EL MUNDO › ESCENARIO
› Por Santiago O’Donnell
Es difícil oponerse a las aspiraciones del presidente de Venezuela Hugo Chávez en las elecciones de mañana, aunque la frase “reelección ilimitada” haga un poco de ruido.
Los pueblos tienen memoria. El hombre que pide el voto de sus ciudadanos ha sido, en los últimos diez años, y es el líder indiscutido de la mayor transformación social en la historia de su país, y lo hizo a partir del colapso de un sistema político sumido en la bancarrota y la corrupción, expresión de lo cual fue el estallido social de 1989 conocido como el Caracazo.
El librito de campaña Elegir sin limitaciones que sus simpatizantes reparten a todo el mundo resume muy bien algunos de los principales logros de la gesta chavista. La pobreza extrema se redujo del 17,1 al 7,9 por ciento. Creció la tasa de escolaridad y la de preescolaridad trepó del cuarenta al sesenta por ciento. Subió mucho la representación legislativa femenina y cuatro mujeres hoy encabezan la Corte Suprema, la Procuración General, el Consejo Nacional Electoral y la Asamblea Nacional. La tasa de mortalidad infantil cayó de 27 por mil a catorce por mil. El acceso al agua potable subió del ochenta al noventa y dos por ciento. Bajó mucho el coeficiente de desigualdad entre los hogares, el país escaló posiciones en el índice de desarrollo humano de la ONU, creció la expectativa de vida, bajó el desempleo, subió el trabajo en blanco con respecto al negro, se blanquearon millones de jubilados, el consumo alimentario creció un 170 por ciento, etc., etc.
No es que la revolución bolivariana haya sido perfecta, ni mucho menos: Venezuela es el país más inseguro de la región, su economía no se diversificó, el crecimiento de su PBI fue más lento de lo que muchos esperaban, y la inflación –que es un impuesto a los pobres– es por lejos la más alta de la región. Además, el Poder Judicial venezolano ha dado muestras claras de sumisión al Ejecutivo, que a su vez hegemoniza la representación en la Asamblea Legislativa con una mayoría abrumadora. Pero es difícil dimensionar en pocas líneas el impacto que produce la activación política de vastos segmentos de población, al hacerles llegar servicios del Estado tras décadas de ausencia e indiferencia neoliberal.
Ante ese logro innegable se presenta una oposición dispersa y confundida, sin líder representativo ni propuestas claras para una alternativa de gobierno que seduzca al electorado. Una oposición que perdió su bandera ideológica cuando cayó el muro de Wall Street, que carga sobre sus espaldas los resabios de la vieja y fracasada partidocracia, y que retomó la vía democrática sólo después de intentar un golpe de Estado, un lockout patronal petrolero, un boicot a las elecciones legislativas y, finalmente –entrando ya en el juego electoral–, un referéndum revocatorio. Una oposición financiada por el capital transnacional que le disputa al chavismo con éxito creciente la representación de los sectores medios, pero que ha hecho poco y nada para ganarse la confianza del pueblo.
Desde el punto de vista táctico, para Chávez un triunfo hoy significaría dar vuelta la única derrota electoral que sufrió en su mandato, durante el cual ganó once de doce elecciones. Fue hace dos años, cuando Chávez incluyó la posibilidad de su reelección ilimitada dentro de una ambiciosa propuesta de reforma constitucional, que entre otras muchas cosas incluía la reducción de la semana laboral a 36 horas. Esa vez se habló muy poco de los demás cambios y el debate se centró justamente en la posible reelección del presidente, que según las encuestas era el ítem menos atractivo de la oferta chavista. La oposición, que entonces venía en alza, antes de la crisis mundial, terminó ganando por menos de un punto. Chávez aprendió de esa derrota. Al estudiar los resultados, descubrió que tres millones de personas que lo venían votando se habían abstenido o votado en contra. ¿Y cómo pudo pasar algo así? Resulta que una de las ideas incluidas en su propuesta constitucional era la creación de “consejos comunales”, una especie de burocracia proletaria y campesina paralela a la burocracia burguesa existente. Pero hete aquí que a la cabeza de la burocracia amenazada se encontraban los gobernadores y los alcaldes, los mismos responsables de sacar el voto a favor de reformas que en esencia creaba un competidor para disputarles legitimidad política y, de manera más tangible, recursos económicos del Estado. En las palabras de Chávez, esa elección se perdió porque hubo alcaldes y gobernadores clave que “no jugaron”, que no se movilizaron para sacar el voto.
