Dom 30.03.2008

EL MUNDO

Mugabe, reloaded

› Por Sergio Kiernan

Robert Mugabe, 84 años, padre fundador de Zimbabwe, eterno presidente y hombre de ya dudoso equilibrio mental, ayer volvió a hacer fraude en su país. La vieja Rhodesia, que fue el primer experimento de transición pacífica entre blancos y negros, y un modelo posible de de-sarrollo africano, es un cadáver económico. La expectativa de vida es la más baja del mundo, ya no quedan ni las medicinas más básicas, hay luz cuando hay luz, de a ratos. Mugabe ya demostró ampliamente que va a matar a su nación antes de aceptar lo inaceptable: cederle el poder a otro.

La enorme estatura de Nelson Mandela medio que esconde que Rhodesia fue el primer caso de descolonización negociada y Mugabe el primer presidente negro en dar un lugar a su minoría blanca. Rhodesia llevaba el nombre de Cecil Rhodes, el inglés que se hizo millonario en Sudáfrica, fogoneó la conquista de las repúblicas bóer del Transvaal y Orange, y pagó de su bolsillo la de los territorios al norte, que hoy forman Zambia y Zimbabwe.

Para los años sesenta la colonia era un anacronismo, un apartheid de hecho bajo bandera británica. Londres puso tantos palos en la rueda que los rodesianos declararon la independencia y formaron gobierno con Ian Smith a la cabeza. Duros y bocones como sus vecinos de habla afrikaans, los rodesianos fueron expulsados hasta de la comunidad británica de naciones, sufrieron un boicot absoluto y llegaron a tener una sola embajada, en Pretoria. Sin embargo, prosperaron a su manera chacarera, en una vida de provincias que no tuvo minifaldas y estuvo signada por una guerra brava pero razonablemente limpia contra dos guerrillas. Una era la que dirigía el expansivo, decente y trágico Joshua Nkomo, universalmente considerado el padre del nacionalismo africano moderno en el subcontinente –el norte árabe sigue otro guión–. La otra era la que teledirigía Mugabe, famoso por no haber disparado un tiro en su vida.

Para fines de los setenta, la situación era insostenible o era sólo sostenible por la masacre. Como iban a descubrir los sudafricanos una década después, un régimen en el que una muy pequeña minoría domina absolutamente a la mayoría demanda un nivel de violencia creciente, que culmina eventualmente en el genocidio. Ian Smith sigue siendo un fanático, pero nunca fue un Milosevic, por lo que en 1979 terminó sentado a una mesa tripartita como nunca se había visto. La mediaban los británicos, que de esto saben, y se sentaban el gobierno y las dos guerrillas. No fue fácil pero funcionó. Los blancos recibieron asientos reservados en el Senado por los primeros años de gobierno mayoritario, garantías a su propiedad y la promesa formal de que el aparato del Estado no sería purgado.

Así, en 1980 hubo elecciones, Mugabe pasó a ser primer ministro ganándole por los pelos a Nkomo, Rhodesia desapareció legalmente y apareció Zimbabwe, con la rebautizada Harare como capital. Para sorpresa general, Mugabe abrió un discurso conciliador y arrancó una política de ampliar los beneficios de la vida moderna para la mayoría, sin atacar a la minoría. Zimbabwe floreció y se hizo famosa en el continente como el país con la mayor tasa de educación, los mejores hospitales y rutas, las campañas de vacunación más amplias y un verdadero boom de la cultura. De esos primeros años vienen la Feria del Libro de Harare y la fama de autores como Dambudzo Marechera, un raro caso de escritor africano de vanguardia. Es difícil explicar el valor que tuvo como modelo de gestión: Sudáfrica era –-y es– el país más desarrollado de Africa, pero Zimbabwe tenía un gobierno realmente democrático y plural, libertad y justicia social crecientes. No extraña que Pretoria odiara a su vecino y le hiciera las mil y una, de sabotajes a desplantes e incursiones.

Mugabe era saludado como un estadista en esos ochenta. El hombre es una figura curiosa, un anglófilo de trajes bien cortados, reservado e impasible como un lord, que hizo carrera combatiendo a los ingleses, detesta que lo contradigan y tiene un grado de paranoia tan evidente que parece una broma. Mugabe nunca ocultó que el poder, para él, debe ser absoluto, lo que se notó rápidamente en sus tratos con la única oposición viable, la de Nkomo. Para 1982, a dos años de la independencia y en vísperas de la primera elección parlamentaria, Mugabe percibió que Nkomo tenía base propia en el oeste del país, más seco, pobretón y caluroso que el resto, famoso por sus sierras y sus aires frescos, limpios. Nkomo hizo buena elección y la respuesta fue una durísima represión que rápidamente derivó en una verdadera masacre. La excusa fue que unos ex guerrilleros tomaron las armas y mataron a un par de turistas blancos, receta infalible para hacer escándalo. Mugabe mandó a sus boinas rojas, un regimiento de élite entrenado por comisarios políticos de Corea del Norte. El oeste de Zimbabwe, que sigue siendo un polo de oposición, ya debe contar unos 200.000 muertos, infinitos torturados y violadas, destrucciones inverosímiles y un atraso económico total.

