Mié 03.09.2008

EL MUNDO  › OPINIóN

Genocidio en Colombia

› Por Marcelo Ferreira *

El Tribunal Permanente de los Pueblos, en la sesión sobre Empresas Transnacionales y Derechos de los Pueblos en Colombia, celebrada entre los días 21 y 23 de julio en Bogotá, condenó al gobierno colombiano y a un grupo de empresas transnacionales por la comisión de prácticas genocidas, crímenes de lesa humanidad y crímenes de guerra. Este Tribunal es continuador del Tribunal Russell –llamado Tribunal contra el Crimen de Silencio–, que fundó el filósofo inglés en 1966 para juzgar los crímenes cometidos en Vietnam. La sentencia se puede leer en www.internazionaleleliobasso.it.

La situación en Colombia es muy distinta a la exhibida por los medios de comunicación, que actúan amordazados por el terror dominante o se encuentran a su servicio. Hoy se está cometiendo un genocidio, el mayor de los crímenes, en el marco del más frío silencio.

Según el registro oficial, en los últimos diez años se cuentan 300.000 muertos, la mitad imputables a grupos paramilitares, aunque las cifras reales son mucho mayores. Los paramilitares mataron un promedio de 1060 personas por año, entre ellos 678 niños. Los sindicalistas asesinados suman 4000, en pro de una política de desmantelamiento de gremios y redes sociales. Se hallaron 1293 fosas comunes, aunque la mayoría de los cuerpos desmembrados fueron arrojados al río, para que llegaran al mar.

Son también miles los casos de “falsos positivos”: desaparecidos cuyos cadáveres reaparecen vestidos con lustrosos uniformes de guerrilleros, sin agujeros de bala. Los terroristas de Estado han jugado al fútbol con cabezas cortadas y despanzurrado embarazadas a la vista del pueblo. Han comido carne y bebido sangre de seres aún vivos. Por hechos comparables a éstos Radovan Karadzic está siendo sometido a juicio en La Haya.

Hay genocidio étnico. Las masacres de indígenas ponen en peligro de extinción a veintiocho pueblos y constituyen en términos del Tribunal “una auténtica vergüenza para toda la humanidad”. En la Masacre de Bahía Portete fueron asesinadas mujeres del pueblo Wayúu, caracterizado por su organización matriarcal.

Hay genocidio político. El exterminio del grupo Unión Patriótica se expresa en 2350 homicidios, 415 desapariciones forzadas y 377 víctimas de tortura.

Es genocidio también el desplazamiento forzado de cuatro millones de personas, desterradas por “paracos cortamochos”, que limpian el terreno para negocios de las transnacionales, como la siembra de palma africana para biocombustibles. Cuatro millones de hectáreas –un tercio de la superficie cultivable de Colombia– robadas para ese fin. El 0,3 por ciento de la población es propietaria de más de la mitad de las tierras agrícolas.

La complicidad entre gobierno, paramilitares y empresas transnacionales es inocultable. La bancada uribista tiene 37 parlamentarios presos por su relación probada con paramilitares, entre ellos el hermano de la ex ministra de Relaciones Exteriores y el propio jefe del partido uribista. La Corte Interamericana de Derechos Humanos ya estableció la responsabilidad de Colombia “por haber emitido un marco legal a través del cual se propició la creación de grupos de autodefensa que derivaron en paramilitares” (Masacre de La Rochela, 11 de mayo de 2007).

Las transnacionales, principales beneficiarias de la criminalidad de Estado, aportan dinero y armas para los mercenarios. La empresa Chiquita Brands entregó tres mil fusiles AK 47 y cinco millones de proyectiles el 21 de noviembre de 2001, a bordo del barco Oterloo. El propio Departamento de Justicia de EE.UU. la multó, dado que reconoció expresamente que había financiado a grupos paramilitares entre 2001 y 2004. Las multinacionales Anglo American, BHP Billiton y Glencore A.G. reconocieron que habían escogido para su servicio al comandante del batallón militar encargado de la seguridad de una mina. Y por una carta hecha pública se supo que Unión Fenosa designó a paramilitares en puestos administrativos clave para conocer a su personal y espiar a los jefes sindicales.

En Colombia la palabra oficial es usada como arma de guerra para desfigurar la realidad en función de la razón de Estado. Al rescate por medio de operativos militares se lo presenta como “rescate humanitario”, adjetivo difícilmente conciliable con el uso de armas de fuego. A la política oficial de “Estado comunitario” se la exhibe como “acercamiento del Estado al ciudadano”, lo que universalmente se conoce como “autoritarismo”. A la doctrina de la seguridad nacional se la denomina “política de seguridad democrática”, que es lo mismo con nuevo ropaje más fashion. A los paramilitares el presidente los llama “señores”; a los insurgentes, “terroristas”; a los estudiantes, “bandiditos”. Para verificar tanto cinismo basta meterse en la página oficial del Ministerio de Defensa colombiano www.mindefensa.gov.co (ventana sobre “Política Integral de DD.HH. y DIH”).

En Colombia el presupuesto militar es del 6,5 por ciento del PBI, mayor al de EE.UU. en guerra. La suma de ejército y policía es de 430.000 efectivos, a los que hay que añadir 600.000 miembros de seguridad privada, sin contar paramilitares aún activos.

La llamada Ley de Justicia y Paz del 25 de julio de 2005 concedió impunidad a 33.000 paramilitares. La extradición otorgada el pasado 13 de mayo benefició con destinos turísticos a catorce de sus altos mandos.

El viejo Derecho Humanitario es inaplicable en Colombia, porque ya no hay distinción entre civiles y militares. El propio Estado promueve las políticas de “soldados campesinos” y “redes de informantes”. Delatores pagados: hermano, vecino, amigo, amante, quién sabe. El objetivo es que todos participen de un modo u otro en las hostilidades, so pena de ser tildado de “terrorista”. En esas condiciones, no es de extrañar la enorme popularidad del mandatario Alvaro Uribe Vélez, quien se beneficia del terror, como ha ocurrido con otros criminales del mundo, también elegidos por votación popular.

Hay genocidio en Colombia, lo que obliga a conocer y dar a conocer la verdad, para no ser cómplices del crimen de silencio.

* Profesor titular de la Cátedra Libre de Derechos Humanos de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA. Miembro del Tribunal Permanente de los Pueblos.

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