En un plano más ideológico, Chávez llegó a la conclusión de que el pueblo venezolano, otra vez sus palabras, no estaba “suficientemente maduro”, para el ritmo que había pretendido imprimirle a la transición del capitalismo hacia lo que él llama el “socialismo del siglo XXI”.
Después de la batalla perdida, como buen militar, Chávez se reagrupó, midió la relación de fuerzas resultante, relevó el teatro de operaciones y relanzó su ataque cuando sintió que las circunstancias lo favorecían. El reagrupamiento empezó puertas adentro. Sin ruido y sin apuros, Chávez reacomodó su gabinete y armó listas para las elecciones municipales del año pasado, premiando a los más leales y eficientes, desplazando a los demás, evitando sangrías innecesarias. Mientras tanto, para tranquilidad de los “inmaduros”, Chávez bajó el tono de su discurso clasista y antiimperialista, redujo el impuesto a las ganancias de los empresarios, se amigó y se abrazó con el rey de España, y retomó la relación económica con su vecino y principal socio comercial, Colombia, tras una crisis diplomática derivada de las diferentes interpretaciones del fenómeno guerrillero de las FARC.
Hecho esto, Chávez midió el terreno y comprobó, en las elecciones municipales del año pasado, que a pesar de perder en la capital y los cuatro estados que dominan la economía, el chavismo mantenía una ventaja cómoda a nivel nacional. Desde el punto de vista electoral, tras diez años de desgaste, estaba prácticamente intacto.
Entonces Chávez pasó otra vez al ataque y eligió hacerlo buscando borrar la única victoria que podía endilgarse la oposición, la de haberle frenado la posibilidad de perpetuarse en el poder. No puede negarse que la propuesta de Chávez demuestra una honestidad brutal. Más de un presidente ha intentado estirar su mandato, pero en todos los casos que este cronista recuerda el mandatario en cuestión disimuló su ambición dentro de un paquete más amplio de reformas constitucionales. Honesto pero no ingenuo: para asegurarse el apoyo de sus gobernadores y alcaldes, esta vez Chávez cajoneó su proyecto de Consejos Comunitarios y no sólo eso: en su nueva propuesta extendió la posibilidad de hacerse reelegir a todos los funcionarios públicos electos por voto popular.
Las encuestas parecen darle la razón a Chávez. Según Datanálisis, la consultora que correctamente predijo la ajustada derrota del chavismo en el 2005, el SI hoy se impone por unos cuatro puntos al NO, aunque el resultado sigue abierto, ya que abstencionismo puede ser determinante.
Pero los venezolanos no están votando hoy por un candidato, ni por una táctica, ni por un programa de gobierno. Están votando un sistema de representación. Según Chávez y sus seguidores, se trata de una ampliación de los derechos del pueblo porque elimina restricciones para la presentación de candidaturas. “Toda reducción del derecho a la reelección ilimitada significa constitucionalmente la entrega de una parte sustantiva del poder político de las mayorías a las élites”, escribe Heinz Dieterich en el blog “Mariátegui”. Puede ser, pero las limitaciones a las candidaturas no se crearon para fastidiar a líderes iluminados, sino para impedir que gente como Luis Patti pueda ejercer cargos públicos. En ese espíritu hobbesiano, la limitación temporal, piensa uno, no está dirigida al que gobierna bien. Más bien, su objetivo es evitar que un político malo se perpetúe en el poder, o que uno bueno se vuelva malo y se perpetúe en el poder. O que la ambición de poder ilimitado haga que un político bueno se vuelva malo.
Porque, bueno, hay que decirlo, el pueblo cuando vota se puede equivocar. Los alemanes votaron a Hitler. Es cierto, la mediación de las instituciones, el equilibrio de poderes y la alternancia en el gobierno de las llamadas democracias modernas no impidieron el ascenso al poder de un fanático asesino como Bush. Pero Bush la tuvo más difícil que Hitler y Hitler pudo llegar más lejos. Fueron los diarios estadounidenses los que publicaron las fotos de Abu Graib y Guantánamo y, después de un período de confusión, los que se pusieron al frente de las denuncias de secuestros y torturas. Y fueron las organizaciones de derechos humanos con base en Estados Unidos las que juntaron las pruebas, y son los tribunales estadounidenses los que juzgan las causas que más comprometen a los responsables y fue el pueblo estadounidense el que le dijo basta a la guerra de Irak en el 2005 y basta al neoliberalismo y la revolución cultural neoconservadora el año pasado. A veces los controles que imponen las instituciones a los gobernantes pueden servir. Es cierto, a veces no sirven para nada, pero tampoco queda claro que la eliminación de esos controles institucionales favorezca al conjunto de la sociedad.
