ECONOMíA › PANORAMA ECONOMICO
› Por Alfredo Zaiat
El debate por el precio del tomate o el de la papa fue el más destacado en materia económica que ofreció la campaña para las inminentes elecciones que consagrarán al futuro presidente de la Nación. La inflación, por cierto, es un tema importante para la sociedad, pero al ser apropiado por la oposición y el oficialismo como arma de batalla para conquistar votos ha perdido riqueza conceptual. La intervención del Indec y el alza de los alimentos fueron disparadores de esa disputa. Sin embargo, otra cuestión tan o más importante que ha estado presentada en la esfera de la economía en esas mismas semanas de fragor de discursos y arengas ha sido totalmente ignorada por los candidatos. La enajenación de la acería Acindar y la textil Alpargatas por multinacionales, en una tendencia sin pausa de extranjerización de la cúpula del poder económico nacional, no ha merecido la mínima mención de ninguno de los políticos que aspira a ocupar el sillón de Rivadavia. Esa indiferencia se presenta como si esas operaciones fueran irrelevantes, pese a la indudable pérdida de autonomía y el impacto negativo en la desarticulación de redes de proveedores locales, así como también por la consolidación de un distorsivo proceso de formación de precios por la constitución de monopolios extranjeros. Ese retroceso del capital nacional, inédito a nivel mundial por su extensión y velocidad, tiene efectos mucho más perdurables en la estructura económica que el precio de las verduritas.
El silencio de políticos y cámaras empresarias a las que les interesa el país, ante la seguidilla de compraventa de compañías argentinas por inversores extranjeros, refleja la escasa densidad nacional de los principales sujetos sociales. En cambio, basta observar la intensa puja, con el Estado como un jugador de peso, que se ha verificado en Estados Unidos y en Europa cada vez que un grupo del exterior pretende apropiarse de una compañía local. La encuesta nacional de grandes empresas realizada por el Indec revela que de las 500 compañías líderes en el país, 360 son de capital extranjero, cuando en 1993 eran 219. De las diez firmas industriales de mayor facturación, apenas dos pertenecen a un grupo local, Techint, aunque destacados investigadores, como Eduardo Basualdo, consideran que se trata de una firma italiana. Las transnacionales dominan cerca del 90 por ciento de las operaciones de comercio exterior, frente a una participación del 60 por ciento en 1993.
Resulta evidente que dejó de existir la burguesía nacional emergente del proceso de sustitución de importaciones y desarrollo industrial desde mediados de la década del ’40, que aprovechó todas las vías de transferencias de recursos públicos: estatización de deuda, subsidios, aranceles, promoción industrial, créditos blandos, avales del Tesoro, privatizaciones, licuación de pasivos. Si se pretende contar con una burguesía nacional, el desafío será recrearla con actores que posean una visión de país diferente a la rentística que hasta hoy ha prevalecido en ese sector. El gobierno de Kirchner aspiró a recuperarla al brindar las condiciones para recomponer el valor de las empresas luego de la hecatombe de la convertibilidad y de la megadevaluación. La ampliación de mercados, el crecimiento sostenido y, fundamentalmente, una moneda depreciada (un dólar alto) permitieron el rescate de las compañías y, después, la venta a elevados precios. Reflejo de ese resultado fue la explicación dada por Miguel Gorelik, vicepresidente de Quickfood, frigorífico adquirido por la brasileña Friboi, cuando señaló que “el mejor momento para vender es cuando la empresa gana mucho porque es más valiosa” (Cash, 23 de septiembre pasado).
Ese tipo de evaluación fue el predominante en la ya ex cúpula del poder económico doméstico, como se puede observar con la sucesión de compraventas: la más reciente es la de la tradicional Moño Azul de manzanas y peras a los italianos de Expofrut. Además de anhelar una burguesía nacional, el Gobierno debería haber implementado medidas para montarse sobre las favorables condiciones macro que consolidó. Por ejemplo, iniciativas para desalentar esas ventas, como disponer un impuesto a las ganancias de capital que contabilizan los dueños de las empresas al desprenderse de ellas. O una política para fortalecer la expansión de las firmas mediante financiamiento a través de un banco de desarrollo, créditos atados a compromisos de no vender la compañía como la de asegurar el abastecimiento interno en precios y cantidad para no castigar a la población.
