Dom 13.04.2008

EL MUNDO

Mugabe, o la guerra

› Por Sergio Kiernan

El extraordinario presidente de Zimbabwe, Robert Mugabe, acaba de declararle la guerra a la misma idea de dejar el poder después de 28 años. A los 84 años y ya un dictador en todo menos el nombre, Mugabe está arriesgando disparar una guerra de verdad, civil y caótica, con una buena posibilidad de intervención extranjera. El hombre que se considera el San Martín y el Perón de su tierra está reprimiendo a la oposición, preparando un fraude, deteniendo a periodistas e ignorando las presiones internacionales. Ayer tuvo un apoyo esencial: el frío presidente de Sudáfrica, Thabo Mbeki, le hizo una visita relámpago y declaró en público que “no hay crisis”. Mbeki, a quien sus ciudadanos ya consideran un avestruz, le dice a eso “diplomacia silenciosa”.

Hace dos semanas hubo elecciones en Zimbabwe y las cosas no le salieron como quería a Mugabe. La historia arranca en 1980, cuando el país logró su tardía independencia real. Rhodesia, como Sudáfrica, tenía gobierno blanco, con una minoría muy pequeña pero muy poderosa que se cansó de que Londres negociara con las guerrillas –dos, a falta de una– que peleaban con apoyo internacional y una creciente superioridad moral. Los rhodesianos se declararon independientes para sacarse de encima los escrúpulos británicos, gesto que casi nadie reconoció, pero en 1979 terminaron sentados a la mesa con los guerrilleros y los ingleses. Así fue que en 1980 nació realmente una Rhodesia independiente, con el nombre de esa exótica cultura antigua que construyó interminables fuertes de piedra.

Mugabe fue elegido primer ministro –había una presidencia figurativa, que fue eliminada pocos años después– y sorprendió a propios y ajenos con un mensaje de armonía racial e identidad nacional por encima de las etnias. La nación prosperó y fue mostrada como un ejemplo de que los africanos sí podían gobernarse, tanto que hasta se le perdonaron las masacres de 1982 en Matabeleland, como si fueran dolores de crecimiento.

El pequeño detalle fue que Mugabe mostró de inmediato una hilacha autoritaria, bastante común en el vecindario. La única nación plenamente democrática de Africa es Sudáfrica, nada casualmente la más desarrollada e interconectada con la economía mundial, donde hay una oposición abierta y legal, bloques en el Parlamento, una prensa de a ratos sabrosa y el cotidiano derecho de rezongar. Pero hasta en este país que ahora está de moda señalar como “futura potencia” se encuentra con facilidad una cultura de ellos y nosotros, de patriotas y traidores, de revolucionarios y agentes de las fuerzas oscuras, donde altos funcionarios impecablemente trajeados se saludan de “camarada” antes de subirse al Volvo. Furiosamente capitalista, Sudáfrica muestra tensiones sin resolver entre los viejos ideales de liberación y la camisa de hierro del desarrollo económico.

Zimbabwe fue pionera en esto también, sólo que Mugabe no es un Mandela. El sudafricano gobernó un período –seis años– casi a disgusto, con cara de cumplir con su deber, y no veía la hora de entregar el bastón. Se portó como un estadista, un fundador, y quedó como un ejemplo nacional al que hasta el boer más rústico respeta como al Mandiba de la patria. Es sabido que su vecino de Zimbabwe lo detesta y lo considera un flojo: a la oposición hay que saber tratarla, hay que mostrarle su lugar bajo el sol.