Tampoco conviene olvidarse o patear para más adelante el problema de la sucesión. Chávez ejerce lo que en ciencia política se conoce como “liderazgo carismático”. Kenneth Jowitt, uno de los principales expertos en la Unión Soviética, enseñaba en Berkeley que las sucesiones de líderes carismáticos casi siempre son traumáticas y ponen en riesgo la continuidad de las reformas del período anterior. Aunque no son los únicos, los regímenes comunistas tienen mucha experiencia con este problema. Los norvietnamitas nunca aceptaron liderazgos carismáticos y a lo sumo cada seis años el partido cambia al jefe de Gobierno, que además no puede presidir el partido. China recién pudo evitar las sucesiones traumáticas cuando eliminó los liderazgos carismáticos. Lo hizo adoptando una regla no escrita que limita a los presidentes a períodos de cuatro años, con la posibilidad de una reelección. Las sucesión en Cuba pinta menos traumática de lo que se podía esperar, pero algunos cambios parecen inevitables. Así pareció entenderlo Fidel Castro: al elegir a su hermano como su sucesor –en lugar de un cuadro joven– se aseguró que el próximo mandato de gobierno será mucho más corto que el suyo. Sólo el anacrónico régimen carismático de Corea del Norte ha sobrevivido al cambio de siglo.
Chávez no se basa en esos ejemplos sino en los de Europa occidental para defender las supuestas ventajas de una posible reelección ilimitada: dice que esa posibilidad existe en veintisiete países de la Unión Europea. Es cierto, pero en esos países existen controles verticales y horizontales ausentes en el sistema presidencialista venezolano. El parlamentarismo europeo divide las funciones de jefatura de Gobierno y jefatura de Estado, siendo el jefe de Estado una especie de tutor de los bienes del Estado que maneja el gobierno. El parlamentarismo europeo dota a la legislatura del poder de remover al gobernante por razones estrictamente políticas, a través de un voto de no confianza. Esto obliga al gobernante a cuidar su mayoría legislativa y la manera de hacerlo es compartiendo poder. Igual, que el presidencialismo con posibilidad de reelección ilimitada no se practique en el resto del mundo no quiere decir que sea malo. En los hechos, implica una transferencia de poder en favor del mandatario desde las instituciones supuestamente encargadas de controlarlo. El poder concentrado tiene sus ventajas: es más rápido, más resolutivo, sirve para enfrentar amenazas externas y disciplinar a la sociedad civil. Pero suele ser brutal con las minorías que consciente o inconscientemente no elige representar.
En cuanto a las consecuencias a largo plazo para la supervivencia de la revolución bolivariana, hasta los propios chavistas reconocen que la necesidad aparentemente imperiosa de que Chávez permanezca en la presidencia más allá del 2013 es un signo de debilidad. “Su rol, eficiencia y visión política hoy lo hacen insustituible. Chávez expresa una fortaleza de la revolución tanto como la debilidad de ésta... (y) llama a la inquietud natural por la imposibilidad de haber generado en su devenir alternativas de conducción y continuidad”, advierte el periodista Roque González de la Rosa en un artículo que sin embargo apoya con fervor la postura del SI.
Por eso es difícil oponerse a las aspiraciones de Chávez, pero más difícil aún es entender cómo se le hace un servicio a la revolución bolivariana reforzando lo que se presenta como su mayor debilidad, esto es, la “imposibilidad de generar alternativas de conducción y continuidad”. Todo eso a cambio de una victoria táctica que siempre viene bien pero que no aparece como imprescindible, dada la pobreza y escasez evidentes de propuestas alternativas.
Quitarle a Chávez un incentivo concreto para preparar su sucesión es quitarle un incentivo para que fortalezca sus logros por la vía institucional. Dicho de otro modo, es quitarle chances de supervivencia a su revolución o programa de reformas más allá de su mandato. Por eso hace ruido “reelección ilimitada”: porque si bien la frase sugiere lo contrario, nada es para siempre. Ni siquiera Chávez, aunque cueste aceptarlo.
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