EL MUNDO › OPINION
› Por Emir Sader *
La posición estadounidense sobre Cuba representa, en síntesis, la visión imperial de Estados Unidos en relación con América latina. Se evidenció cuando sintió que estaba ante un proceso realmente revolucionario, que no sólo tumbaba una de las tantas dictaduras que Washington apoyaba en la región, sino que el nuevo poder reivindicaba de forma radical la soberanía del país, al tiempo que avanzaba en la construcción de una sociedad justa, comenzando con la reforma agraria.
Hasta allí los movimientos antidictatoriales y/o nacionalistas siempre habían sido conjurados o cooptados. Pasó con los más fuertes, como los de Juan Domingo Perón y Getúlio Vargas, pasando por la revolución boliviana de 1952. Cuando se dio cuenta de que perdía el control sobre un país que había sido su más importante neocolonia, Estados Unidos inició una ofensiva para impedir que el poder revolucionario se consolidase.
Se valió de todos los instrumentos que tenía a mano: de los ataques con fósforo blanco –iniciados sobre territorios liberados de la región oriental de la isla incluso antes de la victoria de Fidel Castro y sus compañeros– a los atentados contra el líder de la Revolución, el envío de comandos terroristas, la provisión de armas a los grupos contrarrevolucionarios de la cordillera central del país, agregando a todo la calumnia informativa y la tentativa de bloqueo económico y diplomático.
Actuaba Estados Unidos de acuerdo con la máxima según la cual “sin cuota no hay país”, esto es, si el poderoso vecino del norte dejaba de comprar la zafra de azúcar, el país no sobreviviría. La burguesía cubana cerraba entonces sus casas y partía a Estados Unidos como quien va de vacaciones, esperando que el nuevo gobierno cayese bajo el impacto del boicot estadounidense.
En paralelo, Washington desataba la mayor ofensiva contra un país del continente, que incluyó el intento de invasión en 1961 y el bloqueo naval de 1962. Asimismo, Estados Unidos impuso desde un decreto continental del aislamiento contra Cuba, que supuso la ruptura de las relaciones de todos los gobiernos con la isla –menos México, que mantuvo el intercambio diplomático–, cerrando así el cerco económico en momentos en que Washington dividía entre países con gobiernos serviles la cuota de azúcar dejada de adquirir a los cubanos.
Pasaron más de cuatro décadas y 10 presidentes estadounidenses, y Cuba sobrevivió y rompió de hecho el bloqueo, tanto en sus vínculos con otros países del continente –Costa Rica, finalmente, acabó restableciendo las relaciones–, como el propio intercambio en turismo, cultura y comercio que fue siendo repuesto. Cuba mantuvo su dignidad y su soberanía, al tiempo que construía la sociedad más justa del mundo, para lo cual fue indispensable afectar profundamente intereses estadounidenses en el país.
Esto último es lo que Estados Unidos nunca perdonará a Cuba: su independencia y su papel de ejemplo al romper con la dominación imperialista sobre la isla y sentar los embriones de un nuevo tipo de sociedad, el socialismo.
Cuba le propone normalizar las relaciones, sin demandar siquiera la devolución de Guantánamo –como sería absolutamente justo que ocurriera–-, exigiendo como contrapartida que cada país respete el tipo de sociedad del otro y haya intercambios recíprocos de igualdad y respeto.
El problema para Barack Obama es que si quiere probar en los hechos que tiene una actitud distinta con América latina, tendrá que hacerlo poniéndole fin al bloqueo y normalizando las relaciones con Cuba. Por el carácter de Estados Unidos como sobreviviente de la Guerra Fría y de expresión más acabada de la prepotencia imperial en las relaciones con el continente, Obama no podrá quedarse únicamente en la flexibilización de la circulación de personas, envíos de remesas y sostenimiento del comercio ya existente. Tendrá que avanzar en la concreción de reuniones directas con los dirigentes cubanos y el establecimiento de relaciones normales con la isla como el último gobierno de América que se resistió a ello.
De su respuesta a Trinidad y Tobago dependerá la apertura de un nuevo período en las conturbadas, violentas y hasta aquí prepotentes relaciones de Estados Unidos con América latina.
* De La Jornada de México. Especial para Página/12.
Traducción: Ruben Montedónico.
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