EL MUNDO › ESCENARIO
› Por Santiago O’Donnell
Aunque los medios muestren lo contrario, la historia de Ingrid Betancourt no empezó con su rescate cinematográfico ni terminó con ella vestida de fajina militar agradeciéndoles a los soldados. Antes hubo una movilización mundial en favor del canje humanitario y un ejército que no dudó en cruzar la frontera ecuatoriana para aniquilar a los guerrilleros que llevaban adelante la negociación.
Esa vez, los colombianos no salieron a la calle a festejar, ni aplaudieron a los líderes del mundo. Ahora que la operación salió bien, el resultado no se puede discutir.
Como dicen los analistas, fue un gran triunfo para Uribe, para su aliado Estados Unidos, para las fuerzas armadas colombianas, para el ala dura del uribismo que encabeza el ministro de Defensa Juan Manuel Santos, para los sectores concentrados que empujan el tratado de libre comercio con Estados Unidos, para los que sabotearon de un lado y del otro el camino del canje humanitario, para los paramilitares que compiten con la guerrilla por el negocio del secuestro y la droga con apoyo de poderosos aliados y ex aliados de Uribe presos o en libertad, para todos los que piensan que la única respuesta posible a la insurgencia guerrillera es la férrea aplicación de la manu militari.
Para todos ellos fue muy grato presenciar la impecable presentación de Ingrid y los once militares liberados, con Uribe oficiando de maestro de ceremonias, un Uribe que se mostraba sencillo, humilde, explotando al máximo el momento, junto a un elenco de ministros y generales que aportaban testimonios con detalles de la operación y la repercusión que tuvo en el mundo, todo eso sazonado con una buena dosis de autoelogio y reivindicación de la ideología militar. El orgullo de los cautivos y su profesión de amor hacia las fuerzas armadas se fundía con la mesura de Uribe en un clima fundacional.
Pero eso no quiere decir que ganó la mano dura. El pueblo colombiano y el mundo entero aplaudieron un operativo que fue eficaz, pero también que respetó el derecho humanitario internacional y la vida de las personas en riesgo. Ese es un mensaje muy poderoso para las fuerzas armadas y de seguridad en la región, un nuevo comienzo que no borra las violaciones pasadas del gobierno de Uribe, pero que marca la cancha a futuro, con una estructura institucional que involucra no sólo al gobierno colombiano sino también a la OEA, los países amigos europeos, a los vecinos de Colombia y a los países que lideran la región, como Brasil, Argentina, Chile y México, que se unieron a partir del ataque al campamento de Reyes para intervenir en el conflicto y fijar límites doctrinarios al accionar del ejército colombiano.
Además, Ingrid Betancourt no es una militar. Es una política. No va a aportar planes de aniquilamiento para solucionar el conflicto porque ésa no es su especialidad. Va a aportar diálogo, comprensión y solidaridad con los secuestrados que quedaron atrás. A medida que se libere de sus salvadores entrará en más contacto con sus familiares y los ex rehenes liberados en el canje humanitario, todos ellos muy críticos de la solución militarista que impulsa Uribe.
Con la estatura que alcanzó por la dignidad con que manejó sus seis años de encierro, será una voz intachable para denunciar las violaciones de derechos humanos de las FARC, pero también será enemiga de las caricaturas y estereotipos de la guerrilla surgidos de la llamada guerra contra el terrorismo global. Ella conoce a los jefes guerrilleros, sus fortalezas y debilidades. Sin duda podrá aportar mucho más a una solución pacífica y dialogada que a la elaboración o refinamiento de una estrategia militar de aniquilamiento.
Aunque nadie puede predecir qué rol jugará ni hasta qué punto será capaz de tomar distancia de Uribe, ya empezó a dar pasos en esa dirección. El jueves antes de viajar a Francia convocó a los países amigos a que sigan trabajando para encontrar una solución humanitaria y anunció que quiere trabajar con el ex rehén Luis Eladio Pérez, un ex congresista que madura un plan de paz con el apoyo de los gobiernos de Francia y Venezuela.
No es un detalle menor que aun cuando elogiaba a Uribe y al ejército, el día del rescate, Betancourt mencionó varias veces la angustia y el miedo que le producía el sonido de los helicópteros, que ella asociaba con el peligro de muerte inminente.
Es que el rescate no fue fruto de la fuerza militar, sino, literalmente, de la inteligencia. La inteligencia de optar por un plan no violento al sentirse bajo la lupa de la comunidad internacional. Inteligencia para aprovechar los más de mil guerrilleros desmovilizados, que empezaron siendo cuadros bajos y ya incluyen cuadros intermedios, que después de rendirse y antes de ser liberados, son sometidos a dos semanas de interrogatorios en bases militares. Esa inteligencia acumulada, más el apoyo de tecnología militar de última generación de Estados Unidos, Francia e Israel, más el dinero seguramente utilizado para sobornar a algún alto mando guerrillero, más la inteligencia de aprovechar las flaquezas que sobrevienen cuando una guerrilla pierde apoyo popular y queda sola con sus necesidades y sus fuentes de financiamiento. Inteligencia y dinero: una alternativa válida al uso de fuerza cuando la negociación no avanza. Nadie discute que Uribe lo hizo, que un día Ingrid Betancourt emergió de la selva abrazada a los militares que la salvaron. Pero los helicópteros blancos de la organización humanitaria trucha que rescataron a los rehenes nunca habrían podido aterrizar en el campamento guerrillero si antes no hubiera existido un montón de organizaciones humanitarias verdaderas, movilizadas por la opinión pública mundial, trabajando en los más oscuros rincones de la selva colombiana.
Es dable pensar que a Uribe y a Bush les habría encantado liberar a los cautivos a sangre y fuego, como en los viejos tiempos, pero no pudieron. La campaña internacional y el creciente aislamiento en la región los obligó a cambiar el método y la forma de combatir.
Ahora sigue otra etapa, con Uribe más fuerte pero más vigilado, con Ingrid Betancourt libre, con los derechos humanos y el multilateralismo nuevamente insertados en la agenda regional, con las FARC en retirada y con una población movilizada ante la perspectiva de enterrar un conflicto que desangró a Colombia durante medio siglo.
Como alguna vez escribió Graham Greene, una historia no tiene principio ni fin.
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