Vie 29.02.2008

ECONOMíA  › OPINION

Un tren llamado deseo

› Por Raúl Dellatorre

El proyecto que ayer convirtió en ley el Congreso crea dos empresas del Estado nacional, una a cargo de la infraestructura y otra operadora de servicios ferroviarios, en línea con el reclamo que formulan desde hace más de diez años sectores gremiales –como Apedefa– y sociales que cuestionaron desde un inicio las privatizaciones. Es un avance indudable con respecto al modelo de concesiones ferroviarias de la década anterior, aunque si se mira en el espejo del sistema español –que se tomó de referencia–, el salto queda a mitad de camino.

Sin las amplias facultades de sus homónimas de España, la Administradora de Infraestructuras Ferroviarias (ADIF, como la ibérica) y la Operadora Ferroviaria (símil de Renfe Operadora en la península) tendrán funciones que podrían proyectarlas hacia un manejo y control total del sistema ferroviario con el tiempo. La capacidad para modernizarlo y extenderlo, ponerlo al servicio de los intereses nacionales y regionales y prestar el servicio por mano propia están previstos en la nueva ley. Pero, en una primera etapa, las flamantes empresas estatales deberán convivir con las viejas y denostadas concesionarias privadas, que permanecerán hasta el fin de sus contratos y podrían continuar. O ser reemplazadas por otras. El Ministerio de Planificación vela por “la continuación de los contratos pendientes”, según la norma legal votada ayer.

Como el nuevo esquema deja abierta la ilusión de un Estado dueño del control total del servicio –hubo leyes del menemismo que expresamente prohibían actuar al Estado en determinadas actividades económicas–, bien vale repasar los ejes del sistema español, cuyos progresos y resultados en los últimos quince años lo convierten en más que envidiable para los argentinos.

El sistema ferroviario español se rige a través del Ministerio de Fomento –-papel que aquí cumpliría Planificación Federal–, que dirige la política de construcción de infraestructuras, proyectando y licitando los corredores. Se encarga, además, de regular toda la actividad ferroviaria, y garantiza el financiamiento de Renfe Operadora y ADIF mediante los programas anuales de inversión.

Renfe Operadora y ADIF son empresas públicas dependientes de Fomento, encargado de aprobar sus presupuestos. Renfe se encarga de la operación de trenes en régimen de monopolio en el sector de pasajeros, y con competencia privada (operadores autorizados, no concesionarios) en transporte de cargas. ADIF es responsable de la construcción, mantenimiento y explotación de la red ferroviaria y las instalaciones relacionadas con ella, como las estaciones. Renfe y las demás operadoras deben pagarle un canon a ADIF por explotación de las vías.

Dentro de este esquema, Renfe desarrolló el proyecto de trenes de Alta Velocidad, AVE, puesto en funcionamiento en abril de 1992. Al unir las estaciones de Santa Justa (Sevilla) y Puerta de Atocha (Madrid), el gobierno de Felipe González pudo empezar a cubrir el enorme déficit en infraestructura y el aislamiento que desde tiempos remotos venía sufriendo el sur de España. La futura red de Alta Velocidad tendría, de allí en más, un desarrollo homogéneo y perseguiría como objetivo la vertebración y cohesión territorial del país.

Los máximos dirigentes del opositor (entonces y ahora) PP ridiculizaron el proyecto, calificándolo de obra faraónica y tren megalómano, augurando que transitaría “rapidillo” pero vacío. Quince años después, la línea Sevilla-Madrid, que recorre 471 kilómetros en menos de tres horas, lleva transportados 41 millones de pasajeros y cuenta con 42 servicios diarios.

El Plan Estratégico de Infraestructuras y Transporte de España destina el 50 por ciento de sus recursos al ferrocarril. Para el período 2005/2020, ello significa 125.000 millones de euros, que incluyen llegar a contar con 10 mil kilómetros de vías de alta velocidad para el último año, conectando todas las capitales de provincia a la red.

Ilusionarse con ese horizonte para Argentina no es necesariamente ingenuidad; puede ser ambición. El papel del Estado, para lograrlo, es además de imprescindible, excluyente. Es el único planificador cuyos objetivos pueden coincidir con el interés nacional, sin pasar por la rentabilidad como estación intermedia y de parada obligatoria. Pero, para alcanzar dicho objetivo, se necesita estar convencido políticamente.

La ley votada ayer recupera la herramienta, dos empresas estratégicas en la órbita estatal con facultades de administración y operación amplísimas, pero todavía no excluyentes. Las intenciones de hacer del ferrocarril el elemento de integración y de reversión de desigualdades ha sido dicho, pero no queda suficientemente expresado en la letra de la norma.

Tener dos empresas con capacidad de ejecutar acciones orientadas a buscar las soluciones de fondo no es poco, respecto de lo que dejó el modelo de concesiones privadas de los ’90. Pero tampoco es demasiado, medido en función de lo que se necesita cambiar para recuperar el sistema ferroviario. Y en forma urgente.

* Informe: Patricia Astegiano (desde España).

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