EL MUNDO › ESCENARIO
› Por Santiago O’Donnell
Sir Allen Stanford no inventó las reglas. Ni fue el primero en darse cuenta de que la gente rica no quiere pagar impuestos. Ni fue el primero en darse cuenta de que la mejor manera de evitar esos impuestos es escondiendo la plata. Tampoco inventó los paraísos fiscales ni los ubicó en islitas del Caribe. No fue el que inventó la frase “banca offshore” para darle glamour a la práctica de esconder dinero. Tal vez se excedió un poco. En la despiadada competencia para esconder la plata de los ricos, tal vez Sir Allen prometió más de la cuenta. Tal vez su banca offshore, su empresa especializada en esconder plata, no contó con los controles de calidad habituales en los bancos que guardan plata sin esconderla. Pudo haber cometido algunos errores o prometido más de la cuenta. Pero no fueron sus clientes los que provocaron su caída. Si los narcos del Cartel del Golfo se hubiesen molestado ni siquiera estaría vivo. Es posible que el único pecado de Sir Allen haya sido el hacer su trabajo demasiado bien en un momento inoportuno.
Es posible que a esta altura muchos de ustedes conozcan la historia de Sir Allen Stanford, porque ya salió en todos lados. Toda crisis financiera expone a un banquero en apuros. Porque para el reciclaje del sistema es muy importante que la crisis tenga una cara, que ese banquero sea el culpable de todo en el imaginario popular, no los que inventaron las reglas ni los que se valieron de ellas para eludir impuestos y especular con las ganancias.
Texano de cuarta generación, nieto de un vendedor de seguros, después de fundir un gimnasio Stanford se hizo rico en los ’80 con la especulación inmobiliaria. Para poner a salvo sus ganancias abrió una cueva en la isla de Monserrat y ahí se dio cuenta de que esconder dinero era un buen negocio, y además legal. Entonces Stanford abrió un par de bancos en pueblos perdidos del medio oeste de Estados Unidos y otro en su Houston natal para captar clientes y apantallar su cueva. Y cuando los ingleses cerraron el grifo en Monserrat a mediados de los ’80 sir Allen llevó su kiosco a la isla de Antigua. Ahí sacó la doble nacionalidad y se convirtió en la cara pública más reconocida de la isla en los Estados Unidos, un filántropo y benefactor, un ejemplo de hombre exitoso. Donó siete millones de dólares al hospital de niños St. Jude’s en Memphis. Fue miembro fundador del Círculo de Honor de donantes de la Escuela de Negocios de la Universidad de Houston. Se convirtió en el principal sponsor del críquet internacional y trajo al seleccionado inglés a su isla pagando una cifra record para un test match. Hasta se dio el lujo de ganarles a los ingleses con su seleccionado caribeño, el Stanford 20/20. El Commonwealth británico no tuvo más remedio que nombrarlo Caballero de la Reina y desde entonces es Sir Allen. El año pasado formó parte de la serie de perfiles de empresarios exitosos de ABC News. Cuando le preguntaron si le gustaba ser multimillonario, soltó una carcajada. “Claro –contestó– pero da mucho trabajo.” Y, sí, no debe ser fácil. Alguna vez Sir Allen tuvo que salir en los medios para desmentir un supuesto romance entre su novia y el capitán de su equipo de críquet. El mundo está lleno de envidiosos.
Pero Sir Allen no se dio por vencido. Al contrario: descubrió que en Latinoamérica también hay ricos que no quieren pagar impuestos. Entonces abrió bancos u oficinas en Venezuela, Colombia, Perú y Panamá y algunas islas del Caribe para explotar esas oportunidades.
El mes pasado, en medio de la crisis financiera mundial, los reguladores de SEC se le vinieron encima. Lo acusaron de un fraude valuado en 9300 millones de dólares y congelaron todos sus activos en los Estados Unidos. Dijeron que les prometía a sus clientes ganancias extraordinarias que no estaba en condiciones de garantizar. Que les prometía inversiones seguras, controladas por un comité de expertos, pero que ese comité no existía y que Sir Allen hacía lo que se le daba la gana. Venezuela, Colombia, Perú, Bahamas y Antigua también les bajaron la persiana a sus activos. La Asociación de Críquet de Gales e Inglaterra salió a decir que le rescindía el contrato.
Entonces el FBI le confiscó el pasaporte y a Sir Allen no le quedó otra que refugiarse en la casa de su novia en Virginia y contratar a un abogado carísimo –el mismo que defendió a Oliver North– para esperar en libertad los cargos criminales que seguramente llegarán.
No es fácil definir la expresión “paraíso fiscal”. La centenaria revista The Economist, que de esto algo sabe, eligió la siguiente formulación: “Lo que identifica un área como paraíso fiscal es la existencia de una estructura impositiva establecida deliberadamente para aprovechar y explotar una demanda mundial de oportunidades para evitar el pago de impuestos”. Para un lector argentino no hacen falta muchas explicaciones. En su esquema más básico, el inversor local saca la plata de su país y la lleva al paraíso, donde la deposita en un fideicomiso secreto encabezado por testaferros anónimos. Entonces para las autoridades de su país el dinero ya no es de él sino del fideicomiso formado en el paraíso fiscal. Entonces la plata no paga impuestos en el país de origen sino supuestamente en el paraíso. Pero el paraíso es un paraíso justamente porque no les cobra impuestos a los inversores extranjeros.
