Sáb 26.05.2007

ECONOMíA  › PANORAMA ECONOMICO

Conflicto vital

› Por Alfredo Zaiat

Los reclamos salariales con más exposición mediática, que tienen una previsible amplificación por la crispación política que acompaña cualquier año electoral, reciben respuestas, a veces sin inhibiciones y otras en forma solapada, de que esas demandas son exageradas. Los comentarios “¿cuánto quieren ganar?”, “ya tienen sueldos altos” o “cobran salarios muy buenos y piden más” han empezado a filtrarse en el análisis de importantes comunicadores sociales, con aval del elenco estable de economistas de la city, empresarios y un sector de la clase política. Esa puja cultural, de consolidación de un discurso en la sociedad, quedó de manifiesto en tono brutal con los trabajadores de subterráneos. La empresa concesionaria de los subtes y el ramal Urquiza de tren, Metrovías, publicó una solicitada detallando los salarios de las diferentes categorías. Ese objetivo de informar las sumas que cobran los trabajadores para hacer impopular la protesta, montos desmentidos con recibos de sueldos en la mano, tiene ese aroma de soberbia del poderoso que refleja la convicción de que el salario es una concesión del amo a agradecer. Más allá del conflicto de subtes, que reúne condimentos particulares por el enfrentamiento de delegados de bases con la conducción de la UTA, la idea de que superado cierto umbral de ingresos los trabajadores deben moderar sus reclamos se parece mucho a una concepción reaccionaria del mundo, ignorando que el actual contexto de recuperación se da luego de varios hachazos al salario padecidos en los últimos treinta años. No es sólo con los trabajadores de subterráneos, también se menciona a los camioneros, siderúrgicos o de la industria automotriz. La mirada sutil de la Revista Barcelona resumió ese tipo de reacciones de un sector de la sociedad, en la tapa de la edición Nº 101 del 2 de febrero de este año: “Reactivación: la clase media recupera su nivel histórico de fascismo”.

El conflicto es la característica básica de la relación capital-trabajo. No es una situación buena ni mala, simplemente existe y hay que tener en cuenta que no desaparecerá, aunque ése pueda ser el deseo de algunos. Los niveles de tensión de ese vínculo dependen de las condiciones políticas, económicas y sociales de cada momento. La dictadura inaugurada en 1976, por ejemplo, tuvo como objetivo desarticular la organización sindical y deprimir fuertemente los salarios. Más cerca, el recuerdo de la hiperinflación de Alfonsín en el gobierno de Carlos Menem, con la convertibilidad que implicó un salto del desempleo, actuó como un potente disciplinador social para el reclamo sobre el poder adquisitivo. La megadevaluación de Duhalde significó una caída brutal del salario. Y en la actualidad, en un escenario de crecimiento económico y disminución del desempleo, los trabajadores van abandonando posiciones defensivas y, por ese motivo, la conflictividad por salarios y condiciones laborales está en aumento. En ese ineludible proceso se pone a prueba los grados de (in)tolerancia social, que tan bien expresa la mayoría de los grandes medios. Antes era con los piqueteros, manifestación de los excluidos del mercado; ahora, con los trabajadores, que aspiran a mejorar su calidad de vida.

Esa recomposición del tejido laboral también incorpora tensiones a su interior, que responden al reacomodamiento de la representación sindical motorizada por avances en el mercado de trabajo. El surgimiento de movimientos de bases con posiciones políticas de izquierda que no responden a las conducciones es el resultado de una dinámica propia de crecimiento de la organización sindical en un marco de estabilidad económica. La pelea en subtes o la de los docentes de Santa Cruz son las más visibles. Hubo otras como la de obreros de las fábricas Terrabusi-Kraft, que la semana pasada cortaron la Panamericana. Además de pedir un alza salarial superior a la pactada por su sindicato reclamaban la efectivización de los tercerizados y contratados. Esas rebeldías contra las conducciones siguen siendo igualmente minoritarias en el universo sindical, pero son expresiones de que van modificado el escenario de las relaciones capital-trabajo. Esta tendencia emerge luego de una profunda crisis económica y social con aún una extensa reserva excedente de mano de obra –sub y desempleados–, una parte importante de los trabajadores no registrados –en negro– y una franja considerable de empleados independientes de bajos ingresos –cuentapropistas–. Los mayores o menores niveles que registran esos indicadores van definiendo los límites del campo del conflicto.

Lo cierto es que en un horizonte de alza del Producto, las demandas de los trabajadores y sindicatos serán cada vez más complejas. En la salida de la crisis, el reclamo era por la elevación de los salarios nominales. Ahora, se dirigen a la expectativa de recuperación del salario real, que implica ganarle a la inflación y mejorar la distribución de los frutos del crecimiento y la productividad. Los investigadores Héctor Palomino y David Trajtemberg, funcionarios técnicos del Ministerio de Trabajo, señalaron que “se observan cambios en el comportamiento de los actores sociales”. En un documento que titularon Una nueva dinámica de las relaciones laborales y la negociación colectiva en Argentina, publicado en Revista de Trabajo (año 2, número 3 –nueva época–, 2006), destacan que “en relación con los sindicatos fue posible observar en numerosos conflictos laborales registrados en 2006 y también en no pocos acuerdos colectivos, la disposición sindical a incorporar al personal de empresas tercerizadas a sus filas”. Agregan que “esto revela el interés actual de no pocos sindicatos en controlar la oferta laboral, modificando una actitud prescindente o delegativa –transfiriendo la responsabilidad al Estado– que prevaleció en los ’90”. Y concluyen que “la multiplicación de estos eventos es un indicador elocuente de las renovadas expectativas sociales para mejorar las condiciones de empleo e ingresos y acotar la precarización laboral”.

En 2005 se homologaron 568 negociaciones colectivas comprendiendo a unos 2,2 millones de trabajadores. Al año siguiente, fueron avalados 930 convenios y acuerdos colectivos entre sindicatos y trabajadores, la cifra más alta de los últimos quince años. Auge, inaugurado en 2003, que transita por el período más largo de negociación colectiva sin interrupciones desde su instauración en 1953. Se abre la oportunidad entonces, además, de discutir salarios, de adaptar varios convenios colectivos a las nuevas formas de organización del trabajo. Conceptos como polivalencia, modalidades de contratación atípicas, jornadas rotativas, células, equipos de trabajo, remuneración variable son lastres del proceso de precarización. No mucho se ha avanzado en desarmar esa estructura de flexibilización, andamiaje sostenido por el temor al desempleo y acompañado, en forma pasiva o entusiasta dependiendo del caso, por gran parte de los capos sindicales.

En ese ámbito de discusión de las relaciones laborales se requiere, por lo tanto, potenciar la capacidad de los trabajadores para ampliar los márgenes de la actual política de negociación colectiva. Más aún teniendo en cuenta que el funcionamiento fragmentado del mercado laboral acota los alcances de ese proceso, puesto que los asalariados formales, sobre los que inciden los convenios, representan el 35 por ciento de la fuerza laboral total. Pero como las relaciones sociolaborales no son estáticas, sino que tienen una dinámica propia, se permite simultáneamente avanzar en la formalización del trabajo, en la recuperación salarial y en la eliminación de cláusulas de flexibilización. En ese contexto, el conflicto pasará a ser parte del paisaje cotidiano como una muestra de vitalidad de la sociedad y no de caos, como piensan aquellos que se molestan por “¡cuánta plata que ganan!” los trabajadores.

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