ECONOMíA › PANORAMA ECONOMICO
› Por Raúl Dellatorre
Las lecturas no pudieron ser más opuestas. Mientras que algunos medios señalaban que el Gobierno pasó esta semana por “la peor crisis financiera” desde que asumió, el presidente de la Nación aseguraba que no le preocupaban los temblores financieros internacionales. “No tenemos ningún problema”, dijo. Está claro que un problema tan complejo como la crisis bursátil a escala mundial y sus repercusiones en el país no se pueden resumir en una sola frase. Semejante intento de simplificación supondría pasar por alto los elementos que componen el cuadro actual y lo dejan entrever con respecto al futuro. Y no permitiría advertir que, por un lado, Argentina tuvo en esta oportunidad herramientas de política que le evitaron pagar un costo mayor por una crisis ajena; pero, por otro, que la dimensión de la crisis del sistema financiero mundial, de la cual lo sucedido esta semana no fue más que un episodio, no dejará a nadie al margen, en un mundo económico interrelacionado. No es como para despreocuparse.
La crisis tendrá nuevos episodios, y por lo tanto habrá que seguir trabajando para evitar su traslado a la economía local. Un paso conveniente es identificar el origen de la crisis. Y para ello, es bueno recordar que, hace apenas cinco meses, el mundo financiero pasó por otra jornada de pánico que envolvió a todos los mercados bursátiles del mundo. En aquella ocasión, el movimiento que inició el temblor se produjo en Shanghai. El martes 27 de febrero, el mercado bursátil de China tuvo una brusca caída del 8,8 por ciento, que arrastró a la baja a los del resto del planeta, incluida Wall Street, que en un solo día perdió 3,5 por ciento. Esta semana, en tanto, la patada inicial al derrumbe la dio el dato de la caída en las ventas de unidades de vivienda en Estados Unidos, de 6,6 por ciento en junio con respecto a mayo, y del 22 por ciento en relación con el mismo mes del año anterior.
¿Se trató de dos episodios independientes, como pretenden mostrarlos los analistas financieros? No parece, si se atienden las cuestiones más estructurales del fenómeno. En un caso, el de Shanghai, la repercusión de la caída fue inmediata en el resto del mundo porque existía una sensación previa de que los valores de las acciones en China estaban inflados. En consecuencia, se temió que el bajón del 27 de febrero fuera el inicio de un proceso de duración imprevisible. En el caso que se vivió esta semana, hubo una percepción similar con respecto a los valores inmobiliarios en Estados Unidos y, en consecuencia, se supuso que la caída en las ventas podía estar señalando que empezaba a descorrerse el velo: la ilusión de las propiedades fuertemente valorizadas amenazaba esfumarse. El dato de que una y otra crisis hayan nacido en dos de las economías más grandes del mundo no es menor.
Globalizando: en este gran casino virtual en que se ha convertido el mundo financiero actual, los valores corren al compás de las ilusiones que el propio sistema genera, que cada vez tienen menos que ver con una realidad económica que exista por detrás. Las acciones ya no reflejan el valor de los activos de una empresa, sino lo que el especulador que las compra espera obtener cuando las venda. La burbuja inmobiliaria estadounidense lleva cuatro años inflándose, como una década atrás ocurrió con la burbuja de las acciones tecnológicas, hasta que estalló. Todos esperan el estallido de la burbuja inmobiliaria, el único temor nuevo de esta semana fue que el momento fuera ahora. No pasó, entonces todo el mundo vuelve a la ilusión de que nada sucede y todo podrá seguir igual.
Los bonos del Tesoro de Estados Unidos son considerados el activo más seguro del mundo, pero se asientan en la economía más endeudada, con el mayor déficit comercial y el más alto déficit presupuestario del mundo. Lo peor es que los tres records siguen en ascenso, es decir que año a año se superan a sí mismos. Pero el endeudamiento no es sólo del Estado nacional, porque también las familias estadounidenses viven masivamente endeudadas, comprando a crédito bienes que probablemente nunca puedan terminar de pagar. Eso no importa, mientras este mecanismo sirva para seguir alimentando la maquinaria. El problema surge cuando alguno en la fila de corredores tropieza: es lo que pasó esta semana, cuando a partir de la baja en la venta de viviendas (más de lo esperado), se temió una caída en los precios de las propiedades; compradas con hipotecas que también pasarían a valer menos, y así empezaría a quebrarse el circuito de financiamiento. Y quizás el de consumo.
El problema mayor es que buena parte de la economía mundial gira en torno de este consumo expandido de los estadounidenses (por encima de sus posibilidades). China y Europa, fundamentalmente, que serían los primeros en pagar los costos de una crisis económica en Estados Unidos (no los beneficiarios, como alguien ingenuamente puede creer, suponiéndolos los competidores del imperio). Estados Unidos paga su despilfarro emitiendo dólares, moneda que sigue siendo aceptada como unidad de cambio a escala mundial, pese a su persistente devaluación. En el valor de la divisa que sigue inundando el mundo, sin embargo, está otro de los eslabones débiles de la cadena.
Volvamos a la Argentina. Las consecuencias de la crisis coyuntural de esta semana pudieron ser conjuradas, internamente, gracias a dos herramientas construidas como producto de la política de estos últimos años: la acumulación de reservas y el fin de las refinanciaciones periódicas con el FMI. Las reservas del Banco Central fueron el instrumento para “manejar” la disparada del dólar, que terminó no siendo tal sino un reacomodamiento a un escalón más deseable para el Gobierno. La cancelación de la deuda con el Fondo y su desplazamiento como anterior intermediario de las renegociaciones de deuda ahuyentaron el efecto devastador que, en otros tiempos, producía una abrupta suba del riesgo país sobre las tasas de interés que paga Argentina como deudor. Suficientes para resolver lo inmediato. Una crisis global como la que podría producir un quiebre en la economía estadounidense es otra cosa.
A mayor interdependencia con la economía de Estados Unidos, mayores son los riesgos. Por eso es que China es la más preocupada por la actual situación. Las espectaculares tasas de crecimiento que el gigante asiático sostiene desde hace más de una década no generan bienes que consuman los chinos, sino que se exportan. Y Estados Unidos es su mayor mercado.
Quienes en Argentina siguen propugnando una ampliación del vínculo comercial con Estados Unidos, por ejemplo con instrumentos tan limitantes de la voluntad soberana como el ALCA, en el actual contexto sólo pueden estar pecando de perversos o de ignorantes. En algunos casos, son los mismos que criticaron el enfriamiento (no llegó a ser ruptura) con el Fondo o la política de acumulación de reservas en dólares en el Banco Central.
El día que se desplomaba la Bolsa de Shanghai, el 27 de febrero, el secretario del Tesoro estadounidense, Henry Paulson, se encontraba recorriendo Asia buscando convencer a los países “amigos” sobre la solidez de la economía norteamericana y tratando de tranquilizarlos acerca de la gravedad de la crisis inmobiliaria en su país. Pero se equivocó, todavía no era su turno. Era el episodio chino, el estadounidense ocurriría cinco meses después. Quién sabe dónde será el próximo, aunque cada vez es menos probable que ocurra en países periféricos (Asia o América latina) como era corriente en los ’80 y los ’90. Las de esta época son más frecuentes y suceden directamente en los centros de poder. Miles de especuladores financieros en el mundo y el gobierno de Bush, obcecado en no cambiar el rumbo, siguen trabajando para que así sea. Desde este lado, más vale seguir tomando precauciones, aunque suenen críticas contra el presunto aislamiento del llamado “mundo desarrollado”.
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