EL MUNDO › MAñANA LA OPOSICIóN PASA A COMPARTIR EL GOBIERNO EN ZIMBABWE
El fraude, las torturas y el asesinato selectivo no le alcanzaron al dictador que lleva 28 años en el poder. La gran intriga es ahora si Mugabe entregará los verdaderos resortes del poder a Tsvangirai o si sigue al frente.
› Por Sergio Kiernan
El indecible dictador de Zimbabwe parece haber llegado a la conclusión de que no morirá ejerciendo el poder absoluto. Robert Mugabe, 84 años de edad y 28 de presidente, va a firmar mañana un pacto con Morgan Tsvangirai, 56, el líder de la oposición, para compartir el gobierno. Aunque no se conocen los detalles del acuerdo mediado por Sudáfrica, ya es claro que nadie obtuvo lo que quería: Mugabe perderá el control del día a día pero será comandante de las vitales fuerzas armadas; Tsvangirai será primer ministro y cabeza del gabinete, pero sólo podrá controlar la policía nacional. La gran intriga es si esto va a alcanzar para sacar a Zimbabwe del asombroso grado de entropía al que llegó.
La salida depende de dos elementos fundamentales. Uno es que militares, policías y altos funcionarios del régimen acepten el riesgo de que un cambio de régimen los termine sentando en el banquillo de los acusados por las masacres, torturas, saqueos y violencias diversas con que sostuvieron al gobierno de Mugabe. En la capital de Zimbabwe, Harare, todos asumen que un elemento esencial para destrabar la situación fue la promesa de inmunidad, que no se sabe si será blanqueada con una amnistía.
Thabo Mbeki, presidente sudafricano y mediador autonombrado, mostró muchas veces su fastidio ante cualquier idea de hacer justicia con los horrores vividos en Zimbabwe. Mbeki tiene como única prioridad estabilizar la situación para evitar una intervención internacional porque quiere demostrar que los países africanos y el suyo en particular pueden manejar esta crisis. El heredero y sucesor de Nelson Mandela dio el dudoso espectáculo en los últimos años de intentar bloquear toda condena al régimen de Mugabe, y recibió críticas asombradas al hacer lo mismo desde la presidencia rotativa de las Naciones Unidas. Mbeki hasta intentó forzar a Tsvangirai a aceptar poco menos que un lugar de figurante en el gobierno –fue la primera oferta de Mugabe– que serviría sólo para darle una máscara democrática a la dictadura. Tuvo que desistir ante la negativa del líder opositor y el coro de críticas que recibió desde lo más alto de su propio partido, el ANC.
El segundo factor en la ecuación es el formidable ego de Robert Mugabe. Mezcla de San Martín y Perón –padre de la patria y líder carismático–, Mugabe siempre fue una personalidad peculiar, bastante inestable y fácil de violentar al recibir cualquier crítica. Pero al ser electo como primer gobernante independiente en 1980 encaró políticas magnánimas y exitosas. Mugabe no persiguió a la minoría blanca que había regido la vieja colonia de Rhodesia y hasta había declarado la independencia cuando Londres les retiró el apoyo. De hecho, hasta aceptó casi con humor la presencia de Ian Smith en el flamante Parlamento, pese a que el líder blanco era un racista notorio que había creado un apartheid en alianza con Sudáfrica y había combatido con toda dureza a los freedom fighters de Mugabe.
Los primeros años se fueron en eliminar la oposición interna, masacres incluidas, y en ver prosperar el país, que se transformó en cuartel general de los movimientos de liberación de la región y en un modelo de buena administración, con las mejores escuelas y hospitales de Africa y una economía sólida. Los problemas empezaron de verdad a fines de los noventa, cuando Mugabe se desayunó de que había nacido una oposición real, con popularidad y votos, desde el movimiento sindical. Mugabe primero apeló al fraude electoral más descarado, luego le agregó crecientes dosis de violencia y finalmente destruyó la economía del país al tomar por la fuerza las granjas comerciales, casi completamente de familias blancas, y repartirlas entre punteros, funcionarios y generales.
Esto resultó en una orgía de enriquecimiento para la elite y en una hiperinflación nunca vista en el mundo, de once millones por ciento desde agosto del año pasado. Las elecciones de este año fueron realizadas en un país fantasmal, en el que casi la cuarta parte de la población se escapó y el resto vive en la miseria y la oscuridad, porque ya no hay con qué importar petróleo para generar electricidad. Ni el fraude alcanzó para hacer ganar a Mugabe, que tuvo que aceptar la humillación de una segunda vuelta en junio. La violencia fue tal que Tsvangirai no se presentó, seguro de que habría un fraude monumental.
El mes pasado asumió el nuevo Parlamento, con mayoría opositora. Mugabe fue abucheado y no pudo terminar su discurso de apertura. Lívido de furia, el anciano presidente paralizó la administración nacional mientras negociaba con Tsvangirai. Tal vez se arrepentía de haber aceptado la primera oferta de sus vecinos sudafricanos, la de mudarse al dorado exilio de la mansión que se hizo construir por las dudas y nunca ocupó, con todo el dinero que quisiera llevarse y con toda su familia. Hasta le habían ofrecido un exilio interno en su espectacular villa de Harare, un verdadero pueblo amurallado, con el título de presidente sin poderes y sus cuentas extranjeras inmunes a cualquier investigación. No se sabe si Mugabe no aceptó por miedo a la reacción de sus militares o por no poder imaginarse en otro rol que el de Supremo.
El capítulo que comienza mañana tiene que ser convincente para que Zimbabwe reciba miles de millones de dólares prometidos por la Unión Europea, Estados Unidos y otros países ricos como ayuda económica, con la condición de que exista un gobierno democrático con poder efectivo. También queda abierta la cuestión de la capacidad personal de Tsvangirai, que ya demostró una cierta valentía física –fue golpeado y torturado por matones del gobierno– y una obcecación ejemplar en no ceder. Inmensamente popular, el sindicalista tiene atrás una buena voluntad generalizada y es la única persona capaz de pacificar el país y reactivar la economía.
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