EL MUNDO › CUARTA NOTA SOBRE LAS NUEVAS IZQUIERDAS EN LATINOAMERICA
› Por José Natanson
En un país pequeño, de bajísima productividad y expuesto a los vaivenes de los precios internacionales, la dolarización actúa como una camisa de fuerza que le quita al gobierno margen de maniobra y le impide avanzar con políticas más audaces. La economía se sostiene gracias a las exportaciones de materias primas –petróleo y en menor medida banana y camarón– y las remesas que envía el millón de ecuatorianos que vive en el exterior.
Los argentinos lo recuerdan bien. Como la convertibilidad, el encanto y la maldición de la dolarización son las dos caras de la misma moneda: su carácter de irreversible –o, al menos, difícilmente modificable– es la clave para despejar el riesgo devaluatorio y neutralizar la inflación, lo cual, en teoría, debería contribuir a regenerar el círculo virtuoso de confianza-inversión-crecimiento-empleo. Pero el esquema ultrarrígido, que implica sacrificar la política monetaria y cambiaria, genera graves inconvenientes: el primero, el más elemental, es que le impide al gobierno enfrentar los shocks externos con medidas contracíclicas (con una devaluación, por ejemplo), privándolo de herramientas esenciales para maniobrar en contextos de crisis y dejando al endeudamiento y a la política fiscal –es decir, el ajuste de los gastos del Estado– como únicas alternativas.
A este problema se suma la sobrevaluación cambiaria. En Ecuador, la paridad inicial fue fijada a 25 mil sucres por dólar, un tipo de cambio devaluado que sin embargo se fue apreciando como efecto de la inflación, que desde el inicio de la dolarización hasta hoy ya acumula 150 por ciento. Esto neutralizó el efecto de la devaluación inicial y potenció los peores rasgos del modelo: pérdida de competitividad, sesgo antiexportador y debilitamiento del aparato productivo.
“Supuestamente, el objetivo era acabar con la inflación y garantizar la estabilidad, pero el verdadero fin era otro –me dijo Alberto Acosta, ex ministro de Energía de Correa y actual presidente de la Asamblea Constituyente, cuando conversé con él en una cevichería del centro de Quito—. El verdadero objetivo era arraigar el modelo neoliberal, garantizar la continuidad de las reformas más allá de los resultados electorales. Y hoy es el gran límite que impone la economía a cualquier cosa que uno quiera hacer.”
Cuando recién se implementó, en enero del 2000, la dolarización produjo un efecto estabilizador y permitió generar un ambiente de mayor previsibilidad, que no consiguió atraer miles de millones de dólares en inversiones pero que sí alcanzó para revitalizar la demanda interna y abrir algunas líneas de crédito, sobre todo orientadas al consumo. La pobreza y el desempleo cayeron y el PBI creció entre 3 y 4 por ciento en los dos años siguientes.
Pero el análisis debe contemplar el contexto externo, increíblemente favorable, marcado por los altos precios del petróleo, el incremento de las remesas y las bajas tasas de interés internacional, a lo que habría que sumar dos datos más, uno transparente y otro más oscuro: el transparente es la devaluación internacional del dólar, que le devolvió cierta competitividad a la economía ecuatoriana; el oscuro es el ingreso de millones y millones de narcodólares a través de la frontera colombiana. Pese a todo esto, el crecimiento ha sido muy desparejo, 4 puntos en promedio desde el 2000 hasta hoy, lo que implica un porcentaje inferior a la media regional.
En suma, la dolarización se sostiene en este contexto atípico, pero no ha permitido aprovechar las extraordinarias condiciones internacionales y es un misterio cómo podrá sobrevivir en un ambiente menos favorable.
Cuando todavía era un profesor de economía dedicado a los debates académicos, Correa escribió en Iconos, la revista de Flacso Ecuador: “Un tipo de cambio fijo irreversible, en una economía abierta, pequeña y de baja productividad, es claramente un disparate técnico, que seguramente algún día controlará la inflación, pero probablemente quebrando el sector real de la economía”.
