mayor anhelo de la actual cúpula del BCRA, que debe ser revalidada por el Senado en septiembre. El Cefid-Ar (Centro de Economía y Finanzas para el Desarrollo de la Argentina) se yergue como una opción ideológica a las craneotecas liberales, desde el Centro de Investigaciones en Finanzas de la Di Tella, que conduce Levy Yeyati, al Centro para la Estabilidad Financiera, de Miguel Kiguel, pasando por el CEMA.
Sin embargo, en el seno del Cefid-Ar pareciera asomar algún debate acerca del carácter a darle, entre una orientación políticamente beligerante y otra menos confrontativa, que pondría mayor énfasis en la excelencia académica, aunque no por ser un “instituto serio” dejaría de representar el enfoque de la banca pública, en oposición a la óptica teñida por los intereses del establishment financiero. En cualquier caso, mientras el ex cavallista Ricardo Gutiérrez presidió el Banco Provincia, la iniciativa no avanzó. Pero al asumir en su reemplazo Jorge Sarghini, éste decidió restablecer la coordinación con el BNA y respaldó el proyecto, lo cual no significa que no existan diferencias de énfasis entre él y Felisa Miceli, presidenta del Nación.
Como quiera que sea, del primer trabajo surge una línea de implacable confrontación con las vertientes conservadoras y el llamado pensamiento único. De hecho, el lector encuentra en el texto un lenguaje absolutamente inusual en los estudios de este tipo, y preocupaciones sociales y políticas que no parecen desvelar a los economistas argentinos con los que el público se tropieza en los medios, y especialmente en el cable.
Un ejemplo de lo dicho puede hallarse en un acápite dedicado a “Desempleo, distribución del ingreso y disciplina social”, incluido porque los autores rechazan la subordinación de todo otro objetivo, como el crecimiento, el empleo y la equidad social, al del combate a la inflación. En esa sección señalan que en distintas vertientes teóricas, de Milton Friedman a Michal Kalecki, “subyace el papel del desempleo como regulador de los conflictos de clase... que se manifiestan en el mercado de trabajo, así como en el seno de la empresa capitalista”.
Dentro de la lógica de Friedman, en la que los trabajadores tienen la libertad de elegir entre trabajar y mantenerse “ociosos” a cada nivel de salario real posible, la tasa “natural” de desempleo involuntario equivale a cero si, y solo si, todos los trabajadores reciben su salario de equilibrio. Así, una tasa de desempleo superior a la natural sólo podría emerger como consecuencia del accionar de los propios trabajadores (sindicatos) o de alguna otra fuerza ajena al mercado (salario mínimo dictado por el gobierno), que impida que el salario se ajuste a un nivel compatible con el pleno empleo. “Los partidarios de este enfoque sostienen, explícita o implícitamente, que el desempleo es generado por los propios trabajadores”, apuntan Abeles y Borzel.
Señalan luego que Kalecki analiza (1943) los cuestionamientos políticos y sociales a los que puede verse enfrentado el empresariado cuando predomina plena o cuasi plena ocupación, al verse amenazado el control del proceso de trabajo al interior de las firmas. “Semejante debilitamiento –cita el estudio– puede concitar en los empresarios la tendencia a promover una desaceleración general de la actividad económica, de manera de aumentar el desempleo y restablecer los fundamentos de su supremacía social y política.”
Así, no son las “imperfecciones” del mercado de trabajo las que impiden alcanzar el pleno empleo. El desempleo como instrumento de contención del reclamo salarial de los trabajadores supone el fracaso de otras instancias, no necesariamente mercantiles, de resolución del conflicto en torno de la distribución del ingreso. “La persistencia de una tasa de desempleo comparativamente baja y sostenible sólo resulta compatible con situaciones de relativa debilidad sindical; en otras palabras, incompatible con una elevación de los ingresos reales de los trabajadores”, precisa este primer retoño del Cefid-Ar, centro que dirige Guillermo Wierzba.
Aplicando esto a la situación argentina actual, los autores indican que, dados los niveles de des- y subocupación, una política monetaria que procurase basarse en el concepto de la tasa natural de desempleo (definida como aquella que no acelera la inflación) “puede propiciar, no sólo la consolidación de las reformas estructurales implementadas durante la década pasada, sino también la institucionalización de las condiciones de funcionamiento vigentes en el mercado de trabajo, así como en la distribución del ingreso heredada de la convertibilidad, y agravada por el proceso devaluatorio que acompañó su colapso”.
