Sáb 02.06.2007

ECONOMíA  › PANORAMA ECONOMICO

El caño

› Por Alfredo Zaiat

La situación de tensión de un sistema energético al límite pone en cuestionamiento, del mismo modo que lo hizo con la crisis ferroviaria, el modelo de gestión de un servicio público esencial. La protesta desproporcionada de un sector de los taxistas porque un par de días no pudieron cargar el exageradamente barato combustible GNC es una muestra de la distorsión de ese esquema organizado en base a los dictados del mercado. El aumento del 20 por ciento de la garrafa en los duros días de frío que denunciaron asociaciones de consumidores revela la ausencia de un Estado activo, lo que facilita el lucro fácil de grandes empresas privadas. En concreto, la deficiencia en la provisión de gas en jornadas críticas, que obliga a cortes a la industria y a disponer el abastecimiento a menor presión, es el reflejo del capitalismo deforme que habita el suelo argentino. Las compañías encargadas de ese servicio público, con ganancias históricas elevadas, no invierten lo suficiente para acompañar el ritmo de crecimiento porque reclaman la necesidad de más tarifas. En realidad, lo que quieren es recuperar las rentas extraordinarias de la década pasada. El Estado no puede invertir todo lo necesario en obras que requieren montos millonarios porque ha cedido gran parte de la renta energética al sector privado –recuperada sólo en una pequeña porción con las retenciones a las exportaciones–. Entonces apela a los cuestionados y poco transparentes fondos fiduciarios y fideicomisos. De esa manera, un modelo irracional de los noventa que desestructuró un cuadro energético integrado se pasó a uno híbrido, donde los privados hacen poco y nada para expandir el sistema y el Estado no puede hacer mucho más de lo que hace dentro de ese baile del caño.

La experiencia de los trenes puede servir para orientar la política energética. Este diario adelantó el miércoles último el proyecto oficial de rediseño del servicio ferroviario, recuperando el Estado con la creación de un ente centralizado su papel fundamental en la administración para el desarrollo de la infraestructura y para la operación de los ramales. Se trata de imitar el modelo español, que a la vez se parece mucho al inglés y al francés. En esos países, los trenes funcionan. La iniciativa del Gobierno es un avance sobre el colapso de las concesiones, pero los resultados se verán en el futuro de acuerdo a la capacidad de instrumentar ese nuevo modelo de gestión. Con el que aún está vigente no había posibilidades de mejorar el servicio para millones de pasajeros. Con el modelo que vendrá se abre esa oportunidad.

Con el régimen energético pasa lo mismo. El gobierno de Kirchner trató en cuatro años de gestión de maquillar el “modelo de negocios”, interviniendo el Estado en la fijación de precios y en la definición de inversiones. Sirvió para los primeros dos años de recuperación económica de la dramática crisis de la convertibilidad. Ahora ese esquema ha revelado sus límites, mostrándose insuficiente si el objetivo es continuar transitando un sendero de crecimiento a tasas altas en los próximos años. Estos días con un sistema bajo presión extrema no tienen nada que ver con las profecías apocalípticas de la tecnocracia energética, que justifica el modelo privado y reclama reafirmarlo con la solución mágica de elevar tarifas. Las privatizadas no invirtieron en cantidad ni para proveer ese insumo vital para la mayoría de la población cuando tenían tarifas elevadas y dolarizadas. Entonces no habría motivos para esperarlo ahora aceptando esa exigencia. La lógica de la actividad en manos privadas es la siguiente: gas caro (garrafas) para los pobres y gas natural en red para el resto siempre que no haya que realizar inversiones nuevas ni grandes mantenimientos de las viejas. El caso más emblemático son los gasoductos troncales. El último gran caño construido para abastecer el mercado interno fue el Neuba II (Neuquén-Buenos Aires) puesto en operación en 1988 por Gas del Estado. Los privados construyeron nueve gasoductos todos destinados exclusivamente a la exportación. Invirtieron sólo cuando y donde la rentabilidad financiera no corría riesgo, sin importar el horizonte declinante de reservas ni las extraordinarias carencias de gas de red que padecen casi 14 millones de habitantes del país.

No sólo no realizaron inversiones de magnitud en el transporte de gas, usufructuando la red construida por la estatal Gas del Estado, sino que se agregó que las petroleras tampoco concretaron inversiones importantes en la exploración de nuevos yacimientos que aseguraran la demanda presente y las reservas futuras. También en este caso explotaron con intensidad la herencia de todos los pozos y áreas exploradas por parte de la YPF estatal.

Volviendo a los trenes. Había un sistema integrado, con sus más y sus menos, que fue desarticulado con cierres de ramales y las concesiones privadas. Los parches de los últimos años no pudieron rescatarlo del desastre de organizar la actividad ferroviaria con criterio de rentabilidad privada. Ahora se anunció que se pretende regresar no al viejo Ferrocarriles Argentinos estatal, pero sí a un modelo donde el Estado planifica, administra y controla, en forma total o compartida con provincias, donde tendrán su espacio operadoras privadas. Por lo menos, en las intenciones se encuentra la idea de tener un sistema racional de transporte de tren. Con la energía el recorrido ha sido similar, sin llegar, por ahora, a ese último capítulo. La Argentina fue modelo en el mundo de un sistema energético integrado y centralizado, con dos grandes subsistemas, uno eléctrico y otro de combustibles. De un lado estaba Agua y Energía Eléctrica –que se asemejaba a una YPF de la energía eléctrica–, Hidronor (El Chocón) y Segba. Y del otro, YPF y Gas del Estado. Era un sistema que funcionaba, con sus más y sus menos, en forma racional. El ex subsecretario de combustibles, Gustavo Callejas, explicó en el documento Recuperación de los recursos naturales y de la renta energética y petrolera para el país (Realidad Económica Nº 191, agosto 2006) que con ese sistema “una vez que el país determinaba qué iba a consumir, se establecía primero la producción de energía con la hidroelectricidad, después con las usinas atómicas, después con el gas –que era menos contaminante y del cual teníamos más reservas– y finalmente con el petróleo. Y para exportar, nada. De esa forma se obtenía un desarrollo armónico del país, con el menor costo en cada una de esas especialidades”.

Esa organización se destruyó con las privatizaciones. “Se cambió la racionalidad por la irracionalidad del mercado”, sentenció Callejas. Las consecuencias son que ese modelo no da respuestas a una economía en crecimiento. El reconocido economista Paul Krugman escribió el artículo “Sin límites al ‘poder del mercado’” en The New York Times, en marzo de 2001, por motivo de la sucesión de apagones en California, que esa crisis “es antes que nada una crisis de subinversión donde una floreciente economía estatal se arruina porque nadie construye las plantas y gasoductos que necesita porque la industria está dominada por algunos grandes jugadores que encuentran altamente rentable no invertir”. Esta referencia devela que la desregulación energética no ha fracasado en Argentina por cuestiones e ineficiencias locales, sino que es una política por mérito propio que no brinda respuesta al objetivo de bienestar social con un servicio público de calidad para la mayoría.

Buscar soluciones dentro de un modelo que ya ofreció pruebas de carecer de reacción para una economía en crecimiento sería lo mismo que esperar que Sergio Taselli pudiera ocuparse de que los trenes bajo su concesión sean servicios de mínima dignidad. El Gobierno tardó más años de los que la prudencia indica para finalmente decidir que ya no valía la pena aguardar ese imposible. En el laberinto del modelo energético, como en el del ferroviario, también se debería salir por arriba.

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