EL MUNDO › TESTIMONIO DESGARRADOR DE UN SOBREVIVIENTE DE LOS ESCUADRONES COLOMBIANOS
El dirigente campesino refugiado en Venezuela Alejandro Mejía alerta sobre la connivencia entre las fuerzas paraestatales y los militares bajo el mando de Alvaro Uribe. Explica la lógica belicista de las FARC, pero dice que la lucha armada es inviable.
Desde Caracas
La señal de identificación había sido acordada. Llevaría una camiseta de River Plate. La cita era la plaza principal de Los Teques, un barrio popular a treinta kilómetros de Caracas. Después de recorrer tres líneas de metro, hacer dos combinaciones y tomar un bus, Página/12 llegó al lugar pactado, la plaza Guaicaipuru, que lleva su nombre en homenaje a un cacique de la tribu de los teques. Sentado en un banco esperaba Alejandro Mejía, un cuadro político ligado por historia a las FARC. No llevaba la camiseta de la banda roja y blanca sino una negra que el club de Núñez suele usar como alternativa. “Soy hincha de River desde que Juan Pablo Angel salió de Atlético Nacional de Medellín”, se presenta. Veinticinco años, bachiller diplomado en derechos humanos, Mejía es uno de los tantos refugiados colombianos en Venezuela. Hace dos meses que vive en las afueras de Caracas.
Mejía cruzó la frontera en abril de 2007, luego pidió el asilo político en Maracaibo. En su país era dirigente campesino, había llegado a ser secretario general de la Asociación Colombiana de Beneficiarios de Reforma Agraria. Sus padres habían militado desde siempre en la Unión Patriótica, el movimiento creado por el Partido Comunista y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia tras un acuerdo de cese del fuego en 1982. Su familia era de la localidad de Apartadó, departamento de Antioquia, cuya capital es Medellín. Cuando vivía allí fue testigo de los efectos del desembarco en la zona de las Autodefensas Unidas de Colombia, los paras: “Mi vecino era un anciano de unos ochenta años y su esposa tendría unos setenta. A los dos los decapitaron y los enterraron en una fosa común. Se llamaba Juan Cañas”.
Mejía debió convivir con la violencia desde muy pequeño. Vio de cerca las atrocidades cometidas por las AUC. “Una de las cosas que más me alteraron fue ver con mis propios ojos cómo una niña de cinco años había sido descuartizada con una motosierra.” Tras el asesinato del candidato presidencial de la Unión Patriótica, Bernardo Jaramillo, toda su familia abandonó la zona de Urabá, donde vivían. Mejía se sumó al movimiento campesino y se instaló en las afueras de Bogotá. Comenzó a sumar pobladores pero no tardó en llegar la represión a través del Bloque Capital de las AUC. Dos campesinos que se habían integrado al movimiento por iniciativa suya fueron asesinados en el municipio de Silvania, departamento de Cundinamarca. “Fue muy doloroso para mí. La compañera se llamaba Marlene Rodríguez, de él no recuerdo el nombre. Fui yo personalmente a afiliarlos a la organización. Me sentí responsable de sus muertes.”
Mejía conversa con Página/12 en una cervecería de mala reputación. En una fonola suena “Qué bonita vida”, un vallenato romántico de Jorge Celedón, un autor colombiano. “Acá en Venezuela escuchan toda música de afuera. Vallenato nuestro, reggaetón portorriqueño o rancheras mexicanas”, comenta Mejía. Se lo nota distendido, dispuesto a hablar. Incluso a relatar experiencias traumáticas. Lo hace con el acento típico de la región de Medellín, donde usan el “vos” tan caro a los argentinos. Parece mentira que el veinteañero colombiano que recuerda con timidez alguna novia haya corrido serio riesgo de morir asesinado. Y fue hace menos de un año, en una ronda de los paramilitares que operaban en el departamento de Cundinamarca.
–¿Por qué te viniste a Venezuela?