Los motivos que invocan los empresarios para la venta así como también la deficiencia de las políticas públicas, con millonarias transferencias de recursos por diferentes mecanismos y ahora por una estrategia incompleta de consolidación de una burguesía nacional, no terminan de explicar la extraordinaria desnacionalización de las ramas más importantes de la economía. Los dueños de las compañías pueden haber vendido por muchas y algunas entendibles razones, pero el caso argentino se presenta como paradigmático porque con las decenas de millones de dólares en sus cuentas no han desarrollado nuevos emprendimientos productivos dinámicos, de avanzada, de alto desarrollo, ni actividades que requieran de conocimiento científico y tecnológico.
Familias tradicionales como Bemberg (Quilmes), Richards (Indupa), Núñez (Bagley), Gruneise (Astra), Montagna (Terrabusi), Acevedo (Acindar), Soldati (Comercial del Plata), Gotelli (Alpargatas), De Narváez (Casa Tía y LAPA), Garovaglio y Zorraquín, Pérez Companc, Macri y Bunge & Born casi han desaparecido de los núcleos centrales de la economía local. Con una mínima parte de esos fondos, uno se dedica a coleccionar autos antiguos y a desarrollar la heladería de su esposa, otros a comprar librerías o a invertir en caballos de carrera, un par a desarrollar una carrera política y algunos a emprendimientos de la construcción, campos o a poner casinos. El grueso de ese dinero ha sido retirado de la producción. Lo han fugado.
Y ésa es una de las claves principales de la evolución/involución del capitalismo argentino. Para los grupos económicos y, luego por imitación de comportamiento, para gran parte de las clases medias y medias altas, el territorio conocido como Argentina es un área económica de extracción de rentas, no de progreso integrado como parte de una sociedad. La fuga de capitales, el financiero y también el resultado de transferencias de activos, plantea estrictos límites para la construcción de un proyecto de país. No se trata de las carencias de la clase política –que las tienen, sin duda– sino de la débil concepción sobre el desarrollo y una sociedad dinámica que posee la clase empresaria. En un reciente documento, los investigadores Jorge Gaggero, Claudio Casparrino y Emiliano Libman concluyen que “la fuga de capitales constituye una causa de la polarización social articulada con la extranjerización de la economía”. En La fuga de capitales. Historia, presente y perspectivas, publicado por el Centro de Economía y Finanzas para el Desarrollo de la Argentina (Cefid–AR), esa troika de economistas explica que en un contexto como el actual de tipo de cambio competitivo y superávit comercial que aseguran el abastecimiento neto de divisas, escenario que debería alentar la inversión de grupos locales, “no impide el aumento de la transnacionalización creciente de la economía, cuya contraparte es, generalmente, la formación de activos externos de los propietarios locales”. Esta fuga no encierra un círculo exitoso, como podría ser la inversión en compañías de otros países, estrategia de expansión que muestran los grupos brasileños. Por el contrario, aquí las colocaciones en el exterior “no han sido resultado de un fenómeno ‘normal’ de una economía en crecimiento y vinculación virtuosa con el mercado mundial, o de una globalización esperable de las actividades nacionales, sino del drenaje de recursos generados localmente”, apuntan Gaggero, Casparrino y Libman.
Los investigadores del Cefid-AR analizan en perspectiva y en base a experiencias de otras naciones que “cada patrón de acumulación y su respectiva génesis histórica suponen una lógica fundamental de circulación de capital”. Al respecto, en la sociedad argentina, y con más intensidad desde mediados de la década del ’70, se impuso un patrón de acumulación en donde la valorización financiera del capital, la especulativa bursátil y también la especulativa sobre el activo productivo, se transformó en el eje ordenador de las relaciones económicas. La fuga, como la de Acindar y Alpargatas, se ha constituido en parte esencial del gen argentino de los grupos de poder económico.
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