La presión social lo obligó a cambiar de discurso. En Ecuador, la dolarización no es vista como una bomba a mediano plazo sino como una tabla de salvación que sería insensato abandonar. Fue la salida desesperada a la crisis política y económica más grave de la historia del país, por lo que es natural que hasta hoy sea valorada como un bien a preservar. Y es natural también que el amplio consenso social del que goza la dolarización llevara a Correa a prometer durante la campaña presidencial del 2006 que no introduciría modificaciones en caso de alcanzar la presidencia. “Así como fue una insensatez entrar, tratar de salir en estos momentos sería igualmente insensato”, señaló.
Lo curioso es que Correa fue elegido presidente por la fama cosechada durante su breve gestión como ministro de Economía, durante la cual tomó distancia del FMI, se enfrentó a Estados Unidos y demostró su decisión de aplicar medidas heterodoxas. Pero al mismo tiempo se le exige que no abandone la dolarización, que impone los límites más estrechos a su voluntad de cambio: esta contradicción fundamental es su mochila de plomo.
La idea es fortalecer el rol del Estado con algunas políticas desarrollistas sin modificar el sistema cambiario. Uno de los objetivos, clave en una economía con tipo de cambio fijo, es bajar la tasa de interés, para lo cual se intenta devolverle cierto protagonismo a la banca pública. La recuperación de Petroecuador –como Irán, Ecuador es un exportador de petróleo que debe importar combustible– es otra de las metas del gobierno. Y, finalmente, una de las medidas más criticadas por la oposición: la decisión de utilizar los recursos del Fondo de Ahorro y Contingencia, formado con dinero proveniente del petróleo como garantía para el pago de la deuda externa, y la firma de un decreto que estipuló que el 99 por ciento de los fondos obtenidos por el aumento del precio del crudo iría a parar al Estado. Todo esto en el marco de una política internacional que incluye la cancelación del acuerdo con Estados Unidos por la Base de Manta (única base militar norteamericana en Sudamérica) y la decisión de no firmar un tratado de libre comercio con Washington, lo que convertiría a Ecuador en el único país americano con costas en el Pacífico en no haber firmado una alianza comercial con el coloso del Norte.
La cara social de este giro económico es la duplicación del Bono de Desarrollo Humano que se entrega a las familias más pobres, de 15 a 30 dólares, el aumento del Bono para la Vivienda, de 1800 a 3600 dólares, y la implementación de subsidios a la harina, los fertilizantes y el transporte público para frenar la suba de precios.
Pero la gestión económica está lejos de los objetivos planteados. Ecuador creció apenas 3,9 en 2006, 2,9 en 2007 y se estima menos de 3 por ciento para 2008. Es decir, un promedio inferior al de la región, como resultado de un esquema económico que en algún momento será necesario discutir. Aunque nunca lo dirá en voz alta, Correa probablemente siga pensando que tarde o temprano será necesario abandonar la dolarización. Recupero otro párrafo de su artículo. “La salida debería realizarse de manera paulatina e implicaría un largo período de tiempo. Para ello será necesario acumular dos cosas: recursos económicos y consenso social”, escribió Correa. Lo primero consiste en atesorar reservas para tener capacidad de maniobra una vez levantada la represa. El segundo aspecto es más delicado: “En el caso de la convertibilidad argentina, dicho consenso social se logró cuando ya la crisis era demasiado grande. Y precisamente como consecuencia de ésta”.
El momento aún no ha llegado: la reforma constitucional insume buena parte de la energía política del presidente, cuyo poder dependerá en buena medida de cómo se resuelva el trámite.
Durante casi diez años, desde 1997 hasta la victoria de Correa, Ecuador vivió un ciclo de fuerte inestabilidad política, infrecuente aun para las alteradas repúblicas latinoamericanas, que lo llevó a batir el record regional de gobiernos cortos, con ocho jefes de Estado en una década, en un contexto de descomposición partidaria, caos económico y creciente deterioro social. Todo esto bajo una serie de liderazgos fallidos, el primero de los cuales fue el pintoresco Abdalá Bucaram, cuyas primeras medidas como presidente fueron: el anuncio de que grabaría un disco con el grupo Los Iracundos, la decisión de no mudarse al palacio presidencial con el argumento de que carecía de una cancha de fútbol y el intento de contratar a Diego Maradona por un millón de dólares. Además, claro, de un paquete de medidas que marcaría el inicio del ciclo económico neoliberal.
