Sáb 11.08.2007

ECONOMíA  › PANORAMA ECONOMICO

Planificación

› Por Alfredo Zaiat

Para algunos es una virtud, incluso merecen análisis elogiosos de investigadores de prestigiosas universidades del exterior. También recibe el reconocimiento de ejecutivos de grandes empresas internacionales la capacidad de adaptación de los cuerpos gerenciales locales. Sin embargo, el fabuloso ejercicio del sector privado y de los funcionarios circunstanciales al frente de áreas clave del Estado para enfrentar crisis, manejarlas y luego superarlas puede generar la admiración del observador externo, pero genera un cuadro de agotamiento social que va minando las posibilidades de reconstrucción, además de los elevados costos económicos asociados a una situación que parece transitar por la ladera de un precipicio.

La hiperinflación de Alfonsín y luego la de Menem pusieron a prueba los departamentos de finanzas y producción de las compañías, que muchos superaron con éxito y otros tantos naufragaron. La recesión y la megadevaluación provocaron un escenario de estrés terminal en las estructuras productivas, que varias enfrentaron con ajustes para sobrevivir y otras directamente sucumbieron. Y ahora el régimen de tensión máxima del régimen energético, con restricciones de consumo de ocho horas diarias a 4700 industrias, puso en juego la habilidad empresaria para sortear esa limitación.

En cada una de esas crisis, de origen diferente y resoluciones específicas, los gobiernos encontraron no sin errores costosos una salida. Menem frenó la híper con la convertibilidad; la recesión y la devaluación 2001 no provocaron la disolución nacional, entre otros factores, por la creación de las cuasimonedas que permitió continuar con el escaso movimiento económico, y la actual deficiencia en el sistema energético se fue superando a los ponchazos (un día corte de GNC, otro faltante de gasoil; se importó electricidad de Brasil y fueloil de Venezuela) o, en todo caso, los funcionarios aprendieron a los golpes a enfrentar jornadas críticas en el peor invierno de los últimos 45 años. En todos los casos hay costos visibles –por ejemplo, el energético se llevó unos 2000 millones de pesos del superávit fiscal–, pero son más importantes los implícitos vinculados con la saturación de una sociedad que se desgasta y va asumiendo comportamientos defensivos que inhiben la capacidad de transformación.

Resulta evidente que los casos mencionados tienen características y magnitudes distintas por su impacto en la sociedad y, por lo tanto, no son comparables. Pero todos ellos reúnen una particularidad: la improvisación, la debilidad de las políticas públicas, la deficiencia del Estado para ordenar previamente pujas previsibles de agentes económicos y el endeble compromiso y horizonte cortoplacista que el sector privado expone para sus inversiones. El país “normal” que el presidente Néstor Kirchner propuso en más de un discurso durante su mandato todavía no ha alumbrado.

El Gobierno podrá mostrar que les ha ganado a los profetas del Apocalipsis, que afirmaban que la oscuridad se iba a posar sobre los hogares argentinos y aconsejaban para evitar ese castigo aceptar otro sobre los bolsillos de los consumidores aumentando las tarifas. A partir del lunes se flexibilizarán las restricciones a la industria, para eliminarlas a partir del lunes 27 de este mes. A propósito, este anuncio de normalización en la provisión de energía tuvo una marginal cobertura mediática, cuando hubiera merecido una mayor difusión teniendo en cuenta que a lo largo de los dos últimos meses se atemorizaba con el fantasma del apagón. De todos modos, salir triunfador de esa batalla no exime al Gobierno de responsabilidades por los costos del desbalance energético que se extenderá, por lo menos, en los próximos dos años.

En esa línea, en un interesante libro de reciente publicación, La resurrección. Historia de la poscrisis argentina, de Eduardo Levy Yeyati y Diego Valenzuela, se señala que, en términos generales, “la gestión del gobierno de Kirchner se ha caracterizado por una audacia discursiva que contrasta en muchos casos con el bajo dinamismo y efectividad de las políticas públicas”. Dan algunos ejemplos al respecto (créditos pyme, préstamos para inquilinos), pero destacan, en especial, uno: “Y qué decir de la infraestructura de servicios, espada de Damocles del crecimiento, compleja asignatura pendiente cuya solución excede el reacomodamiento de precios y tarifas, y precisa de un nuevo tipo de contrato con el sector privado que aún está por escribirse”.

Más allá del debate sobre discursos y hechos, que en ocasiones se minimizan las realizaciones por oposición política puesto que desmerecen audacias que nadie se hubiera imaginado (renegociación de la deuda en default, cancelación de la deuda con el FMI, reforma previsional, entre otras), lo cierto es que en el capítulo infraestructura hubo demasiadas promesas y morosidad en el cumplimiento. Desde el Ministerio de Planificación muestran un plan de obras ambicioso y en ejecución en el sector de infraestructura, y fundamentalmente en el área energética. Pero algo no habrá funcionado del todo bien para que el sistema opere al límite de su capacidad o, para ser más preciso, con deficiencia en la provisión de la energía demandada: o se demoró la realización de las obras, o eran insuficientes, o la economía creció a un ritmo mucho más acelerado que el previsto, o el modelo energético híbrido (privados que manejan las empresas y no deciden inversiones, y Estado que decide inversiones y no maneja las empresas) es un fracaso. Pueden ser todas esas causas juntas, con mayor o menor importancia, pero algo falló. Se han eludido los presagios de colapso, aunque se ha puesto en evidencia que en el organigrama de ministerios la denominación Planificación de la dependencia gubernamental a cargo de Julio De Vido está equivocada.

Planificación es una cualidad que concentra la admiración cuando se refiere a los proyectos de las empresas privadas. En cambio, no sucede lo mismo cuando ese objetivo es adjudicado al Estado. Conceptos como dirigismo e intervencionismo público son expresados, en general, en tono negativo y perjudicial para el funcionamiento de la economía. Sin embargo, sin planificación se transita hacia el camino de una crisis por improvisación, puesto que el dinamismo de la economía requiere de un plan porque en caso contrario el modelo estalla. Ordenar una cantidad importante de obras públicas de infraestructura pesada (centrales nucleares o térmicas) y livianas (programas de viviendas) no equivale a planificación.

Como contraste vale recordar las principales pautas definidas en el primer plan quinquenal de gobierno de Perón (1947-1951) para dar cuenta de la diferencia entre planificar y amontonar proyectos de obras, que, para peor, se retrasan y algunos están bajo un manto de sospecha por sobreprecios y manejo irregular de fondos. Bajo la dirección de José Figuerola se delineó ese plan quinquenal, que presentó tres ejes fundamentales:

- Determinar las necesidades previsibles de materias primas de origen nacional, combustibles, energía eléctrica, maquinarias y transportes. Y verificar el estado y grado de eficiencia de los sistemas de producción, explotación y distribución de esos bienes.

- Establecer un programa mínimo de cinco años de las obras e inversiones necesarias para asegurar un suministro adecuado de materias primas, combustibles y equipos mecánicos. Y desarrollar la industria y la agricultura.

- Descentralizar la industria, formando nuevas zonas; diversificar la producción y emplazar dichas zonas adecuadamente en función de las fuentes naturales de energía, las vías de comunicación, los medios de transporte y los mercados consumidores.

Ese proyecto tuvo sus virtudes y sus defectos, logró avances y provocó desequilibrios, pero brindó un horizonte que se empalmó con el Segundo Plan Quinquenal, que quedó trunco por el golpe del ’55. Su resultado es motivo de debate entre historiadores. En cambio, no debería ser motivo de controversia que un país normal se construye con planificación y no con parches, medidas de emergencias y buenas intenciones.

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