Durante las casi tres décadas de reinado del neoliberalismo, Estados Unidos y sus vasallos del Consenso de Washington hicieron todo lo posible para facilitar la operatoria de las bancas offshore. Había que liberar a los hombres exitosos de la pesada carga que les imponían los burócratas estatales para que pudieran comprarles tomógrafos a los niños enfermos del St. Jude’s y lavar sus ganancias en espectaculares eventos deportivos. Si no la Argentina nunca habría podido disfrutar de la Fórmula Uno y la Sociedad Rural se habría privado de ver actuar a una gran formación de jinetes.
Sir Allen era un pez chico en el océano de proveedores de oportunidades para no pagar impuestos. Demasiado chico y demasiado visible. O sea, demasiado fácil. Los peces gordos como el Morgan Stanley (158 empresas subsidiarias en la Islas Caimán), Citigroup (noventa subsidiarias) y Bank of America (59 subsidiarias) no fueron perseguidos, sino recompensados por el gobierno de Bush con paquetes de rescate de diez mil millones, cuarenta y cinco mil millones y cuarenta y cinco mil millones de dólares, respectivamente. En comparación, Sir Allen hizo un modestísimo aporte a los cien mil millones de dólares por año de impuestos que se pierden en paraísos offshore, según un informe de 2007 de la GAO, el brazo investigativo del Capitolio. Tampoco es responsable Sir Allen por la codicia de sus clientes. Según la GAO, ochenta y tres de las cien principales empresas con sede en Estados Unidos realizan operaciones en paraísos fiscales offshore. Ni fue Sir Allen quien legalizó la operatoria offshore, sino los legisladores del Congreso y los reguladores del SEC. Ahora a los inversores codiciosos se los presenta como víctimas, los legisladores no tienen nada que ver y los reguladores vienen a salvar el día sirviendo en platillo la cabeza del buscavida ése con título nobiliario trucho. Bah, la misma historia de siempre, vaya novedad. Sólo que ahora cayó Wall Street y no hay reciclaje fácil. Ningún cuentito del banquero malo alcanza para emparchar la situación.
Obama tampoco inventó las reglas, pero parece dispuesto a cambiarlas. En el presupuesto que presentó el jueves incluyó el ítem “Financiamiento para un portafolio robusto de cumplimiento internacional de pago de impuestos”, con el cual calcula recaudar cien mil millones de dólares en la próxima década. Según el Huffington Post, fuentes gubernamentales informaron que para alcanzar esa meta el presidente estadounidense piensa poner en práctica los lineamientos de un proyecto de ley que presentó el año pasado en el Congreso. El texto lleva su firma y las del presidente y vice del comité de Supervisión Bancaria del Senado, Carl Levin y Lloyd Doggett, los mismos que airearon los chanchullos de Raúl Moneta en audiencias públicas hace algunos años. Se llama “Ley para frenar abusos en paraísos fiscales” e incluye varias propuestas. En primer lugar, establece que cualquier persona que transfiere fondos a paraísos fiscales es legalmente sospechosa de esconder dinero, o sea hay “causa probable para investigarla”. Después enumera los 43 paraísos fiscales que figuran en la investigación de la GAO, incluyendo a Antigua e Islas Caimán, pero también a Suiza y Holanda, aunque no, por ahora, a Uruguay. En la propuesta de Obama, Levin y Doggett, cualquier persona que obtenga beneficios de entidades inscriptas en esas jurisdicciones sería considerada el controlante de esa entidad para fines impositivos, más allá de quién sea el titular formal. También se autorizarían sanciones para bancos offshore si se descubren transacciones sospechosas de lavado de dinero, y les quitaría a esos bancos el derecho a expedir tarjetas de crédito válidas en Estados Unidos. Por otra parte, duplicaría el tiempo máximo de investigaciones impositivas cuando hay operaciones offshore involucradas y se aumentaría significativamente la información requerida para la aprobación de dichas operaciones. Asimismo, autorizaría intercambios de información impositiva entre el Departamento del Tesoro, los reguladores bancarios y el ente recaudador. También gravaría cualquier compra de bienes dentro de Estados Unidos con dinero proveniente de bancos offshore. Además se aumentarían las penalidades para quienes promueven “refugios fiscales abusivos” y se obligaría a los fondos de inversión a adoptar programas antilavado. Finalmente, aumentarían las multas para las transacciones financieras que no tengan “sustancia económica” y que sean meros dibujos contables para esconder dinero.
Todo eso quiere hacer Obama en medio de todo lo demás que quiere hacer. Pucha que no es fácil cerrar un paraíso, hasta ahora sólo lo pudo hacer Dios. Obama está lejos de serlo, pero al menos parece hacerse cargo de que la culpa no es del chancho, aunque lo sirvan en platillo, sino del que le da de comer.
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