A Bucaram le siguió Jamil Mahuad, el prestigioso ex alcalde de Quito que implementó la dolarización y que fue desplazado tras una rebelión indígena y un intento de golpe de Estado, y Lucio Gutiérrez, el militar golpista que tuvo que renunciar luego de una nueva revuelta popular, esta vez de clase media. Y entre uno y otro, vicepresidentes y legisladores que asumían de manera transitoria. En fin, una monótona sucesión de crisis que fue consolidando la idea de que algo funcionaba estructuralmente mal en la democracia ecuatoriana.
En esta perspectiva histórica, parece natural que Correa hiciera de la promesa refundacionista el eje de su campaña, como en su momento hicieron Chávez y Evo Morales, pero con la diferencia de que, para subrayar su voluntad antipartidocrática, el ecuatoriano se negó a presentar candidatos al Congreso, lo cual generó una larga pulseada institucional que incluyó decisiones muy discutibles, como el desplazamiento de 57 parlamentarios opositores y su reemplazo por suplentes. Pese a todo, Correa logró sortear los escollos institucionales para convocar al plebiscito por la reforma constitucional, donde el Sí se impuso con un abrumador 82 por ciento, y luego obtuvo una mayoría holgada en la elección de convencionales. Su camino luce ahora más despejado.
Osvaldo Hurtado, ex presidente de Ecuador y uno de los grandes referentes del pensamiento neoliberal de su país, me dio su opinión durante una entrevista en su pequeña oficina en Quito: “Son líderes populistas, que creen que las instituciones están a su servicio y no ellos al servicio ellas”.
Es cierto que Correa comparte con Chávez el estilo carismático de liderazgo, la conexión directa con los sectores populares, la voluntad redencionista y un modelo de gestión decisionista que tiende a concentrar el poder en la figura del presidente. También la idea de que la historia empieza con ellos, como si no hubiera pasado (o como si el pasado valioso fuera sólo el lejano, el de Bolívar o Eloy Alfaro). Sin embargo, sería absurdo definir a Correa como una marioneta teledirigida por Chávez desde Caracas. El hombre, gusten o no sus políticas, ha demostrado que tiene personalidad. Y aunque la alianza con Venezuela es importante, no implica un alineamiento total: Correa, por ejemplo, se niega a abandonar la Comunidad Andina de Naciones y ha rechazado, diplomática pero firmemente, las invitaciones a sumarse al ALBA.
El ascenso político de Correa es resultado del dramático desmoronamiento del sistema político y económico ecuatoriano y de la emergencia de dos actores sociales que habían ganado protagonismo en la última década: el movimiento indígena, que protagonizó la revuelta contra Mahuad y apostó a Gutiérrez pero que ahora mira con simpatía al nuevo presidente; y las clases medias quiteñas que lideraron la “rebelión de los forajidos” y que constituyen la base social más importante del gobierno.
Sin la imprevisibilidad de Chávez y con sólo atisbos de su proverbial megalomanía, Correa ha logrado un amplio respaldo popular y, a menos de dos años en el poder, aún no tiene que lidiar con el desgaste inevitable de la gestión. Pudo concretar, pese a todos los obstáculos, algunas de sus promesas, desde la Asamblea Constituyente hasta políticas sociales para los sectores más castigados. Y no enfrenta la resistencia de partidos políticos fuertes ni de poderes regionales potentes. A diferencia de Bolivia, donde los reclamos autonómicos de Santa Cruz constituyen la principal oposición a Evo Morales, en Ecuador la oligarquía de Guayaquil, una ciudad que se parece cada vez más a Miami y que es la sede de las principales empresas exportadoras, no ha logrado construir un foco de oposición convincente. Los tres triunfos electorales de Correa –en las presidenciales, en el plebiscito por la reforma constitucional y en la elección de constituyentes– se extendieron homogéneamente por todo el país, quebrando la tradicional división costa-sierra. Todo esto confirmaría su fortaleza y permitiría augurarle larga vida al nuevo líder. Sin embargo, los desequilibrios producidos por la dolarización, ese corset de hierro que no logra quitarse, echan sombras sobre un futuro que de otro modo luciría mucho más promisorio.
* La semana próxima: 7 preguntas y 7 respuestas sobre la Bolivia de Evo Morales.
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