ECONOMíA › PANORAMA ECONOMICO
› Por Alfredo Zaiat
Uno de los principales argumentos para explicar el actual cuadro de máxima tensión en el sistema energético refiere a que las tarifas están retrasadas y que, en comparación internacional, son baratas. Resulta una peculiar idea que, haciendo gala de su inconsistencia, no se aplica a otros “precios” de la economía. Un ejemplo sería el de los salarios. Tomando ese parámetro, el sindicato metalúrgico debería reclamar en la mesa de negociación de los convenios colectivos un sueldo de operario similar al que cobra un colega alemán o estadounidense. Esa pretensión sería rechazada inmediatamente por absurda. Otro caso sería con las terminales que podrían estar vendiendo los modelos que producen aquí al mismo precio que en sus países de origen. También sería refutada esa exigencia con gestos de estar hablando pavadas. En uno y en otro, con los salarios o con los autos, como en muchos otros “precios” de la economía, la respuesta que brindaría el sector privado para desestimar esa equiparación internacional sería la de destacar la diferencia de costos y de productividad con otros países. Esta es exactamente la explicación sencilla ocultada por los abanderados de la crítica a las tarifas energéticas por “baratas”. Si el costo de extracción de gas y petróleo o de generación eléctrica es más bajo que en Brasil o en Bolivia, ¿por qué debería equipararse el valor del combustible o de la luz al que rige en esos países? O ¿por qué no igualarlo a la baja como en Venezuela, que tiene costos más reducidos? Y ¿por qué considerar el gas y la luz como commodities, transable a nivel internacional? Como se ve, se trata de una polémica engañosa que busca, en realidad, solamente mejorar los ingresos de las compañías privadas sin ningún análisis riguroso de la estructura de costos de ese negocio ni de las particularidades de los mercados de cada país ni de la indudable intervención política que requiere ese tipo de actividad por su carácter estratégico.
Se presenta, además, la concepción teórica de que una tarifa más elevada desincentivaría la utilización de un recurso escaso –la energía– y, por lo tanto, habría un ahorro que permitiría enfrentar mejor el actual desequilibrio de oferta y demanda. En la práctica, ese supuesto no se corroboró ni con las iniciativas de premios y castigos para el consumo domiciliario ni con la liberación del precio de “boca de pozo” del gas, que encareció el fluido a las industrias. Esas medidas pueden tener impacto en un escenario económico recesivo o de caída de ingresos de la población, pero en uno de crecimiento sostenido el incentivo es a mantener o hasta aumentar el consumo y a trasladar –si es posible– esos mayores costos vía precios a otros sectores de la economía. En un escenario de boom de consumo, ¿alguien piensa que un cliente ABC1 dejará de calefaccionar su pileta de natación en invierno porque aumentó el precio del gas? No existe efecto sustitución con la energía, como se da en otros bienes por precios. De todos modos, esto no implica que el Estado no tenga que instrumentar una política de uso racional de la energía, como el cambio de horario en invierno y en verano, medida que es una y otra vez postergada.
Una tarifa más cara tampoco implicaría necesariamente mayores inversiones, tal como prueba la experiencia con las privatizadas desde la década del noventa. Los conglomerados que pasaron a dominar el complejo gasífero han elegido en esos años financiar sus inversiones a través del mercado financiero local e internacional. No aplicaron a ese fin las utilidades obtenidas o parte de los ingresos por ventas. Así debilitaron su índice de solvencia (la relación entre activos y pasivos) durante el período inicial de las privatizaciones (1992-1998).
Para aquellos que están tan preocupados por la debilidad de la inversión y del nivel de las tarifas en el sector energético resulta una buena guía repasar esos años para evitar tropezar con la misma piedra. En el documento de trabajo de Flacso Privatizaciones en la Argentina. Marcos regulatorios tarifarios y evolución de los precios relativos durante la convertibilidad, dirigido por Daniel Azpiazu, se precisa que “en términos agregados, la tarifa media del gas natural ha tenido un incremento del 43,7 por ciento entre marzo de 1991 y diciembre de 1997. Sin embargo, en dicho ritmo de crecimiento subyacen comportamientos claramente dispares según el tipo de servicio de que se trate. En efecto, el servicio residencial muestra los mayores incrementos: 120 por ciento”. Es interesante resaltar que gran parte de ese ajuste se aplicó justo antes de la privatización de Gas del Estado, para de ese modo dejar el negocio preparado para el operador privado. Además de configurar una estructura de precios relativos del sector favoreciendo a los medianos y grandes consumidores –que registraron un ajuste menor, no mayor al 10 por ciento en ese período– en perjuicio de los usuarios residenciales. Ahora que se ha equilibrado un poco ese cuadro, con el congelamiento de las tarifas en los hogares, se intensifica la presión para aumentarlas.
