EL MUNDO › OPINION
› Por Daniel Filmus *
De repente, los ojos se le llenaron de lágrimas y se quebró su voz. Tuvo que hacer una pausa y tomar un poco de aire para continuar la conversación. Estábamos hablando del Paraguay y de la pobreza “que se ha enamorado de nuestro país y se ha quedado a vivir entre nosotros”. Fernando Lugo me contaba la visita que había realizado la semana anterior a una comunidad originaria en la región más postergada del país. Pero la emoción interrumpió al presidente electo mientras describía descarnadamente la situación. Los años que ya le ha tocado compartir con los más pobres durante el tiempo en que fue obispo de San Pedro, una de las zonas más pobres del Paraguay, no han hecho menos dolorosa la herida. Nos decía: “La población se encuentra sin salud, sin educación, sin vivienda, sin nada, allí se mueren como animales. Esta es una de nuestras paradojas más dramáticas; los genuinos propietarios de la tierra, deambulando por el país, sin tierra”.
Minutos antes la conversación había atravesado otro momento de profunda emoción, cuando Lugo hablaba del abrazo que le dio su padre, al regresar al hogar, luego de estar detenido más de 10 meses por la dictadura de Stroessner. Había estado desaparecido y la familia no supo nada de él durante los primeros 5 meses de cautiverio. Según recordó Lugo en la charla, cuando su padre recuperó la libertad estaba casi ciego y debió quedarse un tiempo en Asunción, antes de volver a su pueblo, para sobreponerse de las principales consecuencias de la tortura. Corría el año 1962 y el actual presidente electo tenía 11 años.
Quizás por tener una historia familiar marcada por una fuerte militancia política de su familia que significó múltiples cárceles, torturas y exilios a padres y hermanos, el hombre que hoy asume la Presidencia del Paraguay tiene un compromiso tan firme con la vigencia de los derechos humanos. Promete reabrir las causas en la Justicia, para que no permanezcan impunes las persecuciones y asesinatos a dirigentes campesinos como los que él mismo relató en su libro La herejía de seguir a Jesús. Su tono es tajante al afirmar “nunca más la persecución, la tortura y la prisión por motivos políticos”.
Sabe que el desafío personal que enfrenta es enorme: “Con el ejercicio pastoral debía ser solidario con los pobres, como presidente mi deber será sacarlos de la pobreza”. Es consciente de que para ello deberá enfrentar intereses poderosos, que es “difícil pero no imposible” transformar el actual Paraguay agropecuario en un país que posea un importante desarrollo industrial para que todos puedan tener trabajos dignos. Entre sus prioridades está el terminar con el modelo neoliberal privatista y permitir que el Estado juegue un papel importante en lo económico y social; llevar adelante una profunda reforma agraria y acabar con la corrupción que hace décadas corroe los cimientos del Estado. También conoce la dificultad que históricamente han tenido las fuerzas y los gobiernos progresistas para llevar a la práctica con éxito sus plataformas políticas.
Por ello, todo lo que le ha pedido a su equipo es que actúe con fidelidad a los siguientes valores: honestidad, austeridad, transparencia, patriotismo y eficiencia.
¿Cómo te gustaría ser recordado una vez que finalices tu mandato?, le pregunté cuando estábamos llegando al final de la extensa conversación. Pensó un instante y contestó: “Por la humildad, mi principal tarea será recuperar una dimensión humana para la política”.
Este hombre sereno, de amplia sonrisa, capaz de transmitir naturalmente sus emociones, que considera que una de sus mayores virtudes es saber escuchar a la gente, que en 10 meses de trabajo político logró poner fin a 61 años de hegemonía del Partido Colorado tiene, a partir de hoy, la oportunidad de comenzar a mostrar que los sueños del pueblo paraguayo son posibles.
* Senador por Capital.
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