EL MUNDO › ESCENARIO
› Por Santiago O’Donnell
Pese a los mejores esfuerzos del presidente Barack Obama, que prefiere para el momento ganar su guerra, el debate sobre la tortura se agranda como una bola de nieve. Estallan los blogs, tapa de diario todos los días, gran revuelo en el Capitolio. El relato no es halagador. A medida que pasan los días el presidente estadounidense se interna en un laberinto de contradicciones y en el camino va descubriendo que una cosa es condenar las prácticas ilegales del gobierno de Bush y otra mucho más difícil es romper con ellas. Sobre todo cuando dos asuntos demandan urgente atención: la crisis y la guerra.
Pero el tema está ahí y crece, y crece, arrastrando a Obama al terreno de las declaraciones incómodas, hechas a las apuradas o a través de escuetos comunicados leídos por sus voceros. Como si sus gobernados quisieran recordarle, con fastidiosa insistencia, que no lo eligieron por ser un gran economista o un gran comandante en jefe, sino por lo que es y lo que representa, y sobre todo para que ejerza un liderazgo moral. Un día sale Nancy Pelosi, líder demócrata de la Cámara baja, indignada, pidiendo a la CIA que entregue la transcripción de la reunión que mantuvo con la agencia en 2004, porque dice que la engañaron sobre la dimensión que había tomado el programa de torturas. Esto, porque el vocero de la CIA había dicho que Pelosi había sido informada de la aplicación del “submarino” hace cinco años. El vocero de la agencia salía al cruce de Pelosi porque ésta había demandado la creación de una comisión investigadora, al estilo Conadep. Obama se opone a la iniciativa, aunque de manera ambigua; dice que el proyecto de ley, así como está, no lo termina de convencer.
Otro día, la CIA anuncia que no va a entregar los documentos que solicita el ex vicepresidente Dick Cheney y que supuestamente demostrarían que de esa manera se obtuvo valiosa información, retrotrayendo la discusión un par de siglos, como en las películas, como si nada hubiera pasado.
Otro día expiraba el plazo prometido por Obama para decidir la suerte de los tribunales militares para juzgar a los presos de Guantánamo. Con esos tribunales, Bush había armado una especie de Justicia paralela para despojar a los detenidos de sus más elementales derechos sin violar la Convención de Ginebra. Ante la expectativa general, el vocero de Obama anunció que los tribunales continuarían.
El anuncio tuvo todo tipo de repercusiones. Por un lado, como se apuraron en aclarar los defensores del presidente, Obama nunca había prometido abolir los tribunales. De hecho, antes de asumir, siendo senador, había firmado un proyecto de ley para modernizar esos tribunales con reformas como la obligación de invalidar información obtenida bajo tortura.
Por el otro lado, contestaron sus críticos, la decisión de Obama mantiene el sistema paralegal y priva a los detenidos de las garantías de la Justicia ordinaria y de la Justicia militar. Encima perjudica a víctimas de tortura, secuestros, traslados y detenciones arbitrarias, justo las prácticas que Obama dice repudiar.
En el medio de la semana estalla la bomba. El miércoles Obama detuvo la entrega a un juzgado de una serie de 44 fotografías inéditas que mostraban torturas en cárceles afganas e iraquíes y que los propios abogados del gobierno se habían comprometido a entregar el 28 de mayo en un acuerdo con la parte demandante, la Asociación por los Derechos Civiles (ACLU). El acuerdo se había hecho ante la Cámara de Apelaciones del Noveno Circuito Federal tras fallos en primera y segunda instancia favorables a la desclasificación de las fotos. Pero a medida que se acercaba el plazo, y ante el franco deterioro del frente de guerra en Pakistán y Afganistán, Obama empezó a recibir presiones del establish- ment militar para cambiar su decisión. Según el New York Times, en los últimos siete días los comandantes de las guerras de Irak y Afganistán, y el jefe de Estado Mayor, David Petraus, se comunicaron con el presidente para advertirle que las imágenes, aunque retraten algo que ya no sucede, causarían una conmoción en los dos teatros de operaciones, ambos pasando por un momento delicado, Irak por el repliegue, Afganistán por la ofensiva y por el movimiento de pinzas talibán desde el norte de Pakistán. El Washington Post agregó el dato de que esta semana Obama recibió una carta, pública, por supuesto, de los dos líderes del comité de las fuerzas armadas, un demócrata y un republicano, pidiéndole que no entregue las fotos más o menos por las mismas razones.
Obama mismo lo comunicó en declaraciones al paso a la salida de un evento. Obama dijo que las fotos no eran gran cosa comparadas con las ya conocidas de Abu Ghraib (foto), que se trató de “manzanas podridas” (casos aislados) y no de una práctica generalizada, que los militares involucrados ya habían sido juzgados y sancionados, y que la publicidad de las fotos podría dar una imagen distorsionada en el mundo islámico de lo que es hoy el ejército norteamericano, justo en un momento delicado por la situación en Irak y Afganistán. Cuando le preguntaron si apelaría ante la Corte Suprema las decisiones judiciales que le ordenaban entregar las fotos, contestó, escueto, “puede ser”.