Ahora bien, ¿cuál es la tasa de desempleo ante la cual la (incipiente) recuperación salarial comenzará a repercutir sobre la inflación?, pregunta que ya plantearan Roberto Frenkel, miembro del consejo académico del Cefid-Ar, y Martín Rapetti en un trabajo que comentó Página/12 dos meses atrás. El hecho es que existe una relación entre control de la inflación, desempleo y distribución del ingreso. Y la convalidación o el cuestionamiento de la distribución del ingreso (la actual, por ejemplo, heredada de la convertibilidad, de la crisis en que desembocó y de la clase de salida que se le dio) “suponen una decisión política –afirman Abeles y Borzel–, no una decisión técnica que pueda quedar a cargo de una autoridad monetaria independiente de las instituciones políticas”, status que reivindica para sí el BCRA.
Este, siendo un “banco de bancos”, integra de todas formas el segmento de la banca pública, y es notable el absoluto desacuerdo que manifiestan con su línea las otras cuatro entidades estatales: Nación, Provincia, Ciudad y BICE, al menos a través de este primer fruto de su coaligación intelectual. En él se resalta, por ejemplo, que “la cuestión distributiva no sólo remite a la distribución entre trabajadores y empresarios, sino a la puja que se establece al interior del propio sector empresario. Las tasas de interés reales altas que tienden a prevalecer bajo los regímenes de metas de inflación favorecen a los sectores cuyos ingresos se asocian predominantemente a las rentas financieras, en detrimento de las actividades productivas” (y remiten a Epstein y Power, 2003).
Los partidarios de la independencia de la autoridad monetaria argumentan que sólo así la banca central puede gozar de credibilidad. Pero el extenso estudio del Cefid-Ar recalca que “no se ha podido demostrar que una mayor independencia haya permitido a los bancos centrales mejorar su credibilidad ni reducir los costos (en términos de pérdidas de empleo y Producto) asociados a las políticas de reducción de la inflación. Los estudios econométricos son concluyentes al respecto”. Los autores citan diversos análisis que demostrarían lo contraproducente que resulta la independencia de la banca central en términos de crecimiento y de los costos asumidos en el combate contra la inflación.
Algunos proponentes del inflation targeting no se conforman con el libre albedrío del Central. También recomiendan que a su frente se ponga a alguien bien conservador, que pueda confrontar con las inclinaciones cortoplacistas de las autoridades políticas (ésta era la visión de Ken Rogoff, quien fue economista jefe del FMI). Abeles y Borzel destacan que “un rasgo característico de dicha literatura es que tiende a considerar a los gobiernos electos como agentes insensatos, ineptos y oportunistas, en tanto aprecia a las autoridades monetarias como funcionarios sensatos, idóneos y consustanciados con los intereses de los ciudadanos”.
En pocas palabras: los fanáticos de las metas de inflación serían unos antidemocráticos: “La propuesta de independencia de la autoridad monetaria conforma, desde la perspectiva teórica de la ciencia o la filosofía política, un esquema institucional manifiestamente elitista, que, al independizar a la autoridad monetaria de los gobiernos electos, excluye al soberano (el electorado) de toda influencia sobre uno de los resortes fundamentales de la administración macroeconómica”.
Keynes dijo en 1923, año de la hiperinflación alemana: “La inflación es injusta y la deflación, inconveniente. De las dos, tal vez la deflación sea la peor, si excluimos inflaciones exageradas como la de Alemania, porque es peor en un mundo empobrecido provocar desempleo que decepcionar al rentista”. Este vistoso epigrama abre paso a las conclusiones del estudio, en las que se reclama, como mínimo, una discusión parlamentaria del inflation targeting, régimen que en su variante pura implica un compromiso excluyente con la meta de inflación establecida (un determinado porcentaje para cada año), siendo ella el único norte de la política monetaria (ni el crecimiento ni el empleo ni una más justa distribución del ingreso lo serán) y quedando subordinada la estrategia fiscal.
Los prerrequisitos de un régimen de metas de inflación, según la enumeración de Abeles y Borzel, abarcan: independencia del Banco Central, desregulación financiera, subordinación de la política fiscal a la monetaria, flexibilización del mercado laboral, liberalización del flujo internacional de capitales y libre flotación cambiaria. “Este conjunto de precondiciones institucionales puede restringir severamente la capacidad para diseñar autónoma y democráticamente la política económica del país”, denuncian los bancos públicos y Credicoop. Para mostrar cómo los “mercados” devendrán auditores últimos de la política económica del gobierno, los autores exponen el siguiente ejemplo.
Supóngase que el gobierno impulsa una reforma impositiva que eleve la presión tributaria sobre la renta financiera. La sola deliberación del proyecto provocará una fuga de capitales, situación ante la cual se sugiere que el Estado permanezca inerme. Frente a la salida de capitales, con el consiguiente peligro de depreciación de la moneda e inflación, el Central elevaría la tasa de interés, con lo que caería la actividad económica. De modo que, pensándolo mejor, el gobierno concluirá que más le valdrá abstenerse de introducir la reforma mencionada, o cualquier otra que afecte los intereses del capital financiero.