El optimismo que rodeaba a Mugabe, sin embargo, le permitió sobrevivir a esta tropelía. Nkomo terminó de vicepresidente segundo, rango honorario y controlable, con su partido absorbido oficialmente en el oficialismo del ZANU. La cosa anduvo, mal que mal, hasta 1996, cuando Mugabe se presentó por tercera vez como presidente. La economía se había estancado y el nivel de violencia y desorden en el país iba en ascenso, pero Zim seguía teniendo un buen nivel. Para mejor, Mandela estaba en el poder en Sudáfrica, con lo que la vieja guerra de baja intensidad con el vecino mayor había terminado de una vez y se abrían nuevas oportunidades.

Fue entonces que surgió una oposición democrática al gobierno, y Mugabe descubrió el fraude patriótico. Resulta que había surgido una figura de recambio, el sindicalista Morgan Tsvangirai –se pronuncia “Changuirai”–, que al frente del MDC se presentó en las legislativas, desdobladas de las presidenciales. Mugabe no se preocupó mucho, como corresponde a un líder que se considera Perón y San Martín al mismo tiempo. Se votó, en un fin de semana como éste, y la sorpresa fue mayúscula: el MDC estaba ganando en todos lados, hasta en la capital. Súbitamente se cortaron los boca de urna y los resultados parciales, y resulta que a Tsvangirai no le alcanzó para ganar la mayoría. El día de las presidenciales hubo golpes, machetazos, policías parados al lado de las urnas, boletas truchas y toda clase de barbaridades cometidas muy abiertamente, como por gente que aprendía el oficio. El rostro crispado de Mugabe resulta inolvidable.

Los años que siguieron fueron terribles, con el gobierno apretando las clavijas. Se expulsaron periodistas y se cerraron medios, uno por uno. Tsvangirai se acostumbró a vivir en la clandestinidad, sus punteros a perder dientes, sus votantes a ser patoteados. Cuando la Corte Suprema descartó acusaciones y prisiones preventivas, grandes grupos de “militantes” se presentaron “espontáneamente” en las casas de los jueces más independientes y las destrozaron. Tres renunciaron y Mugabe, a la Menem, amplió la corte con mayoría propia. El nivel de arbitrariedad pasó a ser total.

Mugabe pasó a desconfiar abiertamente de su propio pueblo, pero le resultaba inadmisible aceptar que él había hecho algo mal, como quedarse 16 años en el poder y que su gente, a la que él había liberado, no quería votarlo por unanimidad. Lo que hizo es sintomático: comenzó una campaña culpando de todo a los blancos y a la pérfida Albión, a la que pinta como si todavía fuera una superpotencia. Mugabe hace una década que gobierna con el apoyo exclusivo de los militares, cuidadosamente purgados y étnicamente de su tribu, y de una militancia cultivada y dirigida. El Parlamento de Harare, que supo mostrar debates vívidos, es un fantasma de políticos que levantan la mano, y la violencia más elemental es la respuesta a todo gesto opositor. Una buena manera de suicidarse en Zimbabwe es salir a la calle con una remera del MDC.

No alcanzaba, claro, y el presidente decidió hacer una acción de alto perfil que movilizara al pueblo. Fueron las famosas tomas de tierras pertenecientes a los blancos a manos de los “veteranos de guerra”. Este es otro grupo cooptado por Mugabe, que los descubrió cuando le organizaron una violenta protesta para pedir dinero y tierra bajo el mando de un veterano con el colorido nombre de Hitler Tzungi. En Zimbabwe, parece, hay inflación de veteranos como en Argentina, con lo que la etiqueta pasó a ser un sinónimo de ñoqui.

Como sea, estas tropas de choque comenzaron a instalarse por la fuerza en las granjas comerciales, el alma económica del país. Zimbabwe era un neto exportador agropecuario, famoso por su tabaco y su café, y capaz de alimentar a sus vecinos con su maíz blanco y barato, el plato madre de toda la cocina surafricana. La gran ironía es que el argumento con que se hizo esta reforma agraria trucha y violenta era falso: casi no quedaban granjas “apropiadas” en la época colonial, porque la mayoría de la tierra ya había sido revendida después de 1980. Hubo muertos, hubo impunidad y el agro fue destruido. Hace ya una década que Zimbabwe pasa hambre.

Como las exportaciones agrarias eran la única fuente de divisas del país, la economía estalló. Inflación, desabastecimiento, decadencia del sector estatal. Zim es una tierra donde no hay aspirinas, la inflación fue del 100.580,2 por ciento el año pasado, el desempleo es del ochenta por ciento y la cuarta parte de la población emigró. El crimen en las ciudades es inimaginable y los vecinos se asombran cuando hay luz eléctrica. Como Zimbabwe no tiene Casa de Moneda, la catástrofe se refleja en billetes resellados una y otra vez. Para comprar el pan, hay que llevar ladrillos enteros de notas gastadas. La situación es tal que este año hay hasta un segundo candidato opositor, Simba Makoni, el ex ministro de Economía que se animó a romper el partido oficialista.

Las elecciones de 2002 fueron una farsa tal que todos los observadores independientes la dieron por inválida. Sólo la Unión Africana, que no quiere repudiar a uno de sus fundadores, la aceptó aunque con reservas. Este año, Mugabe les prohibió la entrada a todos los observadores excepto los aliados de Corea y Venezuela, y apenas Al Jazeera tiene permiso para cubrir el voto en vivo. Las denuncias de boletas faltantes, votantes apaleados, policías parados al lado de las urnas y padrones llenos de muertos llegaron por Internet. Hoy, domingo, en Zimbabwe el gobierno trabaja a pleno para salvar a su dictador.

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