Sáb 14.10.2006

ECONOMíA  › PANORAMA ECONOMICO

Desigualdad

› Por Alfredo Zaiat

La increíble ley de incentivos impositivos para la exploración y explotación de hidrocarburos aprobada por el Senado el miércoles pasado es la expresión más contundente de que el camino para mejorar la distribución del ingreso es contradictoria y compleja. El Estado resignará recursos fiscales para que uno de los sectores ganadores del anterior modelo del dólar bajo y del actual del dólar alto, beneficiario además de un contexto internacional extraordinariamente favorable con el precio del barril por las nubes, tenga motivaciones para invertir. Las petroleras están registrando ganancias inéditas en sus balances, hasta lograr que la estadounidense Exxon haya trepado al liderazgo del ranking mundial de empresas con más utilidades anuales. Los ejercicios de las compañías que operan en el país, como los de Repsol y Petrobras, también contabilizan ganancias record. La única explicación del despropósito de perder millonarios ingresos fiscales a favor de las petroleras es el inmenso poder de lobby que exponen con éxito esas compañías. El Gobierno convalida así en los hechos, manteniendo un discurso opuesto, la falacia de que no invierten porque no existen incentivos de precios por los demorados ajustes de tarifas y, por lo tanto, necesitan una compensación por vía de desgravaciones impositivas para destinar fondos para ampliar la frontera de producción. En este caso no se escuchan cacareos de la ortodoxia sobre la transferencia de subsidios al sector privado.

Para algunos esa ley puede ser muy importante y para otros irrelevante en función de pensar caminos para mejorar la distribución del ingreso. Pero más allá de un mayor o menor impacto en esa cuestión resulta evidente que no se trata de una asignación de recursos públicos con criterios de equidad distributiva.

No es una tarea sencilla avanzar en la travesía para mejorar el reparto de la riqueza. No es una dificultad exclusiva de Argentina como lo reflejó de manera involuntaria el último ranking de multimillonarios de la revista Fortune: la riqueza de los diez primeros magnates, con Bill Gates ocupando el primer lugar, es igual al Producto Bruto de los 48 países más pobres del planeta, donde habitan 540 millones de personas. Pero esa complejidad que queda al descubierto en esas cifras obscenas no es fruto de un proceso autónomo, sino que es consecuencia de la manera en que una sociedad se organiza en el terreno económico. Atacar la desigualdad no es una tarea de aspiraciones porque en esa manifestación no hay desacuerdos. El desafío es instrumentar una política económica que permita alterar la dinámica inequitativa de cómo la población participa tanto en la creación como en la apropiación de riqueza.

En el valioso documento Distribución funcional del ingreso en Argentina. Ayer y hoy, elaborado por Javier Lindenboim, director del Centro de Estudios sobre Población, Empleo y Desarrollo, dependiente del Instituto de Investigaciones Económica de la Facultad de Ciencias Económica (UBA), junto a los investigadores Juan Graña y Damián Kennedy, se precisa que en los últimos años el análisis acerca de la apropiación de la riqueza se ha centrado en el ingreso personal (brecha por deciles). De esa forma, la distribución del producto de una sociedad “presenta un carácter genérico, independiente de la forma de organización social de la producción”. La estadística más reciente que difundió el Indec y que provocó el beneplácito público del presidente Néstor Kirchner fue que la brecha entre el 10 por ciento más rico y el 10 por ciento más pobre se ubica en 31 veces. Sin ignorar que ese indicador ha mejorado desde el pico de desigualdad de comienzos de este siglo, ese índice es el de peor calidad para evaluar cómo se distribuye el ingreso. El coeficiente de Gini es una versión más estilizada de esa estadística y también ha mostrado un recorrido positivo, aunque a un ritmo muchísimo más lento que la intensidad del crecimiento de los últimos cuatro años.

La debilidad de esos indicadores reside en que subestima la participación de los más ricos y sobreestima la de los más pobres. Ello se debe a varios factores. Por un lado, a que una estructura tributaria regresiva determina que los sectores ubicados en la parte superior de la pirámide pagan menos impuestos en relación con sus ingresos respecto de los integrantes de la base y, por otro, que a medida que se va subiendo en los estratos aumenta la subdeclaración de los ingresos. No sólo de las retribuciones por su labor habitual, sino también por ingresos ocultos cuyo origen son las abultadas tenencias de fondos depositados y de propiedades en el exterior, con las consiguientes rentas.

