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La izquierda global después del 11
Los atentados terroristas del 11 de setiembre contra Nueva York y Washington tuvieron un rápido efecto depresor e inmovilizante sobre la izquierda mundial concentrada en la lucha antiglobalización. Por el mismo efecto, crecieron las campañas gubernamentales que identificaron la resistencia a la guerra con la traición. En esta nota, un recorrido por esa izquierda y las opiniones de sus líderes.
Por Andy Beckett
Desde Londres
Guy Taylor es un activista político de gran talla y confianza. Solía ser un organizador para el Partido Socialista de los Trabajadores en el Reino Unido. Hoy en día es un importante miembro de la Globalizar la Resistencia, una red de anticapitalistas británicos. Desde que ésta se estableció en febrero pasado, Taylor, con su pelo apropiadamente corto y sus pequeños, intensos anteojos, se ha destacado en las manifestaciones frente a las ferias de armas y en las reuniones de los líderes internacionales. Habla con una voz clara, nivelada, sonora e implacable como si fuera un comediante, siempre optimista, nunca sin argumento, arrojando una broma rara sin un atisbo de duda. En círculos anticapitalistas, Taylor y su organización se han convertido en algo tan ubicuo que algunos grupos rivales los llaman “Monopolizar la Resistencia”.
Desde el 11 de setiembre, sin embargo, Taylor ha tenido que ajustar en cierta medida su conducta política. Unos meses antes de los ataques contra Estados Unidos, mientras participaba de las protestas contra la cumbre de la Unión Europea el verano pasado en Gothenburg, se compró una remera. Tenía la inscripción “terrorista” en el frente. Taylor dice que no trataba de parecer amenazante –según su opinión, la violencia política “logra muy poco”– pero creía que la remera era una clara declaración contra la tendencia oficial, que recién empezaba a hacerse evidente, de marcar a todos los activistas antiglobalización como potenciales terroristas y pistoleros. La usó durante el resto del verano cada tanto. Luego, a mediados de septiembre, dejó de sentirse tan inteligente. No puede explicar el porqué. “Simplemente parecía...” hace una pausa. “¿Inapropiado?”. Sonríe un poco. “Uno no quiere...provocar discusiones... ofender a la gente innecesariamente”. Después de varias pausas más, el tiempo suficiente que usualmente emplea para resumir todos los manejos del capitalismo contemporáneo, finalmente llega a una posición. “Simplemente pensé que debía ser más cuidadoso”.
Estos son tiempos delicados para la izquierda, en Gran Bretaña y en otras partes. Primero, dos de sus tradicionales enemigos, el Pentágono y el distrito financiero de Nueva York, fueron atacados sangrientamente. Luego, los líderes de esta revuelta contra el dominio de Norteamérica en el mundo revelaron ser, casi con seguridad, radicales religiosos de una considerable ambigüedad ideológica. Luego, los instrumentos tradicionales de la opresión norteamericana a los ojos de sus críticos –bombardeos y el uso de dudosos aliados– fueron desplegados como respuesta, con aparente éxito. Y una gran mayoría del público británico lo aprobó, como lo hicieron la gran mayoría de los políticos a la izquierda del centro en Gran Bretaña y en el exterior.