–Después de la realización del Congreso Agrario se vino una represión por parte de las fuerzas paramilitares debido al reagrupamiento de las organizaciones campesinas y comunitarias en Colombia, lo cual representaba un peligro serio para los terratenientes. Hubo una reacción. Y mataron a dos compañeros de base que habían participado en una marcha y en el Congreso. Fue en un recorrido que hicieron los paramilitares por la vereda en la cual yo vivía, la vereda donde estaba la finca donde yo vivía, a una hora de Bogotá. Pasaron por mi casa, yo no estaba, siguieron haciendo el recorrido y en ese recorrido asesinaron a dos compañeros de la organización.
–¿Cómo se llamaban?
–Una señora que era viuda, que llevaba treinta años viviendo en la finca: la compañera Marlene. Pasaron y la asesinaron. Otros compañeros que asesinaron en la región del Caquetá. Otros que encarcelaron. Después de estos hechos, nos vimos en la obligación de salir de la finca y no volver a pisar territorio rural. Tras estar en Bogotá y recibir amenazas en la casa donde yo estaba, no hubo otra opción que buscar de alguna manera la salida del país. Se nos vislumbró Venezuela en la medida en que tiene la legislación más avanzada con respecto al tema de refugiados políticos que hay en América latina. Salimos quince compañeros. Y yo estoy al frente.
–¿Quiénes eran los paramilitares que actuaron contra ustedes en las afueras de Bogotá? ¿Los que intentaron asesinarte?
–Las AUC. Estando en Bogotá, los hostigamientos contra los dirigentes campesinos venían firmados por el Bloque Capital de las Autodefensas.
–¿El gobierno y la Justicia no impiden que actúen estas fuerzas al margen del Estado?
–Le voy a contar dos anécdotas que tuvimos con miembros de nuestra organización. Uno de los miembros de mi organización, un joven campesino, fue reclutado por el ejército. En Colombia el reclutamiento es obligatorio. Este muchacho nos contó que ellos patrullaban con los paramilitares en el municipio de Silvania, del departamento de Cundinamarca. Que eso pase en regiones distanciadas de la capital es lo más normal del mundo. Pero Silvania es un municipio a cuarenta minutos de Bogotá. En otra ocasión, otro miembro de nuestra organización reclutado por el ejército me llamó para informarme que el ejército había capturado a dos paramilitares en la zona de influencia de nuestra organización. Pero les pidieron documentos y ellos dijeron “trabajamos con Autodefensas y estamos en búsqueda de colaboradores con la guerrilla”. Y el sargento del ejército les dijo: “Colabórenos y nosotros les colaboramos. ¿A quiénes andan buscando ustedes?” Y los paras les contestaron: “Estamos buscando a Alejandro Mejía, que vive por acá cerca, y que es el que coordina todo lo político en la región. Coordina la organización de los campesinos. Estamos buscándolo a él porque sabemos que es el líder en esta región”. Este muchacho estaba ahí presente en la conversación.
–¿Era un amigo tuyo?
–Un miembro de la organización. Me llamó y me dijo: “Alejandro, pilas, que te andan buscando los paramilitares”. Este sargento anotó el nombre mío y el ejército se unió a los paramilitares de la zona para buscarme a mí cual si fuera un delincuente por el solo hecho de que efectivamente yo era el que coordinaba en esa región todo el accionar de las organizaciones campesinas. Estas meras dos anécdotas a las que yo tuve acceso muestran cómo la colaboración entre el ejército y los paramilitares sigue hoy tan viva y latente como siempre. Lo que pasa es que hoy se cuidan mucho más las formas. Hoy ya no lo hacen tan abiertamente. Hoy hay muchos ojos escrutadores que están encima de ellos presionando. Las organizaciones no gubernamentales, las organizaciones de derechos humanos. Entonces hoy lo hacen discretamente pero igual lo siguen haciendo. El paramilitarismo sigue cumpliendo la función de “quitarle el agua al pez”, la tesis de Mao Tsé Tung de que al quitarle las bases al movimiento insurgente el movimiento insurgente muere por ahogamiento.
–¿Las FARC pueden ser exterminadas, derrotadas militarmente? Recientemente han caído jefes importantes. Parece que Uribe está apostando a eso.
–Las FARC no son derrotables en el campo militar.
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