ECONOMíA
› SOBRE EL NUEVO LIBRO DE PAUL KRUGMAN
Las cosas que se quiebran
Moderado y con cierta conciencia social, pero en absoluto progre, es un académico que escribe columnas en los diarios de EE.UU. Acaba de publicar una colección durísima, que muestra no tanto que él se corrió a la izquierda sino que Bush es muy, muy derechista.
Por Maximiliano
Montenegro y Miguel Olivera
¿Cómo es posible que un economista académico como Paul Krugman, que escribe desde su torre de marfil en la Universidad de Princeton, se haya convertido en el principal analista político de los Estados Unidos? La respuesta está en El gran
resquebrajamiento (Ed. Norma, 2004), su último libro, una recopilación de las 100 mejores columnas publicadas por el economista en The New York Times.
Las omisiones del periodismo político norteamericano contribuyeron a que Krugman haya saltado en los últimos años de las crípticas páginas de la academia a los medios masivos. Pero basta leer cualquiera de sus artículos para darse cuenta de que dentro del universo de los economistas lo suyo sobresale por ser de aquellos que logran traducir al lenguaje más simple conceptos complejos, siguiendo la tradición de grandes divulgadores como John K. Galbraith y Milton Friedman.
Krugman es un pensador independiente y la prueba es que en uno de sus libros anteriores (Peddling Prosperity, algo así como Vendiendo prosperidad) se ocupó de criticar tanto a los mediáticos “estrategas” de las políticas industriales activas del gobierno de Bill Clinton como a los “mercachifles” de la “economía de la oferta” (la idea de bajar impuestos para recaudar más), heredados de la época de Reagan, que terminaron favoreciendo siempre a un reducido segmento social.
Sin embargo, algo se rompió en El gran resquebrajamiento, porque aquí las críticas de Krugman tienen una naturaleza política y una virulencia retórica inusual. “Hablar de economía requiere, cada vez más, abordar el tema de la política”, apunta, y no es casual que la introducción del libro (la única parte no publicada antes) esté dedicada al cambio en la política norteamericana. Es, cuenta Krugman, la historia del control de la Casa Blanca por parte de la “derecha radical”, un “poder revolucionario” en el sentido de ser “un movimiento cuyos líderes no aceptan la legitimidad del sistema político actual”.
¿Cuáles son las instituciones que este poder revolucionario de derecha no acepta? Por ejemplo, instituciones de la seguridad social como el seguro de desempleo o la cobertura médica universal. En otros ámbitos, como la política exterior, la derecha radical elige la intervención militar. Cuestiona la separación de la Iglesia y el Estado, proponiendo “la interpretación bíblica del mundo” o denunciando la enseñanza de la teoría de la evolución en los colegios. Y hasta jaquea la legitimidad del proceso democrático, como lo revelan los “operativos políticos pagos” que “cerraron el recuento de votos en Miami”.
Como el orden del libro es temático, sin respetar el orden cronológico de publicación de los artículos, el lector se pierde la conversión del autor, desde el economista profesional que criticaba aspectos parciales de las políticas de Bush hasta el declarado enemigo intelectual de toda una administración. La indignación que traslucen los últimos artículos no estaba presente en los primeros. De hecho, más de una vez el propio Krugman discute con algunos moderados –y con su propio pasado– y se sorprende de la escasa reacción que hay frente a las manifestaciones de este poder revolucionario.
Otro ejemplo de acción radical es la política tributaria. En la década del noventa, “los líderes republicanos del Congreso trataron de pasar grandes recortes de impuestos, tanto en los buenos tiempos como en los malos, en déficit y superávit”. Pero la política de Bush fue más lejos: eliminó todos los impuestos a los ingresos de capital –desgravó a los ricos–, quedando gravados sólo los salarios. Es decir, “un sistema en el cual los ingresos que uno ha trabajado son gravados, pero los que uno no ha trabajado no se gravan”. La reacción política fue tibia. La política exterior estaba “determinada a tener una guerra con el Medio Oriente”. La guerra contra Irak se justificó primero “por supuestos vínculos entre Saddam Hussein y Al Qaeda”, luego por la supuesta existencia de armas de destrucción masiva y finalmente por la idea de instalar un gobierno democrático en Irak. Una vez más, los moderados bienintencionados apoyaron la guerra.
Krugman detecta un “patrón común” que se extiende a la política energética, la política ambiental, la educación y la salud. Los funcionarios a cargo siempre tienen antecedentes de posiciones “radicales” y sus propuestas comprenden objetivos “radicales”. Sin embargo, los moderados intentan conciliar creyendo que podrán quedar a mitad de camino.
Krugman interpreta: “Las personas que han estado acostumbradas a la estabilidad no pueden llegar a creer lo que está pasando cuando se encuentran con un poder revolucionario y, por lo tanto, no son efectivas para oponerse a él”.
La amplitud de temas de los que se ocupa Krugman se corresponde con su prolífica producción académica. Así, explica con solvencia las fallas de mercado que llevan a una burbuja especulativa en la Bolsa o el fracaso desregulatorio que terminan en una crisis eléctrica en California. Pero una vez más el origen de los funcionarios es importante: hay muchos hombres en el gobierno que hicieron fortunas especulando con acciones o provienen de empresas petroleras y energéticas.
El gran resquebrajamiento cuenta una historia conocida para los lectores atentos de las columnas de Krugman, que ocasionalmente aparecen en medios locales. Sin embargo, es algo más que esa historia. Es el testimonio de un economista moderado que apoya el libre comercio y la protección social, que se anima a abandonar la torre de marfil de la academia y que termina convirtiéndose en un crítico obsesivo de Bush, denunciando a una derecha con una agenda radical. No es que Krugman se haya corrido a la izquierda. Es simplemente que el gobierno de los Estados Unidos se corrió al extremo derecho.