Inmediatamente antes del 11 de setiembre, el panorama parecía razonablemente favorable para la izquierda. Alrededor del mundo, el largo boom de negocios de la década pasada parecía estar colapsando bajo el peso de sus propias contradicciones. En Norteamérica, el gobierno de magnates y entusiastas misilísticos de George Bush acababa de perder su mayoría en el senado y su impulso. En Gran Bretaña, el intento del primer ministro Tony Blair de convertir al Partido Laborista y al público al pensamiento del libre mercado resultaba difícil de vender. Además estaban los fracasos de Railtrack y la Iniciativa de Finanza Privada, el creciente perfil de las protestas contra las empresas desde Seattle, las polémicas contra el comercio internacional y los talleres de trabajo no regulado vendiéndose bien en las librerías, la reaparición aparente de la militancia en algunos sindicatos. “El capitalismo anglosajón estaba inquieto –dice Tariq Ali, el veterano izquierdista y crítico de Estados Unidos–. “Bush estaba virtualmente en el piso. Ahora han podido cubrir todo. Desde todo punto de vista progresista, el 11 de septiembre ha sido un desastre”. En noviembre, un editorial de la revista de izquierda británica Red Pepper habló de “una amplia sensación de impotencia, hasta parálisis. Las noticias diarias hacen que uno no quiera salir de debajo de las sábanas”. En un nuevo libro que salió a la venta después de los eventos de septiembre, titulado simplemente 9-11, Naom Chomsky, el disidente académico norteamericano qué probablemente sea quien tenga la mayor influencia sobre los anticapitalista modernos, escribe sombríamente: “Sin duda es un revés... Las atrocidades terroristas son un regalo para los elementos más duros y represivos en todos lados, y seguramente van a ser explotados para acelerar la agenda de la militarización, regimentación, anulación de los programas socialdemócratas, transferencia de la riqueza a sectores de elite y para socavar la democracia”.
Taylor lo pone más simplemente: “Pararse afuera de Gap protestando es una cosa absurda cuando se están matando civiles en Afganistán”. Otros han sido menos educados. A los pocos días de las muertes en Nueva York y Washington, cualquiera que alguna vez hubiera sido públicamente crítico de Estados Unidos o la globalización de pronto se encontró acusado de complicidad con Osama bin Laden, y peor. En la prensa británica solamente, han sido descriptos como “derrotistas” y “no patrióticos”, “nihilistas” y “masoquistas” y tanto “stalinistas” y “fascistas”: como la “banda PradaMeinhof”, “las doncellas de Osama” y “auxiliares para los dictadores”; como “flojos”, “altivos”, “vacilantes”, “sin corazón y estúpidos” y “comidos por los gusanos por la propaganda soviética”; como llenos de “charla hueca” y “decadencia intelectual”; como una colección de “idiotas útiles”, “zombis ciegos” y “gente que odia a la gente”. La mera furia y desdén de estos sentimientos ha ido más allá de los normales insultos en la política británica. “Nunca sentí nada como esto”, dice uno de los comentaristas antiglobalización, que prefirió mantenerse en el anonimato. “En el momento que sacás la cabeza sobre el parapeto, la presión es inmensa. Te quita un poco las ganas de pelear”.
Y esta nueva hostilidad hacia la izquierda llega no solo de los lugares esperados, los tabloides más probélicos, los columnistas que normalmente acusan a la gente de comunista, y la oficina de prensa de 10 Downing Street, que el mes pasado publicó una lista de periodistas –incluyendo unos cuantos del este diario–, que habían entendido “mal” la guerra. Llega de radicales bien conocidos como el periodista Christopher Hitchens y la joya socialista del gabinete, Clare Short. A principios de octubre, la revista literaria quincenal de izquierda London Review of Books publicó una selección de declaraciones nada excepcional, según sus propios patrones, sobre el estatus global de Norteamérica. Esto provocó una avalancha de cartas hostiles que recién ahora se calmó. Esta semana, el Instituto de Investigación Política Pública, prominente think tank a la izquierda del centro, llevó a cabo una debate público sobre si el 11 de septiembre no dejó a la izquierda “irreconciliablemente dividida”.
Algo de la energía parece haberse evaporado en las recientes protestas anticapitalistas. En Washington a fines de septiembre, una manifestación que intentó rivalizar con Génova y Seattle se redujo a unas pocos miles de personas marchando tentativamente por la paz mundial. En Brighton, Inglaterra, a comienzos de octubre, un bloqueo prometido a un conferencia del Partido Laborista se convirtió en una húmeda multitud arriada por la policía. En Doha, en Qatar en noviembre, la Organización Mundial de Comercio pudo reunirse sin ser molestada, y el representante de comercio de Estados Unidos pudo declarar que la cumbre había “quitado la mancha de Seattle”. Cuando los jefes de estado de la Unión Europea se reunieron en Bruselas el mes pasado, la mayoría de los diarios apenas dedicaron un párrafo a las protestas que los acompañaron.
