Sáb 08.09.2007

ECONOMíA  › PANORAMA ECONOMICO

Cobertura universal

› Por Alfredo Zaiat

Un vicio extendido en el análisis económico es construir diagnósticos y propuestas sobre la base de la evolución nominal de las variables. Provoca alarma un aumento del gasto público por encima del 30 por ciento anual o invita al elogio fácil la recuperación de casi el 20 por ciento del salario. En realidad, uno y otro recorrido no dicen mucho si no se precisa cuál ha sido su trayecto en términos reales vinculado con la inflación o cuál es la posición relativa en perspectiva histórica respecto de un período reciente. Esos dos casos, precisamente, aún tienen un largo camino por transitar si el objetivo es reconquistar lo perdido durante los traumáticos años de crisis. Pueden presentarse interrogantes sobre la velocidad de ese proceso, dudas que son expuestas con más intensidad por la logia de economistas mediáticos con consenso sobre que el actual ritmo acelerado puede resultar peligroso para la estabilidad. Aunque esas inquietudes también podrían esbozarse por la morosidad de la política de expansión del gasto público en estos años de bonanza, así como también del retraso que aún registran los ingresos de los trabajadores en un contexto de elevada rentabilidad empresaria. Sin embargo, no son muchos los profesionales dedicados al estudio de los fenómenos económicos con exposición pública que habitan en ese último campo de las ideas. Y, además, los que existen están en silencio o con su voz poco amplificada. Esta tímida participación como a la vez la impactante presencia de los gurúes aceptados por la mayoría revelan el evidente carácter político-ideológico conservador del discurso económico predominante. En los hechos, cuando se juzga con preocupación la marcha ascendente del gasto público se está cuestionando hasta dónde el Estado debe intervenir en la economía y, ahora en forma puntual, cuál debería ser el grado de cobertura social en materia previsional bajo responsabilidad del sector público. O, en otras palabras, las iniciativas de universalización de ingresos, como el implementado con las jubilaciones, o hace cinco años con los planes Jefas y Jefes de Hogar, que no llegó a ser general pero sí masivo, provocan una prejuiciosa y militante oposición. Esta se manifiesta hoy con el continuo batallar sobre el fuerte aumento del gasto público y el consiguiente deterioro del superávit fiscal, como en las insistentes presiones de un ineludible ajuste que deberá aplicar el futuro gobierno.

En trazos gruesos, casi la mitad del incremento del gasto en este año se explica por el rubro seguridad social, un quinto por alzas salariales y el resto repartido en inversión pública y en recursos involucrados para superar las restricciones energéticas. Esto significa que gran parte de ese aumento del gasto que “amenaza” el horizonte económico tiene que ver con mejoras en los ingresos de sectores postergados. El mensaje implícito en las sirenas apunta a no continuar con esa política, a limitarla en su extensión y, fundamentalmente, a condicionar la gestión futura marcando la frontera sobre “lo que hay que hacer”. Esta corriente que insiste en depositar la figura del diablo en el gasto público, pese a las quejas de sus apóstoles, tiene bastantes adeptos en la opinión pública. Este acuerdo social, construido por los desaguisados pasados pero también por un discurso engañoso sobre los orígenes de esos desequilibrios, establece límites políticos estrictos a la idea de una amplia cobertura social. O de universalización de ingresos.