En ese informe de Flacso también se detalla el desempeño económico de las empresas del sector, con rendimientos dispares según sean transportistas y distribuidoras. “El conjunto de las empresas operó con un margen de rentabilidad de entre 14,6 por ciento (en 1996) y el 21,1 por ciento (en 1993), valores elevados si se toma como referencia el rendimiento promedio de las principales empresas del mercado internacional”, apunta el equipo de Azpiazu. Lo más impactante son los indicadores de rentabilidad de TGS y TGN, precisamente las dos compañías que esta semana quedaron en el banquillo por el Gobierno. TGS ha registrado en ese período un margen de utilidad neta por encima del 40 por ciento anual, mientras que TGN ha contabilizado un resultado máximo de 37 por ciento (1994) y uno mínimo de 27,5 por ciento (1996).
Con semejante nivel de rentabilidad las inversiones hubieran podido financiarse con el giro de la compañía. Sin embargo, emprendieron un camino de endeudamiento creciente para concretar inversiones, lo que terminó debilitando su patrimonio. O sea, las ganancias las distribuía entre los accionistas y las inversiones las financiaba con deuda, estrategia alentada por tasas de interés bajas a nivel internacional y una situación patrimonial inicial sólida por el traspaso de los activos estatales sin pasivos. Esa política empresaria reveló su capacidad destructiva en la recesión y posterior estallido de la convertibilidad: esas dos empresas dejaron de invertir, quedó en evidencia la debilidad de su patrimonio, tuvieron que renegociar la deuda y, por lo tanto, afectaron la calidad del servicio. Las consecuencias se padecen ahora. Esa irresponsable estrategia, avalada por las diferentes administraciones públicas, muestra ahora las restricciones de ese eslabón de la cadena gasífera.
El aumento de tarifas no vendrá a solucionar esa lógica de funcionamiento, sino que, simplemente, serviría para engrosar el cuadro de resultados operativos de las firmas y recuperar una agresiva política de distribución de dividendos a los accionistas. La ausencia de inversiones no tiene que ver con el cuadro tarifario, aunque el discurso dominante no se canse de repetir ese reclamo. En los hechos, la exigencia de un alza de las tarifas apunta a la pretensión de recrear la forma de operar del sistema de los noventa, que quedó navegando en un híbrido a partir de la Ley de Emergencia que pesificó y congeló tarifas, para luego liberar el precio en algunos segmentos y orientar las inversiones en los poco transparentes fondos fiduciarios, como se detectó con el caso Skanska.
Ahora bien: que las tarifas no tengan influencia directa en las decisiones de inversión de las compañías ni que un eventual aumento vaya a solucionar el actual problema del régimen energético no significa que no haya que revisar ese cuadro. Esa modificación debería estar motivada por una cuestión de equidad distributiva, de que los sectores de más altos recursos paguen más por el servicio de gas y de luz (por ejemplo, el dueño de la pileta de natación de invierno) que los de menos ingresos. Pero no para engrosar el cuadro de resultado de las compañías. Sin embargo, esa bienintencionada propuesta de tarifas diferenciadas, que implicaría un esquema de subsidios cruzados, puede agudizar un cuadro inequitativo. Si se segmenta a los usuarios por intensidad en el consumo, se puede llegar a castigar a los sectores medios bajos y bajos beneficiando a los medios altos y altos. Ese debate distributivo es importante y debe plantearse, pero tiene poco que ver con el energético. Si se lo confunde con las deficiencias en la prestación del servicio por parte de los privados, termina siendo funcional –por ingenuidad o por picardía– a los intereses que pretenden consolidar un modelo energético que ha demostrado su fracaso para dar respuestas a una economía en crecimiento.
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