Mugabe no está loco como el ugandés Idi Amin Dada, pero hay relatos inquietantes sobre su equilibrio emocional y la arquitectura política de su país se explica por el tamaño de su ego. Para Mugabe, Zimbabwe es él y quien esté en su contra es un traidor a la patria. El hombre no entiende eso del disenso entre compatriotas y simplemente se rehúsa a creer que su pueblo pueda haberse hartado de él, pueda considerar su gobierno un desastre y quiera un cambio. Hace ocho años, enfrentado a la sorpresa nefasta de perder una parlamentaria, hizo fraude de un modo torpe y abierto y culpó a Gran Bretaña de haber manipulado al pueblo. Como los agentes de la pérfida Albión son los blancos y los militantes del único partido de oposición, el MDC, su furia les cayó encima: se ocuparon con violencia las granjas comerciales de los blancos –y más de una cuyos dueños eran negros– y se apaleó sin piedad a la oposición. Para 2002 había más cintura en esto de hacer fraude, y la represión alcanzó. De paso, con lo de las granjas se enriquecieron inmensamente los miembros de la elite partidaria, que vive en un lujo envidiable.

Zimbabwe quebró. Las exportaciones agrícolas eran las únicas junto al sector minero, con lo que el desempleo llegó al 80 por ciento, la inflación al 100.500 anual y la moneda desapareció. La miseria en Harare y Bulawayo es indecible, el sida bajó la expectativa de vida promedio a 34 años y la cuarta parte de la población se fue. Mugabe simplemente culpó por todo a Gran Bretaña y a vagas fuerzas ocultas, internas y externas, que se oponen a la independencia de Zimbabwe.

Así llegamos a las elecciones de este año, que Mugabe perdió por goleada. El gobierno y el partido, el ZANU-PF, hicieron lo de siempre: intimidaciones brutales, completa censura, candidatos detenidos, padrones alterados, distritos electorales cambiados por decreto, la Justicia amordazada. Y agregaron novedades como prohibir el voto desde el exterior y hacer prácticamente ilegal que un periodista extranjero entrara al país. Y aun así perdieron, lo que no podían admitir y todavía no admitieron.

La situación no para de deteriorarse. La oposición declaró ganador a Morgan Tsvangirai y se niega a participar de la segunda vuelta que el ZANU-PF decidió. Un juez está “estudiando” el pedido de que obligue al gobierno a difundir de una vez los resultados electorales. El Estado está arrestando a fiscales electorales acusándolos de fraude contra el oficialismo en algunos distritos clave en los que admitieron que perdieron en diputados y que ahora quieren recuperar. Tsvangirai está recorriendo las capitales vecinas pidiendo más presión para que Mugabe se baje de una vez y se abra una transición, con el apoyo entusiasta de Jacob Zuma, presidente del ANC y posible reemplazante del abúlico Mbeki.

El jueves, Mugabe anunció que no viajaba a la reunión de emergencia de los líderes del sur de Africa, convocada para ayer en Zambia especialmente para discutir su salida. El presidente está muy ofendido porque su colega de Zambia, Levy Mwanawasa, invitó también a Tsvangirai, que según Mugabe no es un presidente y no tiene nada que hacer en la reunión. El viernes, Tsvangirai convocó a un paro general y una marcha masiva en repudio al gobierno para la semana que viene, que horas después el presidente se ocupó en persona en prohibir “porque no estamos en un período electoral y no tiene por qué haber marchas”. Ayer, Mbeki hizo escala en Harare, habló una hora con Mugabe y salió muy campante diciendo que todo estaba bien (en la foto). Sus diarios le recordaron que los problemas no desaparecen solos por ignorarlos, pero el sucesor de Mandela no sabe escuchar estas cosas.

Zimbabwe es un país sorprendentemente pacífico, pero todos decían lo mismo de Kenia, que explotó violentamente por mucho menos. El ZANU-PF anunció por el diario oficial, el Herald, que “El partido se prepara a dar combate” y su vocero, Didymus Mutasa, le puso al tema un slogan: Apa tangogumburwa, hatina kuputsika (tropezamos, pero no nos caímos). Si la oposición se toma esto en serio, si Mugabe no atiende límites, el anciano fundador podrá todavía ver más miserias y dolores en su país.

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