Tarik Ali se sienta en la mesa de su cocina en Highgate en el norte de Londres mientras una llovizna fría cae golpea contra las ventanas. Se ha estado oponiendo al capital norteamericano e internacional desde la guerra de Vietnam. Dice un poco cansadamente: “El 11 de septiembre y susconsecuencias nos demostraron que el mundo entero es el imperio de Estados Unidos. Los norteamericanos hacen lo que quieren. La inteligencia de toda Europa es ahora pronorteamericana. Ve a Estados Unidos como el único proyecto emancipatorio en vista”. No del todo convincentemente, discute que el “poder desnudo” de la respuesta de Norteamérica al 11 de septiembre, y su conducta abiertamente egoísta sobre la Guerra de las Galaxias y las cuestiones ambientalistas en los últimos años, “es más fácil de manejar”. Sorbe su té. “El imperialismo norteamericano siempre fue un imperialismo que no se anima a pronunciar su nombre. Ahora toda esa basura desapareció”.
Está escribiendo un libro que explora las similitudes entre el Presidente Bush y bin Laden, y sus ambiciones para imponer sus ideas agresivas, basadas en la religión, sobre el resto del mundo. Entre capítulos dejó su escritorio para hablar en reuniones públicas sobre la hipocresía de la cada vez más amplia y aparentemente implacable “guerra contra el terrorismo”. Parece un trabajo duro. “Uno sólo trata de levantar la moral”, dice. Pero luego añade algo interesante. “El grueso de la gente ahí, un 70 por ciento, diría yo, tiene entre 18 y 25 años”. Sigue: “El movimiento antibélico en Gran Bretaña es más grande que en cualquier otro lado excepto Italia”. Y misteriosamente para aquellos que han celebrado la muerte de la izquierda desde septiembre, este parece ser el caso.
En la primera gran manifestación británica contra la guerra en Afganistán, en Londres a mediados de octubre, una cifra entre 20.000 (estimada por la policía) y 50.000 (estimada por los organizadores) marcharon desde Hyde Park Corner hasta Trafalgar Square. Era una día inesperadamente cálido, pero eso no explicaba suficientemente porqué columnas de manifestantes seguían llegando a la plaza más de una hora después de que comenzaran los discursos. Una coalición confiada se formaba alrededor de las fuentes y las estatuas: estudiantes tostados por el sol y británicos asiáticos de aspecto respetable, londinenses bien vestidos de unos 30 años y menudas señoras ancianas de la Campaña por el Desarme Nuclear. En la próxima marcha en Londrés, en una tarde mucho más fría de noviembre, los organizadores contaron el doble de número de manifestantes. La policía, como tiende a hacerlo, insistió en que eran sólo 15.000, pero la importancia de ambas manifestaciones ya era clara: mucha más gente de la esperada estaba preparada activamente para oponerse a la guerra, que, según el gobierno y la sabiduría más convencional, era tan directamente moral que casi no requería debate. Y esta coalición antiguerra se parecía notablemente a la alianza que se oponía a la globalización antes del 11 de septiembre.
En Globalizar la Resistencia, la vieja computadora que ocupa casi un cuarto de la oficina contiene una lista de 2.500 direcciones de correo electrónico. Taylor suponía que cuando su organización saliera contra la guerra, por lo menos “30 o 40” de esas personas cancelarían sus suscripciones a la organización. Ninguno lo hizo hasta mediados de diciembre y nadie lo hizo desde entonces. “Mucha gente ha tomado esta posición antiguerra como pato en el agua” dice con una sonrisa de satisfacción de activista.
