Un sociólogo, un historiador y una investigadora de derechos humanos coinciden en que no hay transgresión sino una larga costumbre, una cultura, de no hacerse responsables.
› Por Pedro Lipcovich
Cualquier día de 2006, un automovilista argentino cruza en rojo y atropella a un peatón; un día de 1776, varias familias, de las que serán llamadas patricias, celebran porque el Rey les ha permitido pasar del contrabando al monopolio legal; en 1839, los “Libres del Sur” se alzan en armas porque el Estado pretende hacerles pagar impuesto a la riqueza; de regreso en 2006, en cualquier café, alguien comenta que los argentinos “somos transgresores”, sin saber que se equivoca. El rompecabezas incompleto, el aleph trucho que integran estas escenas ensaya –desde las voces de un sociólogo, un historiador y una investigadora en derechos humanos– una aproximación a los resultados, a la vez obvios y sorprendentes, de la encuesta encargada por la AFIP.
“Más todavía que ‘cultura de la transgresión’ hay que decir: una cultura de la irresponsabilidad –sostuvo Mario Margulis, profesor de Sociología de la Cultura en la UBA, al comentar los resultados de la encuesta sobre percepción de la transgresión en los argentinos–. Esto fue muy visible en un hecho espectacular como Cromañón, pero se hace presente todos los días en los accidentes de tránsito, donde se ve que el tema no concierne al respeto burocrático por las normas sino al cuidado de la vida humana.”
“Es cierto –continuó el sociólogo– que la responsabilidad por el otro, la cooperación, se construyen a lo largo del tiempo, en comunidades que se sienten unidas por valores compartidos. La erosión de esos lazos, en la Argentina, no puede desvincularse de los graves acontecimientos históricos que se vivieron, ante todo, durante la última dictadura, cuando el Estado mismo se tornó delincuente, y durante el menemismo, cuando un espíritu frívolo e irresponsable se instaló desde las altas esferas: todo el mundo piensa que el dinero de los impuestos no es tratado con honestidad. Para que en las personas se incorpore la disposición al cumplimiento de normas, debe haberse instalado una confianza que no es espontánea sino construida en la experiencia.”
Sin embargo, según apuntó Silvia Delfino –investigadora del Area Queer en Filosofía y Letras de la UBA e integrante de la Liga Argentina por los Derechos del Hombre–, “es falso que haya algo como una idiosincrasia de prácticas transgresoras en la Argentina: no hay que plantearlo en términos tan generales. Por ejemplo, la mayoría de los encuestados percibe como frecuente que alguien esté dispuesto a comprar bienes robados: esto responde a experiencias de impunidad, que son históricas. ¿No es sorprendente que la AFIP pregunte por la transgresión –ironizó Delfino– cuando forma parte de un Estado que, en su relación con la sociedad civil, tiene una trayectoria de impunidad que hemos examinado los que trabajamos contra las prácticas represivas?”.
“Esa impunidad institucional –continuó– se presenta, ideológicamente, como garantía de un orden: la impunidad de los delitos cometidos por las ‘fuerzas del orden’ fue entendida como forma de controlar a los desordenados o descontrolados. Durante muchos años, en nombre del control y del orden se admitió la mano dura.”
“Entonces, no es extraño que, interrogados respecto de la transgresión, los argentinos tendamos a imaginarnos según esa supuesta idiosincrasia que nos presentan los medios de comunicación. En realidad, si muchos estuvieran dispuestos a comprar un objeto robado, ¿no se trata de que a la historia argentina subyace una trama de impunidad que abarca también la formación y el pago de la deuda externa, como las operaciones mafiosas de las empresas? El que va a comprar un objeto robado no lo hace por efecto de su libre deseo en el mercado liberal, sino como consecuencia de una cultura de la impunidad que es ante todo política; no se trata de una ‘naturaleza transgresora’ de los argentinos”, concluyó Delfino.
Si esa transgresión tiene raíces históricas, ¿cuándo empezó esa historia? Horacio Gelman –titular de Historia Argentina en la UBA– recordó que “todavía antes de la creación del Virreinato del Río de la Plata, elvínculo entre la población y la legalidad era muy débil. La Corona necesitaba a Buenos Aires para proteger geográficamente a Potosí, pero a la vez obligaba a que el tráfico comercial desde Europa se efectuara por Lima, llegando al Pacífico, con costos carísimos, por lo cual el contrabando por Buenos Aires se hacía irresistible. Todas las grandes familias se dedicaban al contrabando y al tráfico de esclavos. Cuando se creó el Virreinato, en 1776, esas mismas familias obtuvieron el monopolio legal del comercio”.
“En la mayor parte del siglo XIX –continuó el historiador–, la Argentina resolvió sus problemas fiscales mediante impuestos a las importaciones; algo parecido al IVA, un impuesto que se paga casi inadvertidamente cuando uno compra algo. En 1821, se intentó crear un impuesto a la riqueza, pero sin éxito. En 1839, como el bloqueo francés había cortado el comercio internacional, el gobierno intentó cobrar impuestos directos y ésa fue una de las causas del levantamiento llamado ‘de los Libres del Sur’, estancieros bonaerenses.”
“En la última parte del siglo XIX y la primera parte del XX, un mayor consenso entre los sectores dominantes permitió una consolidación de la autoridad y legitimidad del Estado, pero eso volvió a perderse ante la corrupción de las elites. El no respeto a la ley, desde las autoridades, consolida una cultura donde la transgresión está representada por el repudio al sistema fiscal”, observó Horacio Gelman.
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