ECONOMíA • SUBNOTA › OPINIóN
› Por Mario Rapoport *
Con patrón cambio oro, estabilidad monetaria, políticas económicas pasivas y una amplia libertad en el mercado financiero, los movimientos de capital en la década de 1920 en lugar de jugar un papel de equilibrio entre los países deudores y acreedores, contribuyeron, convergiendo con otros factores como la caída en los precios de los productos primarios y la fuerte declinación en la capacidad de importación de los países deudores, a desestabilizar la situación y desencadenar la crisis. Todos estos hechos fueron llevando a la crisis desencadenada el 24 de octubre de 1929 con la estrepitosa caída de los valores de la Bolsa de Nueva York. La especulación, basada en una increíble prosperidad que parecía no tener fin, había llevado el valor de los títulos negociados en Wall Street a casi el equivalente del ingreso nacional norteamericano. Cuando se produjo el pánico millones de títulos se ofrecieron a la venta en pocos días. Fue el puntapié inicial de la Gran Depresión de la década de 1930 en los Estados Unidos, que dejó al desnudo la incapacidad del saber teórico vigente para solucionar los problemas económicos y sociales generados por ella.
El primer aspecto a analizar es, sin duda, el cuestionamiento del pensamiento económico clásico, comenzando por el de sus mismos fundadores. La idea de la existencia de un “orden natural” desempeñó un papel fundamental en el nacimiento de la economía política: en ella tomó cuerpo la convicción de que las relaciones económicas entre los individuos están reguladas por leyes objetivas, con respecto a las cuales las leyes del Derecho Positivo, elaboradas por los propios hombres, no deberían entrar en contradicción. Así, Adam Smith vio a la sociedad como un todo orgánico, compuesto por átomos que se articulan, interactúan y tienden a un equilibrio. El hombre, al perseguir su propio interés individual buscando el máximo beneficio, “trabaja necesariamente para hacer que el ingreso anual de una sociedad sea el máximo posible”. Es llevado –según Smith– por “una mano invisible” que “lo conduce a promover un fin que no estaba en sus intenciones”.
Con esta idea se articula la Ley de Say, que comenzó a ser puesta en duda a luz de los hechos planteados por la Gran Depresión y que tiene un postulado principal: el reconocimiento de una fuerza natural propia del mercado que asegura que toda oferta crea su propia demanda para cualquier nivel de producción y de empleo, dejando sentado la inexistencia de desequilibrios económicos permanentes en el sistema. O, en palabras del mismo Say, “se ve pues, que el solo hecho de la producción de un bien crea, en ese instante, un mercado para otros bienes”. De allí se desprende un segundo supuesto. Según los economistas neoclásicos, la parte del ingreso ahorrado (no gastado en bienes de consumo) se destina a la inversión, en tanto que la demanda futura se satisface mediante la inversión presente. Hasta la década de 1920, estos postulados eran los pilares de la corriente principal de la economía. Con la crisis y posterior depresión de los años ’30 los argumentos empíricos y teóricos contrapuestos a la idea de un orden natural tomaron fuerza. Los empíricos penetraron naturalmente en el conjunto de la sociedad a través del desempleo, el derrumbe de muchas fortunas y la caída en la miseria de vastos sectores de la población. Pero las críticas provenientes de la teoría económica fueron igualmente decisivas. Partían del principio de que había, en verdad, una contradicción entre el interés de cada individuo y el interés de todos; que ambos no coincidían en la práctica. La objeción más directa a la Ley de Say consistió en reconocer el hecho de que la oferta no crea su propia demanda y de que las crisis son una consecuencia del funcionamiento mismo del sistema. Keynes, años más tarde, expresaría su crítica de este postulado en su Teoría General: resultaba una falacia suponer la existencia de “un eslabón que liga las decisiones de abstenerse del consumo presente con las que proveen al consumo futuro siendo que los motivos que determinan las segundas no se relacionan en forma simple con los que determinan las primeras”. De todos modos, en los hechos, desde 1929 a 1933, el PBI de EE.UU. cayó en cerca de la mitad, el consumo de bienes durables en un 70 por ciento, la inversión se redujo a su quinta parte y los precios al consumidor disminuyeron un 24 por ciento. Por su parte, lo que es más grave desde el punto de vista social, el número de desocupados pasó del 3,2 al 24,8 por ciento.
En un discurso pronunciado en 1937, el presidente Roosevelt analizaba retrospectivamente el colapso de 1929 y la depresión que lo siguió: “La sobreespeculación y sobreproducción de prácticamente todos los artículos o instrumentos usados por el hombre... millones de personas desocupadas, porque lo producido (anteriormente) por sus manos había excedido el poder de compra de sus bolsillos... Bajo la inexorable ley de la oferta y la demanda, los bienes ofrecidos llegaron a sobrepasar de tal manera la demanda que podía pagarlos, que la producción debió frenarse bruscamente. Como resultado de ello: desempleo y fábricas cerradas. Esos fueron los trágicos años de 1929 a 1933”.
Estos hechos determinaron el programa económico denominado New Deal (Nuevo Trato), sustentado en un fuerte respaldo a la inversión mediante la intervención estatal; que se hacía facilitando el crédito, realizando obras públicas para estimular la demanda e induciendo al empresariado a tomar trabajadores. Con estos objetivos se crearon numerosos organismos públicos, que en 1934 ya empleaban a cuatro millones de personas, y se emprendieron grandes obras hidroeléctricas. A través de medidas intervencionistas se procuró también salvar el sistema bancario, relanzar el crecimiento industrial e impedir la baja en los ingresos de los agricultores. En el dominio social se estableció el derecho a la negociación colectiva por parte de los sindicatos, se instauró un salario mínimo y se creó un sistema de seguridad social. En el sector externo se devaluó el dólar y se implementaron acuerdos de comercio recíprocos para agilizar el intercambio comercial y ganar mercados.
Entre 1933 y 1939 existió una reactivación indudable: el ingreso nacional se duplicó, al tiempo que mejoró la infraestructura productiva, aunque la economía norteamericana recuperaría los niveles anteriores a 1929 durante la Segunda Guerra Mundial. En todo caso, el New Deal impidió entonces que el american way of life fuera un camino a la desintegración y la decadencia.
* Economista e historiador. Investigador Superior del Conicet.
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