Si uno busca en los sitios web, en las revistas y volantes de izquierda, es fácil ver porqué. Las disculpas para bin Laden y el terrorismo internacional brillan por su ausencia. Muchas actividades radicales –Dia Stop Esso, vigilia a la luz de las velas para los buscadores de asilo, el Grupo de Marcha Anarquista (“Ejercicio, discusiones, y violar la ley”)– siguen como siempre, sin referencia al 11 de setiembre. Y donde se mencionan los eventos de ese día y sus consecuencias, han sido prolijamente encuadrados en vías preexistentes de pensamiento: la “guerra contra el terrorismo” es “el rostro militar de la globalización”, o “el antiguo poder imperial y nada nuevo”; la actual habilidad de Norteamérica para ganar aparentemente cualquier guerra es el problema, no la solución; los países pobres siguen siendo prepoteados por los ricos. Más aún, hay evidencia de que esos análisis cuentan con aprobación del público. Los lectores del periódico Big Issue de Gran Bretaña eligieron recientemente a Paul Marsden, el parlamentario laborista que recientemente se pasó a los Demócratas Liberales por su oposición a la guerra, como su “Héroe del Año” para 2001. Hablando ahora con Hilary Wainwright, editores de Red Pepper, uno tiene la sensación de alguien que recupera su seguridad ideológica. Wainwright ignora el ataque contra la izquierda: “Hombres de paja han sido puesto en posición. Hitchens, que realmente es un amigo, dijo que la izquierda no fue suficientemente crítica del 11 de setiembre”. Wainwright parece educadamente exasperada. “La izquierda siempre ha estado atacando a los talibanes y el terrorismo como la solución para cualquier cosa”.
Pero la reciente historia británica sugiere que antecedentes intachables en los cuestiones pasadas de política exterior pueden no ser una defensa suficiente para los izquierdistas acusados de vacilar en tiempo de guerra. George Orwell inauguró la moderna tradición de abusar de los pacifistas y los escépticos de la guerra durante la Segunda Guerra Mundial. En 1942, escribió: “El pacifismo es objetivamente profascista”. El argumento de Orwell era que los enemigos de Gran Bretaña eran tan poco atractivos política y moralmente, en este caso, que la función normal de la izquierda de cuestionar y rebelarse se había vuelto inapropiada. Que Orwell fuera un famoso izquierdista y generalmente un crítico de los gobiernos dio vida a esta lógica patriótica desde entonces.
“Durante la crisis de Suez, Nasser era Hitler –dice Ali–. Durante las Malvinas Galtieri era Hitler, luego Saddam Hussein fue Hitler, luego Milosevic. Ahora lo son los talibanes y Al-Qaida”. En cada caso, el personaje que el régimen británico ha debido confrontar ha sido usado para justificar el silenciamiento de la disidencia. Y como la izquierda británica generalmente apoyó la Segunda Guerra Mundial, los referencias a ese conflicto siempre ganaron suficientes izquierdistas durante estas guerras subsiguientes –y menos justificables– para dar la impresión de que la izquierda británica estaba dividida y en crisis. Hitchens es simplemente el último radical que quiere sonar como un duro pero honrado Orwell.
En otras formas también, el panorama político británico desde el 11 de septiembre es en realidad bastante familiar. Como durante la guerra del Golfo y de las Malvinas, sólo hubo un apurado debate en el Parlamento británico sobre el conflicto. Un sentimiento de inevitabilidad acompañó cada escalada militar. Y sin embargo, la proporción del público británico que se oponía a cada una de esas guerras se mantenía entre un quinto y un tercio.
Mientras tanto, los éxitos proclamados por los militares y sus partidarios parecen ser cada vez más cuestionados, al tiempo que se filtraban las noticias sobre el creciente número de muertos civiles entre el enemigo, y lentamente resultó claro que los líderes del último oponente de Gran Bretaña pueden estar sueltos. Quizás lo que se reveló en los meses recientes no fue la incapacidad de la izquierda británica para pensar correctamente sobre el terrorismo sino la incapacidad del sistema político británico para pesar seriamente las consecuencias de la guerra. “Fue siempre así –dice Ali–. En el pico de la guerra de Vietnam, creo que conseguimos que 50 o 60 miembros del Parlamento (sobre 600) firmaran un moción en su contra”.