“Les pido a los que tienen responsabilidades no enamorarnos a ciegas de los números y ver que en esta Argentina ha quedado gente absolutamente quebrada y dañada por el terrible proceso económico que nos tocó vivir en la última década”. Esa declaración de principios, que para un gobernante significa contar con un inusual sentido común, fue pronunciada por Kirchner al lanzar uno de los tantos planes habitacionales hace un par de años. Pero la tentación en muchas ocasiones y más cuando se trata de mostrar indicadores económicos positivos es irresistible, incluso para alguien que convoca a los suyos a no autoengañarse con cifras de la recuperación. Este debate se pude dar cuando la economía está avanzando, y resulta obvio que es mejor estar transitando un sendero de crecimiento que uno de caída. Pero teniendo fresca en la memoria la devastadora experiencia de la fantasiosa bonanza de la convertibilidad vale recordar que el crecimiento es condición necesaria pero no suficiente para que haya una mejor distribución del ingreso.

Alterar la regresiva distribución del ingreso requiere de la aplicación de más instrumentos de política económica de los que hoy se utilizan. Revertir la distribución desigual vía actuación del mercado es una estrategia insuficiente, aunque brinde pequeñas satisfacciones. Ese camino del mercado hoy consiste en descansar en el aumento del empleo gracias al crecimiento de la economía, siendo clave una inflación bajo control. Y ese crecimiento es fruto de tener precios relativos (una moneda devaluada) favorables a la absorción de empleo. Pero esa política no resuelve el tema distributivo. Para ello la discusión no sólo debe estar centrada en la brecha de ingresos y en cómo el Estado captura y asigna recursos, sino en la distribución primaria de la riqueza. Esto es, cómo se genera la desigualdad del reparto en la producción de bienes y servicios. Esto significa cómo se asigna la riqueza generada por la sociedad entre los asalariados y el sector empresario. Un indicador relevante para medirlo es la participación de la masa salarial total en el ingreso susceptible de ser distribuido. Lamentablemente, desde mediados de la década del setenta el análisis de la distribución funcional del ingreso ha sido relegado a un segundo plano, hasta prácticamente desaparecer.

El último trabajo oficial que permite una investigación integral de la manera en que se reparte el producto social es el del Banco Central de 1975. En ese año se publicó el Sistema de Cuentas del Producto e Ingresos de la Argentina, que abarcó el período 1950-1973. En ese lapso se presenta la distribución más favorable a los asalariados. El porcentaje promedio de apropiación supera el 44 por ciento. En el último año de esa serie, esa cifra fue del 47 por ciento, para luego comenzar un prolongado período de caída, evolución que se acelera de manera abrupta en los noventa.

En los dos primeros gobiernos de Juan Domingo Perón se presenta la distribución más favorable a los asalariados, cuando el porcentaje de apropiación fue del hoy increíble 50,84 por ciento en 1954. Si hay politólogos, economistas, sociólogos & otros profesionales que todavía siguen preguntándose por las razones de la perdurabilidad del peronismo y del recuerdo a su líder –además de otras valiosas consideraciones–-, deberían partir de esa igualitaria forma de reparto de la riqueza. Lo mismo vale para los políticos y funcionarios que en la actualidad aspiran a tener un lugar agradable y no despreciable en la historia.

Si los trabajadores perdieron la mitad de participación en la apropiación del ingreso en ese extenso período de decadencia, la lógica indica que la otra parte la aumentó (que se denomina superávit bruto de explotación). Ese excedente supone el sustento de la inversión productiva, la cual abre las puertas para el crecimiento económico. Sin embargo, al analizar la evolución de la inversión bruta interna fija en ese lapso se concluye que el sistemático incremento de ese superávit no se destinó a ampliar la escala de producción. Por el contrario, una parte significativa de esas ganancias se ha dirigido a satisfacer el consumo de los empresarios y sus familias y a acumular ahorros en el exterior.

El reiterado argumento del peligro de aumentar salarios para no desalentar las inversiones o de la necesidad de facilitar la ganancia empresaria para impulsar el crecimiento quedan descolocado ante esa experiencia de las últimas décadas: los excedentes fruto de la pérdida de participación de los trabajadores en la riqueza no se volcaron en inversiones. Teniendo en cuenta esa proceso de acumulación, que el Estado otorgue subsidios o resigne recursos fiscales mediantes beneficios impositivos para que inviertan ganadores del modelo (las petroleras) es un tránsito a contramano del objetivo manifiesto de revertir una estructura que reproduce desigualdad.

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