Con la moratoria previsional se extendió el alcance de la jubilación a casi 1,3 millón de personas. De esa forma la tasa de cobertura –la proporción de adultos en edad jubilatoria beneficiarios del sistema– se ubica en el 95 por ciento, porcentaje que supera con creces los niveles históricos y alcanza el máximo de toda la región. El Gobierno no anunció ni difundió esa medida como una iniciativa de universalización de ingresos para los ancianos, cuando en realidad lo es. Idea que forma parte de la propuesta histórica, aunque más general, de la CTA y también de los equipos técnicos del ARI. Esa estrategia oficial del silencio tiene la virtud de que se puede implementar un proyecto que, como se ve, es criticado por la opinión mayoritaria de los economistas tradicionales o ignorado por los heterodoxos. Ese sigilo eludió las resistencias de lobbies y prejuicios sociales, lo que permitió la universalización de la cobertura previsional. Sin embargo, la efectividad de corto plazo de ese resultado esconde la debilidad de perder la oportunidad de construir consensos perdurables mediante la persuasión, la información y, en especial, de emprender la tarea de convencer de que se trata de un compromiso social sobre un derecho ciudadano. El Gobierno, tras un objetivo meritorio, por inoperancia, por paranoia o porque no sabe cómo hacerlo, dejó libre el terreno para que sea ocupado por los profetas del miedo que cuestionan la solvencia fiscal de esa medida pero, en realidad, se oponen a la idea de la existencia de una amplia protección social.

La cuestión es más profunda y se puede extender a toda la población, no sólo a los ancianos: ¿cuál es la fundamentación ética para implementar un ingreso para todos independientemente de su participación en el mercado de trabajo? La respuesta que brindan los investigadores Pablo Pérez, Mariano Féliz y Fernando Toledo es la justicia. En el documento ¿Asegurar el empleo o los ingresos? Una discusión para el caso argentino de las propuestas de ingreso ciudadano y empleador de última instancia, sostienen que la fundamentación de la universalización “sería que aquella persona que no posee ingresos y riqueza carece de libertad ya que, justamente por esa privación, es dependiente y está sometida a voluntades ajenas. Esta persona sería incapaz de ejercer plenamente su ciudadanía por falta de independencia material”. Ese trío de expertos también detalla la propuesta del Estado como empleador de última instancia, que no es opuesta pero sí diferente al del ingreso ciudadano. Explican que los planes Jefes fue una propuesta acotada de esa vía, que exigía una contraprestación pero, a la vez, fue limitado en su cantidad de beneficiarios. Como se recordará, ese programa provocó la reacción histérica del establishment y también de la Iglesia, que cuestionaban esos desembolsos, entre otros aspectos, porque alentaban “la vagancia”.

En esa investigación, publicada en el libro Macroeconomía, mercado de trabajo y grupos vulnerables (Asociación Trabajo y Sociedad. Ceil-Piette Conicet), se señala las restricciones existentes para una u otra opción. Para el esquema del Estado como Empleador de Ultima Instancia (EUI), impulsado por una corriente de economistas denominados poskeynesianos, el Gobierno “contrataría por un salario preestablecido para la realización de un trabajo específico a cualquier persona que quiera, pueda o esté disponible para trabajar”. La principal restricción de ese sistema “en Argentina se deriva principalmente del carácter capitalista, dependiente y periférico de su economía”, que establece límites desde la macro. En tanto, el esquema de Ingreso Ciudadano (IC) propone “garantizar un monto mínimo a todas las personas sin condicionamientos ni contraprestaciones”, iniciativa que tiene un tránsito más sencillo en el campo macroeconómico, pero es bastante más compleja en su viabilidad política. Desde el punto de vista filosófico, ambas propuestas tienen bases diferentes. Pérez, Féliz y Toledo indican que “el IC tiene como premisa central asegurar los ingresos mientras que la del Estado como EUI busca garantizar un empleo para todos”.

En concreto, se trata esencialmente de mecanismos que buscan una redistribución de ingresos desde los sectores más ricos de la población hacia lo más empobrecidos. La universalización de la cobertura previsional es un primer paso en ese sentido, aunque ahora con cierta estabilidad y caída del desempleo se requiere avanzar en repensar la cuestión social con más consistencia, ya no sólo para situaciones de emergencias, como planes Jefes o la moratoria previsional. De esa forma, se iniciará el camino de ahuyentar a los enviados del Apocalipsis que atemorizan por el aumento del gasto público, presentando una propuesta integradora que incluya a la gran mayoría de la población dentro de los circuitos de consumo de la sociedad.

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