ECONOMíA › PANORAMA ECONOMICO
› Por Alfredo Zaiat
En un reciente reportaje el economista e historiador Pablo Gerchunoff expuso una idea esclarecedora. Dijo que “hay que evitar juicios de valor estables en una situación dinámica”. Esa no es una tarea sencilla en una sociedad crispada en los máximos niveles de la dirigencia política y empresarial. Cualquier observador desapasionado se da cuenta de que unos y otros pecan de sectarismo y lectura de ojo tuerto sobre la realidad. El debate que se ha instalado en medios académicos y de comunicación está dominado por representantes de cada uno de esos bandos de la verdad excluyente. Discusión que sólo dirige a un callejón sin salida y sólo sirve para exacerbar antinomias y dogmatismos. Esas tensiones reflejan, en realidad, la batalla por la hegemonía del poder, que hoy está en otras manos de las que la cobijó en años pasados. No es irrelevante esa pelea y resulta interesante abordarla en toda su dimensión para entender los intensos cruces que se producen y no caer en infantilismos morales y en pacatos gendarmes de los buenos modales. Pero esa puja alrededor del poder, en general, distorsiona el análisis del actual proceso económico y social.
En las últimas semanas se ha generado una discusión sobre indicadores de distribución del ingreso. Más allá de aspectos metodológicos para la elaboración de diversos índices referidos a ese tema, la lectura de ese proceso tiene una principal conclusión: el reparto de la torta sigue siendo muy inequitativo. Después, esos estudios revelan que la situación está en un tránsito demasiado lento de mejoría en los últimos tres años, a la vez que todavía sigue estando peor que en décadas pasadas. No es un problema exclusivo de Argentina, lo que no es ningún alivio, sino que se trata de un fenómeno mundial de empeoramiento distributivo. Por ese motivo, resulta relevante tanto la intención –manifestada reiteradamente en discursos– como la acción –en ese aspecto, el modelo del dólar alto está mostrando limitaciones– del Gobierno en esa cuestión.
El desarrollo del mercado laboral actúa como señal potente sobre la tendencia de la distribución del ingreso. El retroceso del desempleo todavía no ha impactado con intensidad en el esquema de reparto de la riqueza. Como explica Gerchunoff, ya no existe un mundo del trabajo integrado y una sociedad homogénea, lo que hace necesario aplicar políticas públicas “que acompañen el aumento del empleo y de los salarios reales”. Para que esas iniciativas focalizadas tengan probabilidad de éxito se requiere de instrumentos analíticos más refinados de los conocidos para llegar con eficacia a ese objetivo. Una de esas herramientas novedosas es el Indice de Fragilidad Laboral (IFL), indicador construido por un equipo de técnicos liderado por Daniel Kostzer en el Ministerio de Trabajo, con el apoyo del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo. Ese índice del mercado de trabajo da cuenta de los déficit de cantidad, calidad del empleo e ingresos en forma global, para evaluar la capacidad de los hogares para satisfacer un mínimo de requerimientos materiales.
“Generalmente el análisis del mercado de trabajo se ciñe a una o dos variables centrales (tasa de desempleo o de empleo) que, si bien son bastante elocuentes por sí mismas, no permiten visualizar las complejidades y la heterogeneidad de un concepto como la fragilidad laboral”, se explica en el documento de presentación del IFL. Con un diagnóstico audaz teniendo en cuenta que proviene de una dependencia oficial, se destaca que “el mercado de trabajo actual en Argentina dista mucho de proveer un trabajo decente (que se da en condiciones de libertad, seguridad y dignidad, en el cual los derechos son respetados y cuenta con remuneraciones adecuadas y protección social) y en la cantidad necesaria para absorber la oferta laboral local”. Fragilidad laboral se definió en base al concepto de Robert Castel de vulnerabilidad: los hogares y los individuos vulnerables se enfrentan a un riesgo de deterioro, pérdida o imposibilidad de acceso a condiciones laborales, habitacionales, sanitarias, educativas, previsionales, de participación y de acceso diferencial a la información y a las oportunidades. “La riqueza analítica del concepto de vulnerabilidad –precisa el informe– radica en que no sólo no restringe su aplicación a las carencias actuales (pobreza) sino que también permitiría aplicarse para describir situaciones de riesgo, de debilidad y de precariedad futura a partir de las condiciones registradas en la actualidad.”
El IFL es un índice compuesto integrado por los siguientes indicadores:
a) déficit de empleo (desempleo y porcentaje de planes de empleo en ocupados totales);
b) precariedad (subempleo, sobreempleo, empleo no registrado y desempleo de jefes de hogar sobre el total);
c) pobreza e ingresos (porcentaje de hogares pobres, Coeficiente de Gini de los ocupados, canasta básica total sobre ingresos total familiar y tasa de dependencia –cuántas personas dependen de un perceptor de ingresos en promedio–).
Los indicadores de cada una de esas dimensiones de fragilidad se construyen haciendo un promedio simple de las variables que lo integran. A su vez el índice general (IFL) se conforma como un promedio de los tres indicadores calculados.
Esta extensa explicación técnica aporta a la necesaria comprensión de la extrema complejidad de la actual situación sociolaboral y de ingresos. No hay mucha discusión acerca de que hoy son muy elevados los niveles de exclusión y de inequidad en la distribución de ingresos. La cuestión es cuánto mal se está, cuánto se ha mejorado en los últimos años y cuánto hay todavía por mejorar. El IFL sirve como una aproximación a esas dudas. Ese índice (es positivo cuando se acerca a 0 y es negativo cuando está más próximo a 1) bajó de 0,529 a 0,463 en el segundo semestre del año pasado respecto al mismo período de 2004. El indicador que mostró menos avances fue el de la precariedad, y en signo opuesto fue del déficit de empleo. Traducido: está bajando la desocupación pero las condiciones laborales siguen siendo malas.
Por eso mismo, el crecimiento a tasas chinas impulsado por un dólar alto genera más empleo, pero ese proceso no mejora por sí solo la calidad ni impulsa un reparto equitativo de la riqueza. Entonces, retomando la idea de Gerchunoff enunciada al comienzo del panorama, dejando de lado juicios de valor estables (el problema de la desocupación, que sigue estando en tasas críticas pero con tendencia sostenida a la baja) en una situación dinámica (el nudo principal hoy es la calidad del empleo), las políticas públicas tienen que adaptarse para que el trabajo decente no sea simplemente una categoría novedosa de organismos internacionales.
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