Dom 18.01.2009

EL MUNDO  › ESCENARIO

Michelle

› Por Santiago O’Donnell

No se dejen engañar por el vestido, ni por la cara de ocasión, en la fiesta inaugural del martes. Michelle Obama sabe quién es, dónde está, y cómo llegó allí. Nadie tiene que explicarle cómo su marido Barack llegó a ser el primer presidente negro de los Estados Unidos. Sabe que el Sueño Americano es un engaño, o en todo caso, una entelequia para muy pocos. Y no lo calla.

Michelle es alta, esbelta, más linda que bella y más negra que él. Su nariz puntiaguda y sus cachetes hundidos le dan cierto aire de ardilla. Sonríe muy poco, al menos en público. Su sello distintivo es un sentido del humor ácido y mordaz. “Yo conozco el juego” es una de sus frases favoritas. ¿Cómo no lo va a conocer?

El “juego” empezó hace mucho. La Casa Blanca se llama Casa Blanca y fue construida por esclavos negros. Ocho presidentes estadounidenses, incluyendo tres en ejercicio, tuvieron esclavos. El abuelo esclavo de Michelle nunca salió de su plantación de Carolina del Sur y se cree que fue enterrado en una fosa común dentro de la hacienda. La familia materna de Michelle sigue viviendo en ese estado sureño.

La sangrienta guerra civil de 1861 llevó al fin la esclavitud, pero medio siglo más tarde las leyes Jim Crow excluían a la población negra de toda participación política. Esa exclusión le abrió las puertas a la discriminación. Cuando Michelle era niña no había políticos negros en el Capitolio y en los micros los negros sólo podían viajar en el asiento de atrás. En los parques donde Michelle jugaba, blancos y negros usaban distintos baños y distintos bebederos, y muchos comercios y restaurantes sólo atendían a los blancos.

Michelle, 45, nunca se resignó a aceptar ese estado de cosas. Había nacido en un hogar de clase media baja en un barrio negro del sur de Chicago en 1964, justo cuando el movimiento de derechos civiles de los negros hacía furor en todo el país. Su padre Fraser era un “block captain”, un puntero del Partido Demócrata, y sus contactos políticos le habían conseguido un buen trabajo en la planta de agua local. Su madre, Marian, trabajaba de secretaria en una tienda de ramos generales. Su hermano, Craig, dos años mayor que ella, era un gran jugador de básquetbol.

Sus padres querían que fuera distinta. “Más importante que leer y escribir es aprender a pensar”, dijo la madre de Michelle en una entrevista el año pasado. “Nosotros les decíamos a nuestros hijos que respeten a sus maestros, pero que no duden en cuestionarlos. Y que ni siquiera nos permitan a nosotros decirles cualquier cosa. Que nos pregunten por qué.”

Cuando Michelle terminó la escuela primaria se enlistó en una de las primeras “escuela-imán”, escuelas especializadas de alto rendimiento creadas a partir de 1980 como herramienta de integración de alumnos que vivían en barrios segregados.

En la escuela, Michelle no practicó deportes como su hermano, aunque muchos se lo habían sugerido. “(Decirle que haga algo) es la mejor manera de asegurarse que no lo hará”, dijo Craig de su hermana. “No iba a hacer deportes simplemente porque era alta, negra y atlética.”

Después de la secundaria, Craig fue reclutado por la prestigiosísima universidad de Princeton para estudiar y jugar en el equipo de básquet. Dos años más tarde Michelle siguió los pasos de su hermano, pero ella se dio el gusto de ingresar por razones estrictamente académicas.

A juzgar por la tesis que escribió para obtener su título en sociología, Michelle no la pasó demasiado bien en Princeton. “Universidades predominantemente blancas como Princeton están diseñadas para servir a las necesidades de alumnos blancos. En Princeton, por ejemplo, sólo enseñan cinco profesores titulares negros, el programa de Estudios Afroamericanos es uno de los departamentos más pequeños y de menor planta docente de la universidad, con sólo cuatro cursos en el primer semestre de 1985, y hay un solo grupo estudiantil reconocido por la universidad dedicado específicamente a los intereses sociales e intelectuales de los negros y otros estudiantes del Tercer Mundo”, escribió Michelle en su tesis “Comunidad negra y negros educados en Princeton”.

Después estudió leyes en la también prestigiosísima Harvard, y después se fue a trabajar a un importante estudio de Chicago. Allí conoció a Barack. El era un pasante, ella una abogada recibida tres años menor que él.

Venían de hogares muy distintos. Barack tenía un padre negro en Kenia a quien nunca veía y una madre blanca de Kansas que lo había criado en distintos rincones del mundo. La niñez de Michelle había transcurrido con su madre en casa y su padre siempre a mano para darle el beso de las buenas noches.