Alan Simpson, parlamentario de la izquierda del laborismo, y uno de menos de una docena que votó contra los bombardeos de Afganistán, ve la casi unanimidad en la Cámara baja del Parlamento en tiempos de guerra como parte de una “crisis de representación” más amplia. La discusión seria sobre las preocupaciones de los manifestantes antiglobalización está igual de ausente, dice. Sin embargo, ve una estrechez y una falta de madurez en esos manifestantes que los hechos desde septiembre han dejado expuestos. “”Articulan una línea de pensamiento que dice: ‘Los gobiernos son todosunos bastardos. El sistema político está podrido’. Eso está bien hasta cierto punto. Pero se retrae de lo global a lo local. No tiene realmente un internacionalismo.”
Se podría decir que el movimiento antiglobalización pasó la última década, más o menos, desarrollando una crítica sofisticada de la empresa moderna –una política económica, si se quiere–, pero descuidó delinear una política exterior, una grupo coherente de propuestas sobre cómo deberían operar los países y comportarse entre sí. “Todos están muy aferrados a la sustentabilidad y al comercio –dice Wainwright–, pero no a la enormidad y la anarquía del poder de Estados Unidos”. Como resultado, cuando estalla una guerra, y las actividades de Nike y Microsoft de pronto parecen menos importantes que las del gobierno –cuya autoridad se presumió que estaba disminuyendo–, hay un cierto desorden en los círculos anticapitalistas. Cuando primero se difundió la noticia que el World Trade Centre había sido atacado, los miembros de la Globalizar la Resistencia estaban participando de una protesta a la entrada de una feria internacional de armas en el este de Londrés. Taylor dice orgullosamente: “Ya estábamos atacando la muerte y la destrucción”. Lo que olvida decir es que, cuando un orador en la manifestación anunció lo que acababa de suceder en Nueva York, hubo algunos aplausos entre la multitud.
Otras respuestas izquierdistas han sido tenido un efecto contraproducente por motivos opuestos. Muchos opositores a la represalia norteamericana contra Afganistán pusieron un cuidadoso y pragmático énfasis en las dificultades de una campaña militar. Pero las predicciones sobre batallas no son lo que los civiles inclinados al pacifismo hacen mejor, y una vez que las “fortalezas” talibanas comenzaron a caer, fue difícil oponerse a la guerra por motivos más fundamentales. “El argumento de que los norteamericanos se iban a atascar en Afganistán como los rusos, fue en realidad una capitulación –dice Peter Wiley, editor del New Statesman, que se ha opuesto a la guerra por una cuestión de principios–. La izquierda debe tomar su posición sobre si la guerra está bien o no, no sobre el tipo de terreno en Afganistán.”
Suzanne Moore, la columnista del diario de izquierda Mail on Sunday, escribió después de las primeras semanas de bombardeos a Afganistán: “La guerra no está funcionando”. Un mes más tarde, con una rara franqueza entre sus escépticos compañeros, confesó en letras de molde: “Los bombardeos ‘funcionaron’ mucho más efectivamente que lo esperado por todos... Yo y otros juzgamos mal la situación”. “En retrospectiva –dice ahora–, me asombra cuanto ignorábamos y todavía no sabemos sobre la situación en Afganistán. Hay una progresión desde la guerra del Golfo en que sabemos cada vez menos como marchan las guerras.” De esta forma, entre otras, el reforzamiento del control de los militares occidentales sobre el acceso de los medios a los modernos campos de batalla es una manera cómoda de desarmar a los críticos: la información confiable sobre el progreso de las operaciones militares llega demasiado tarde para que los comentaristas antiguerra hagan un juicio seguro sobre su éxito o cualquier otra cosa.