La reacción no se hizo esperar. En un comunicado, Amnesty señaló que las fotos serán publicadas tarde o temprano, y que cuando eso suceda no sólo serán recordadas por los crímenes ocurridos durante el gobierno de Bush, sino por el encubrimiento durante el de Obama.
Pero más grave que la censura había sido su justificación. Al ratificar el discurso de Bush de “manzanas podridas”, espejo del discurso de “excesos” de Videla y compañía, al afirmar que no conviene volver sobre hechos que ya han sido juzgados y sancionados, Obama le agregó un punto final a su doctrina de obediencia debida.
Dos semanas atrás Obama había lanzado su doctrina en la sede de la CIA en Langley, Virginia, durante un discurso ante los miembros de la agencia. Había dicho que los agentes que habían seguido en buena fe instrucciones recibidas no serían juzgados por haber cometido torturas. Al hacerlo, había reconocido la existencia de un plan sistemático, aprobado en los más altos niveles del gobierno de Bush, para aplicar torturas a los detenidos de “alto valor” de Al Qaida.
La doctrina de Obama esconde una contradicción. ¿Cómo puede ser una misma tortura parte de un plan sistemático si lo hizo la CIA, y producto de “manzanas podridas” si lo hicieron los militares, siendo que el ejército se copió de la CIA y tuvo la aprobación de los mismos abogados?
Según el memorándum de tortura desclasificado por Obama, el programa de tortura de la CIA incluía explícitamente al nudismo y la humillación sexual, precisamente el contenido de las fotos con los presos de los militares.
Además, esas fotos son posteriores a la aprobación del plan de torturas de la CIA, posteriores a la aprobación de una excepción presidencial para que los militares en Guantánamo pudieran usar las técnicas de tortura aprobadas para la CIA, y posteriores a una reunión llevada a cabo en Guantánamo entre abogados de la Casa Blanca, la CIA y el Pentágono, donde se acordó extender el programa de torturas a las fuerzas armadas en Irak y Afganistán, según explicó Rob Freed, investigador del secretariado general de Amnesty International, citando documentos recientemente desclasificados, al teléfono desde Londres, ante la consulta de este cronista.
Lo que pasa, dice Freer, es que los militares están sometidos a la Justicia militar y la Justicia militar los protege. En cambio, los agentes de la CIA son civiles, y por lo tanto sujetos a la Justicia civil. El mensaje de Obama fue: “Tranquilos, así como los fiscales militares no actúan contra soldados que cumplen órdenes, mis fiscales no actuarán contra ustedes”.
El investigador de Amnesty confirma que no hay información disponible sobre quiénes aparecen en las fotos ni qué sanciones recibieron, ya sea una remoción, expulsión de la fuerza o castigo en cárcel militar. Tampoco se sabe de qué se los acusó, pero ante la ausencia de información disponible, da la impresión de que el castigo no fue por torturar, sino por sacarse la foto.
En el sistema legal estadounidense, a diferencia del argentino, el jefe de los fiscales es también ministro de Justicia, se sienta en el gabinete y recibe instrucciones del presidente. Hasta ahora, pese a los insistentes pedidos de las organizaciones de derechos humanos, Obama se ha negado a instruir al fiscal general Eric Holder para que investigue el programa de torturas en sus distintos grados de responsabilidad. Sólo ha dicho que la decisión de investigar a quienes impartieron las órdenes “es una decisión del fiscal general”. Y Holder, que tiene el derecho y la obligación de hacerlo por iniciativa propia, ha evitado pronunciarse al respecto. En Estados Unidos existe una ley contra la tortura.
Obama quiere librar una guerra moderna en Afganistán y quiere ganarla. Es su guerra. Acaba de cambiar al comandante en jefe por un experto en “guerra no convencional”. La guerra no será popular, pero su ejército tiene buena prensa. Para ganarla Obama necesita que los republicanos no le hagan lo que él y los demócratas les hicieron a ellos en Irak: sacarle el apoyo en el momento clave. Ese apoyo tiene un costo. La seguidilla de decisiones de los últimos días va en ese sentido: censura de fotos, “manzanas podridas” para el ejército, obediencia debida para la CIA y tribunales truchos para los presos de Guantánamo.
Un giro a la derecha y en favor de la impunidad en un momento delicado, en el que Obama siente que depende de los republicanos. Podría ser la táctica de un táctico. Obama, como Holder, proviene del histórico movimiento por los derechos civiles de los negros. Su formación política es en procesos a largo plazo, basados en el principio de resistencia pasiva y la paciente acumulación de pequeñas victorias entre largas esperas y ocasionales traspiés. La fuerte presión conservadora es una consecuencia directa de la desclasificación que autorizó Obama el mes pasado de un memorándum clave con detalles sobre el programa de torturas de la CIA.
Pero lo que Obama y Holder muestran últimamente, lo que se ve, es una política de derechos humanos opaca, vacilante, confusa y contradictoria, causante de una saludable bola de nieve de críticas y recriminaciones, que da cuenta de la demanda de respuestas positivas a las expectativas generadas por el cambio prometido.
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