El matrimonio de los Obama no fue un lecho de rosas, al menos al principio. Mientras Barack lanzaba su carrera política, Michelle trabajaba para el alcalde de Chicago y cuidaba a las niñas, Sasha y Malia. Pero no la pasaba bien y se lo hacía saber a su marido. “Elegí una vida con un horario ridículo, una vida que me mantiene alejado de Michelle y los niños durante mucho tiempo y eso ponía a Michelle bajo mucho estrés. Después del nacimiento de Malia, mi esposa estaba muy enojada conmigo y apenas se podía contener”, escribió Barack Obama en su libro autobiográfico La audacia de la esperanza.

Después, al parecer, las cosas mejoraron. Pero durante la campaña presidencial Michelle le pasó a Barack varias facturas. Dijo que su marido dejaba las toallas tiradas en el baño. Dijo que al despertar Barack tiene mal aliento y olor a chivo. Dijo que una vez se enfureció porque él la dejó en la casa con el inodoro desbordado para asistir a una reunión.

Dijo muchas veces que su marido no es perfecto y que ellos no son un matrimonio perfecto. Y dijo más que eso. A pesar de los esfuerzos de los asesores de prensa de la campaña, que nunca pudieron controlarla, dijo una y otra vez que Estados Unidos dista mucho de ser un país perfecto.

Durante la carrera a la presidencia, Michelle hacía campaña dos veces por semana mientras la abuela Marian cuidaba a los niños, porque ella nunca aceptó contratar a una niñera. A diferencia de otras candidatas a primera dama, que siempre mencionan el honor y el privilegio que significa hablarles a los votantes, Michelle nunca ocultó su odio hacia los rituales proselitistas que la alejaban de sus niñas: los viajes, los discursos repetidos, los salones atiborrados, los apretones de manos desconocidas. “Yo soy una persona normal. Cuando no estoy haciendo esto (campaña), soy de meterme en un supermercado a comprar papel higiénico”, dijo para explicar su fastidio.

Pero no por eso era menos efectiva. Al final de cuentas, fue clave para movilizar el voto negro y también el femenino. Su discurso duraba algo más de media hora. Lo había escrito ella misma y lo repetía de memoria en cada parada, sin leer y casi sin cambiarle una letra, lo cual era inusual porque los políticos en campaña suelen acomodarse a los gustos de cada audiencia.

Más inusual todavía era el tono del discurso. Pintaba un Estados Unidos que, lejos de ser un paraíso que atravesaba algunos problemas, como decían los demás, incluso su marido, era un país que nunca había logrado un nivel de desarrollo humano mínimamente aceptable y que empeoraba con cada día. A esta altura del partido Estados Unidos ya era, según Michelle, algo muy parecido al papelón.

“Como país directamente somos malos. Somos un país de cínicos, vividores y complacientes. Nos hemos convertido en una nación de personas a las que apenas les alcanza para llegar al final del día. La gente está mal y ha empeorado durante el transcurso de mi vida. Cuando pienso en mis hijas, me da vergüenza que salgan a recorrer el mundo”, repetía.

Después del pantallazo general explicaba cómo ella y su marido habían padecido las miserias e injusticias del sistema. “Antes uno podía conseguir una educación decente en su propio vecindario. Ahora hay que hacer todo tipo de trámites para conseguir un cupo en alguna escuela-charter o una escuela-imán. La atención médica está fuera de alcance. Déjenme decirles, ¡no se enfermen en Estados Unidos! Las jubilaciones están de-sapareciendo. La universidad es demasiado cara, y aun si encontrás la manera de pagarla, en muchas carreras con el título no recuperás el costo. Están mirando a un matrimonio que recién terminó de pagar sus préstamos educativos hace pocos años. Porque nosotros fuimos a buenas escuelas y no teníamos fideicomiso. Todavía estoy esperando el fideicomiso de Barack, sobre todo después de enterarme de que es pariente de Cheney. ¡Que arrimen algo para este lado!”

Michelle no hablaba mucho del futuro ni de soluciones. Simplemente decía que el único que podía arreglar los problemas era su marido. Decía que ella había hecho un sacrificio al permitir que él se ocupe de los problemas del país. Y advertía que si no lo elegían esta vez, difícilmente habría una segunda oportunidad.

Ya había mostrado la hilacha al principio de la campaña, cuando declaró en una entrevista que, por el apoyo a su marido, “por primera vez me siento orgullosa de mi país”. Los republicanos se abalanzaron sobre su yugular, acusándola de antipatriótica. Barack, en un gesto de galantería, contestó que no se la agarren con su mujer si el problema es con él. Ella agregó que había sido citada fuera de contexto y empezó a ser más cuidadosa en sus declaraciones.

Así llegó Michelle a la Casa Blanca. Conoce el juego. Sabe que detrás de las apariencias –de los vestidos, de los discursos, de los honores– muchas veces no hay nada. Que todos se calzan los pantalones de la misma manera: primero una pierna, después la otra. Que lo acumulado durante una vida de esfuerzo y trabajo puede desaparecer en un segundo. Que en el mundo y en su país sigue siendo mucho más difícil ser negro que blanco, y si se es mujer, mucho más. Que no es casual el nombre de la Casa Blanca. Que ella, por fin, ya es parte de su historia.

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