Sáb 31.07.2004

ECONOMíA  › PANORAMA ECONOMICO

Sacando cuentas

› Por Julio Nudler

“¿Cómo querés que lo arregle?” es una pregunta que, según fuentes internas, es un clásico en la Auditoría General de la Nación, donde todo, absolutamente todo, es materia de negociación entre gente políticamente alineada, aunque esos alineamientos sean mutantes. Otro símbolo, en este caso metafórico, es el del tacho de agua lavandina: en él se remojan los informes de auditoría para lavarlos y desteñirlos, de modo que puedan ser aprobados por consenso (mínimo común denominador) en el Colegio de Auditores Generales, siete personas que cobran 10 mil pesos de sueldo, más gastos de movilidad y refrigerio, y manejan un presupuesto millonario con el que, por ejemplo, pueden tomar a 325 contratados y pasantes. Algunos de éstos son estudiantes de historia del arte o psicólogos, aunque no sean especialidades aptas para los menesteres del organismo. Pero nadie es quién para discutir un nombramiento porque la AGN está dividida en cotos de caza, y nadie pisa la quinta ajena.
La Auditoría es una típica criatura del Pacto de Olivos. Un organismo parlamentario de control, de rango constitucional, presidido por la oposición. Absolutamente maravilloso. Pero en diez años nadie fue preso por un informe de la AGN, pese a que los gobiernos batieron records de corrupción y mala gestión. La distancia entre la teoría y la práctica es abismal. El artículo 85 de la Constitución Nacional de 1994 establece que “el control externo del sector público nacional en sus aspectos patrimoniales, económicos, financieros y operativos será una atribución propia del Poder Legislativo. El examen y la opinión del Poder Legislativo sobre el desempeño y situación general de la administración pública estarán sustentados en los dictámenes de la Auditoría General de la Nación...”, etcétera. Pero entre tanto...
Un rasgo que contribuye a la inoperancia es la conducción colegiada del organismo, que diluye la responsabilidad. El presidente –actualmente Leandro Octavio Despouy, radical– es la cara visible y maneja las relaciones externas de la casa pero es, en los hechos, un auditor general más. Uno entre siete. Por tanto, es falso que la oposición tenga el control de la Auditoría, incluso si se aceptase la peregrina idea de que el radicalismo encarna hoy la oposición. Es apenas un resabio, como resabio es el cargo de auditor general que ostenta el frepasista Mario Fadel, para no hablar del menemista César Arias ni de Francisco Javier Fernández, que fue asesor de Rodolfo Barra.
El presupuesto de la AGN para este año es de 30 millones. La “unidad ejecutora” que más plata se lleva es el Colegio de Auditores Generales, con más de 5,7 millones, repartidos entre sus siete miembros y su personal de gabinete. Del total del presupuesto, sólo la mitad se destina a tareas de auditoría propiamente dichas. El resto se gasta en funciones de dirección y de apoyo. El Colegio decide el programa de auditorías para cada año, que es fruto de minuciosas negociaciones políticas, al igual que el contenido de los informes. Algunos de éstos, enojosos, quedan cajoneados eternamente. Las negociaciones no atañen sólo a cuestiones políticas, sino también a domésticas pujas por espacios de poder, por manejo de fondos, designaciones y cosas por el estilo.
En realidad, el Colegio no gobierna efectivamente al organismo porque, en cierto modo, éste no existe. Lo que hay son siete cotos de caza. Cada auditor general manda sobre un séptimo. Su pedazo de AGN es ése. Pero esto tampoco es tan así porque la transversalidad no es admitida. Un justicialista, por más auditor general que sea, no puede sancionar de ningún modo –remover, desplazar, etc.– a un gerente si éste es radical. Tampoco al revés. Si se lo quiere quitar de encima tiene que negociarlo políticamente en la cúpula.
Hay un caso que fue muy comentado. El auditor general Fernández les soltó la mano a dos contratados que eran gente de Eduardo Menem. Pero como el hermano Eduardo reclamó por ellos, el auditor Gerardo Palacios, otro PJ y menemista periférico, los rescató, absorbiéndolos en su cupo. En cuanto a los radicales y especialmente al frepasista, como en realidad ya no cuentan detrás de ellos con un aparato partidario orgánico y gravitante, van mudando de alianzas. Habiendo desaparecido la Alianza, Fadel está hoy reubicado como oficialista.
La ocupación de las casillas siguió una lógica estricta. Todo gerente radical tendrá un subgerente justicialista, y el jefe de departamento deberá ser radical. Y al revés si el gerente es justicialista. Un documento interno al que tuvo acceso Página/12 indica que la duración en el cargo de gerentes, subgerentes y jefes departamentales queda supeditada a la permanencia del auditor general que los nombró, por lo que, de hecho, son también funcionarios políticos. En cuanto al personal profesional y a los pasantes, asignados a las gerencias para tareas de campo, sus contratos y pasantías tienen la renovación atada a la permanencia del correspondiente auditor general y a su voluntad de recontratación, lo que también les confiere carácter político.
Siendo atribución del Colegio de Auditores proponer el programa de acción anual de la AGN, lo que implica decidir sobre las áreas del sector público que serán controladas en cada período, difícilmente se pueda pensar –señala el documento– que la negociación política esté ausente al momento de decidir lo que se va a controlar. “A su vez –prosigue–, como los funcionarios jerárquicos que preparan la programación específica de cada auditoría proponen sus alcances, difícilmente se pueda suponer que esos alcances estén exentos de alguna consideración política.”
El crítico texto se cierra con un interrogante: “Si el control del sector público está dominado por decisiones y negociaciones políticas a todo nivel, el control que les sirve a los ciudadanos ¿dónde está?”. En algún sentido, el propio presidente de la AGN parece coincidir con este diagnóstico. En el sitio del organismo en Internet, Despouy ha hecho un lugar para sus opiniones, incluyendo una sobre la dictadura militar. Pero sobre el tema que le concierne dice que “en una crisis de credibilidad tan profunda como la que vivimos en nuestro país... debemos tener clara conciencia de que cualquier reforma del Estado que se emprenda (¿cuándo?, ¿dónde?) no podrá omitir, en ningún caso, la de sus propios organismos de control”. Lamentablemente, allí pone punto final.
En general, lo que producen los 760 empleados de la AGN no son auditorías de gestión, como deberían, sino contables, que consisten en mirar si están los comprobantes. La gente no tiene mayores incentivos para mejorar la pobre performance del organismo porque una actitud incisiva es probable que en lugar de un premio les acarree un castigo. Nadie sabe qué pudo haberse negociado políticamente por encima suyo. Con el tiempo, el personal más capaz fue siendo reubicado donde no pueda molestar.
La lista de los servicios que la Auditoría debería prestar a la sociedad, depurando la gestión pública (que involucra desde el Pami hasta los hospitales, desde la deuda hasta la policía), y no presta, o presta mal, es abrumadora. Una tarea clave es emitir dictamen sobre la Cuenta de Inversión, según dispone la Constitución. Pero la gerencia encargada de hacerlo, analizando con lupa la rendición de cuentas que el Poder Ejecutivo le presenta anualmente al Congreso para justificar qué hizo con las autorizaciones de gasto que el Parlamento le concede al inicio del ejercicio fiscal, sólo recibe el 5,1 por ciento del presupuesto de la AGN porque el Colegio de Auditores Generales tiene prioridades más importantes. Más allá de la retórica, la necesidad de terminar con la corrupción y la ineficiencia no parece arraigar aún en los cuerpos políticos.

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