Sáb 08.06.2002

ECONOMíA  › PANORAMA ECONOMICO

Balada del economista típico

› Por Julio Nudler

Ser economista en la Argentina ya no es lo mismo que antes. ¡Ah tiempos viejos que no volverán! Hasta hace poco, el economista típico, vinculado por concepción a las universidades estadounidenses y, por su billetera de profesional, a empresarios y financistas de aquí y de afuera, y en muchos casos a universidades privadas locales, recomendaba políticas ceñidas a la sana receta neoliberal. Estas invariablemente prescribían la reducción del gasto público, con lo cual el mayor empleador del país, sobre todo en las provincias pobres, debía despedir sistemáticamente trabajadores. La expectativa era que de ese modo quedara más espacio para el crecimiento de la actividad privada, elevando la productividad media de la economía y generando más empleos mejor pagos a la vuelta de todo el proceso. El empequeñecimiento del Estado también podía lograrse mediante privatizaciones, que a su vez conducían a masivas cesantías en las empresas traspasadas.
El aumento de la tasa de desempleo y la creciente exclusión social no perturbaban al economista típico en su vida concreta. Ganaba altos ingresos en dólares, gozaba de prestigio en los círculos sociales que le concernían y era un opinador obligado a quien consultaban inversores, políticos y periodistas. Fruto de esa expectabilidad, Ricardo López Murphy se abre paso como candidato presidencial de la derecha y Miguel Angel Broda pudo fácilmente costearse un viaje a Japón para el Mundial. Ni el terrible fracaso económico del país ni la vertiginosa devaluación son impedimentos para ellos.
Pero el economista típico no es un marciano. El y su familia viven en la ciudad, o en barrios acomodados del contorno. Comparte así el creciente miedo ante el avance de la degradación ajena. El espacio público, y hasta el privado, se impregnan de peligros. Los límites entre el territorio de los pudientes y el de los desposeídos van volviéndose permeables. El economista típico teme que lo asalten en su bien equipado domicilio, o que le secuestren a un hijo y lo extorsionen, o que lo atraquen al salir de la autopista que lo lleva a su verde refugio de fin de semana. También le desagrada y lo inquieta cruzarse por la calle con hambrientos y carenciados, que le descubren olores que no había conocido. El escozor nasal de la miseria. ¿A quién recurrir, cómo exigir que protejan su status, ése que razonablemente debería resguardarlo del roce con realidades inmundas para él?
El economista típico nunca dedicó mucha atención a la policía. Ahora siente que la necesita, pero no sabe si puede confiar en ella. Ni siquiera la encuentra a su alrededor para tranquilizarlo. Tampoco se ocupó mayormente de la Justicia, ni del sistema carcelario ni de ese vidrioso mundo de la economía informal, de aquélla que le enseñaron a denominar “no registrada”. Pero ahora la registra: está en cualquier vereda, alrededor de cualquiera de esos enclaves de compras y plastificado placer que brotaron llave en mano durante los delirantes ‘90. Hay, sin embargo, algo más que el espectáculo de la pobreza: en la cara de esos pobres aparece un gesto amenazador. Esta es una novedad.
Ellos también se han dado cuenta de que las demarcaciones están borroneándose, y que, al avanzar, con sus pies las pueden eliminar. ¿Cómo detenerlos? ¿Llegó la hora de las cachiporras? ¿Pero no son demasiados para poder reprimirlos? ¿Cuál es la alternativa entonces: dejar que sigan ganando terreno a voluntad? Por ahora se conforman, en su mayoría, con las sobras: piden limosna, recogen cartones o maderas astilladas, hurgan en la basura de las clases superiores. Pero así como los supermercados han ido blindando sus ventanales, ¿qué pasará si los descalzos van a por los calzados, los burgueses?
El economista típico vio los veraniegos cacerolazos de la clase media con simpatía. Los leyó de acuerdo a su Weltanschauung: era el ruido de los que estaban hartos de los políticos populistas, ineptos, corruptos; el estruendo que reclamaba una Argentina seria, que encomendara su conducción a un staff de managers que lucieran sus MBA. El país-empresa, eficiente, parametrable. ¡Fuera De la Rúa! ¡Fuera la Corte! Pero luego avanzaron sobre los bancos, destruyeron cajeros, llamaron ladrones a los grandes banqueros. La algarada se convirtió en convulsión. Instituciones sagradas tuvieron que recurrir al chapón como respuesta.
Lo que ni el economista típico ni la clase media encolerizada comprendieron fue la implicancia de arrollar las barreras, de cruzar la raya amarilla hasta entonces respetada. Porque detrás de los pequeños burgueses y de los ahorristas despojados pueden venir los que realmente no tienen nada que perder, ni opción alguna entre el riesgo Estado y el riesgo banco. En estado de anomia, ¿cómo defender la colina? No se trataría ya del piquete, del corte de ruta, de la columna pacífica que se propone alcanzar la Plaza de Mayo. Se trata de la propiedad privada, de la integridad física, de la sujeción del prójimo a las reglas, aunque lo perjudiquen. Cuando a la tradicional injusticia social se suma el fracaso colectivo, ¿quién dictará el orden, preservará el reparto, custodiará lo adquirido?
¿Cómo haría hoy el economista típico, acuciado por los mismos temores que ve en el rostro de sus parientes y sus vecinos para recomendar el despido de 300 mil estatales, la cesantía de 50 mil bancarios, el cierre de decenas de organismos? A los echados va a encontrárselos al doblar la esquina, se le meterán en su vida diaria, lo van a perseguir, aunque más no sea a través de sus aprensiones y secretos pánicos. La falta de trabajo, el desamparo, la desesperación ya no suceden en otra parte, a otra gente. Paulatinamente, la desgracia social se infiltra en la losa de las plantas altas. Ahora el economista típico tiene que pensar en otros términos. Por egoísmo, por instinto de conservación debe inventar programas que busquen una salida para todos, que incluyan, que contengan, que no se asienten sobre la expiación del ajuste como precio a pagar por los excluidos para la hipotética redención del conjunto. ¿Pero esto se enseña en Chicago o en el CEMA? ¿Y estará él a tiempo de aprenderlo?

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Nota bene: Este comentario ocasional fue escrito durante el mediodía de la víspera, bajo el abatimiento de todo argentino que acababa de ver perder a su selección por esa inconvertibilidad de goles que afectó a los atacantes albicelestes. Una victoria tal vez hubiese desdramatizado algún rasgo situacional del economista típico, en la pesarosa descripción que encabeza estas líneas, pero Seaman no lo permitió. En todo caso, ni los jugadores de Bielsa pueden cargar con toda la responsabilidad de alegrar a la patria, ni ser el economista típico su único salvador posible. También la economía es un juego en equipo.

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