Sin embargo, muchos de aquellos que predijeron un desastre en Afganistán siguen sin disculparse. “Se obtiene más efecto cuando se predice lo peor -dice Mark Seddon, editor del periódico de la izquierda laborista Tribune, y miembro del comité ejecutivo nacional del partido–. Hay una buena tradición pacifista en Gran Bretaña, pero hay que ir más allá de eso. Sé, por ir a varias reuniones de votantes, que hay mucha oposición a la guerra. Existe una sensación que podría prolongarse y, quién sabe, tal vez sea cierto.”
Denis Healey, ex secretario de Defensa laborista, y de ninguna manera un opositor automático a las acciones militares británicas, comparte las dudas de Seddon. “Estaba en contra el bombardeo de Afganistán porque mataría a más civiles y crearía más terroristas, e hizo precisamente eso.” ¿Le importa el abuso que reciben los partidarios anti guerra?. Responde alegremente: “Yo sólo digo, ‘que se jodan’. Alistair (Campbell, secretariode prensa) está haciendo su trabajo. La forma más fácil de atrapar gente es a través de la culpa por asociación. Pero estoy muy en contra de Osama bin Laden”.
Otro problema, sin embargo, de esta clase de pesimismo militar, es que es muy difícil de distinguir, por momentos, del de los escépticos de la guerra en el lado opuesto del espectro político. Los columnistas en los diarios y revistas de derecha británicos, que objetaron a la guerra en Afganistán por contener elementos humanitarios, o porque era un iniciativa en la que el gobierno laborista estaba involucrado, no son buenos compañeros de cama para aquellos que van a las marchas por la paz. “Cualquier causa tiene buenos y malos partidarios”, dice Healey. Pero es cuestionable si la coherencia y la credibilidad de la opinión de la izquierda del mundo es ayudada cuando se superpone con la de los enemigos naturales de la izquierda.
Wainwright dice que se aprendieron lecciones de toda esta turbulencia. Las preguntas sobre el rol de la ley internacional y las Naciones Unidas, –que han estado juntado polvo durante décadas mientras los idealistas de la izquierda se dirigieron a temas más simples y más fácilmente publicitados, como los excesos de empresas individuales– deben ser resucitadas, dice ella. Simpson está de acuerdo. El desprecio anarquista por las instituciones globales, que ha sido una importante influencia en el anticapitalismo moderno, parece menos inteligente ahora que Estados Unidos está amenazando con hacer lo que le place.
El movimiento antiglobalización se vio forzado a crecer en otra forma, también. “Algunos –dice Wainwright–, solían pensar que si los fundamentalistas religiosos eran anticapitalistas, entonces no necesitábamos enfrentarlos”, Ahora, ella y otros de la izquierda británica esperan que haya un compromiso crítico mutuo y correcto entre los críticos seculares y religiosos de los empresas modernas, así como entre aquellos en el mundo rico y aquellos en el resto del mundo.
La forma en que tales disidentes son tratados por sus respectivos policías y gobiernos puede ayudar con este proceso. Antes de setiembre, el uso de la violencia de estado y las prohibiciones especiales contra las manifestaciones anti capitalistas –algo habitual en el mundo en desarrollo– ya era más común en países ricos, relativamente liberales. Hubo manifestantes muertos por la policía durante los disturbios del año pasado en Génova y Gothenburg. Con una legislación “anti-terrorista” ominosamente vaga aprobada hace poco en Gran Bretaña y Estados Unidos, la izquierda sabrá pronto si, como dice el slogan de Globalizar la Resistencia, “el apriete nos hace más fuertes.”
Taylor está seguro que así será. En su estilo fresco y optimista, promete que “es de esperar que haya más temas de confrontación” si la guerra se expande. “Estamos aprendiendo mucho del movimiento anti guerra de Vietnam,” dice. Pero antes de abandonar su oficina para continuar nuestra conversación en un pub cruzando la calle, baja las persianas de las ventanas. “No quiero que entren los espías”, dice, sonriendo.
* De The Guardian de Gran Bretaña. Especial para Página/12.
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