Dom 24.05.2009

EL MUNDO  › ESCENARIO

Atornillado

› Por Santiago O’Donnell

El presidente colombiano, Alvaro Uribe, quiere atornillarse al sillón. No es el primero ni será el último. Sus razones son las mismas tres de siempre. Primero, Uribe considera que no están cumplidas sus metas para transformar al país. Segundo, Uribe estima que sólo con él al frente de la transformación está garantizado el éxito. Tercero, Uribe considera que el objetivo es tan importante que justifica cambiar cualquier regla que, a priori, le impediría seguir gobernando.

Claro que Uribe no lo dice todavía. Tocar la Constitución, y por segunda vez, es un tema delicado. Puede dañar su imagen en el exterior. El líder opositor Carlos Gaviria ya lo está llamando dictador populista. Entonces debe esperar a que el pueblo le suplique, prácticamente lo obligue a seguir adelante. Entonces Uribe no se pronuncia, pero la maquinaria está en marcha.

Esta semana la coalición parlamentaria encabezada por el partido que él creó para asegurarse su reelección anterior, el Partido U, logró que el Senado colombiano aprobara un referéndum para habilitar la candidatura de Uribe para un tercer mandato de cuatro años en el 2010. El proyecto del Senado debe compatibilizarse con el que ya se había aprobado en diputados el año pasado, y que habilita un tercer término pero sólo a partir del 2014. Y la ley re-reeleccionista debe aprobarse antes de septiembre porque en Colombia los candidatos deben inscribirse con seis meses de antelación. El tiempo apremia y falta dar algunos pasos, pero Uribe ya hizo bastante, o por lo menos permitió que hicieran bastante por él. Para empezar, sus seguidores juntaron los millones de firmas requeridas para llevar el petitorio al Congreso. Aunque el financista de la iniciativa, David Murcia Guzmán, fue detenido por defraudación y el financiamiento de la campaña está siendo investigado por la Justicia.

Ni ese detalle, ni los chanchullos de la “parapolítica”, ni el drama de los cuatro millones de desplazados por el conflicto armado, ni el escándalo de los “falsos positivos” asesinados por el ejército para engordar sus estadísticas antiterroristas, ni el fraude del 2006, cuando la diputada Yidis Medina vendió su voto en el Congreso para habilitar la primera reelección de Uribe, ninguno de estos antecedentes hace mella en la campaña re-reeleccionista.

Lo que importa es que Uribe tiene mayoría parlamentaria y el apoyo del 75 por ciento de la población. Con eso alcanza y sobra. La primera regla de la democracia es que la mayoría manda. La segunda es que la mayoría puede cambiar cualquier regla, salvo la que dice que la mayoría manda.

A la hora de estirar mandatos, los expertos recomiendan hacerlo no sólo con el voto de la mayoría, sino con el mayor grado de consenso posible entre los distintos grupos de interés que interactúan dentro de un país. Pero a veces no se puede.

Uribe no está solo en su ambición. Correa acaba de ser reelegido en Ecuador estrenando Constitución. Evo Morales en Bolivia va en camino de lograr lo mismo. En febrero, Hugo Chávez ganó un referéndum que habilita su reelección ilimitada para ensayar su camino al socialismo.

Hay distintas razones para cambiar las reglas de permanencia en el poder. Chávez, Correa y Morales lo hacen porque lo creen imprescindible para refundar un sistema político colapsado porque no ha sabido incluir a sectores populares o grupos étnicos.

Las razones de Uribe son más discutibles. Quiere asegurar la competitividad de Colombia en la economía global a través de inversiones extranjeras, alineándose sin medias tintas con los Estados Unidos. Quiere, sobre todo, aniquilar a la guerrilla que mortifica a su país desde hace medio siglo, y cerrar para siempre la posibilidad de cualquier salida negociada al conflicto.

En cambio otros presidentes, operando en sistemas políticos más estables, han resistido la tentación.

Ricardo Lagos, en la cima de la popularidad, acató sin chistar los únicos cuatro años de mandato que concede la Constitución chilena y apostó a remozar el proyecto de la Concertación con la innovación de género que representó la candidatura de Bachelet.

En Uruguay, Tabaré Vázquez, sin dudas el político más popular de su país, dejó volar algunos globos de ensayo reeleccionistas, ostensiblemente para posicionar mejor a su candidato, Danilo Astori. Pero en las últimas semanas se ha corrido del escenario para permitir que su Frente Amplio desarrolle su proceso de internas, donde tres candidatos diferentes pero parecidos llevan adelante un verdadero debate de ideas sin agresiones ni chicanas baratas.

El brasileño Lula, quizás el presidente más popular del planeta, líder indiscutido del gobernante PT desde su fundación, está a punto de cumplir sus dos mandatos. Las encuestas dicen que es el único que le ganaría al candidato del centroderecha, José Serra, en las elecciones del año que viene, y en palacio le ruegan al presidente que se quede un tiempo más, blandiendo las mismas tres razones de siempre. Pero Lula insiste en sostener la candidatura de Dilma Rousseff, su jefa de gabinete, que lucha contra un linfoma.

Todos son democráticos, los que se quedan y los que se van. Pero los que fuerzan las reglas para quedarse más tiempo generan regímenes hiperpresidencialistas. Así, con más o menos intencionalidad, por el propio peso de su permanencia en el poder, terminan copando el Poder Legislativo, cooptando al Poder Judicial y desgastando a las instituciones supuestamente encargadas de controlarlos.

Uribe ha acusado sin pruebas a la Corte Suprema, nada menos, de urdir un complot en su contra. También mantiene una relación tormentosa con las organizaciones no gubernamentales que monitorean las consecuencias del conflicto armado en su país. Decenas de aliados suyos en el Congreso han sido arrestados por connivencia con grupos paramilitares. Y la relación con sus vecinos dista mucho de ser la mejor desde que violó el derecho internacional para cazar guerrilleros en Ecuador y Venezuela.

En estos tiempos de política líquida y personalista quizá sea una utopía para algunos países aspirar a un sistema con partidos fuertes, debates programáticos y acuerdos sobre reglas de juego y políticas de Estado que se mantienen a través del tiempo. Quizá pasó el tiempo del formalismo vacío de las democracias representativas que fracasaron en muchos países de Latinoamérica.

Pero en algunos países latinoamericanos la democracia representativa sobrevive, en parte gracias al renunciamiento público o privado de sus máximos líderes. Y hay que decir que son esos países los que hoy gozan de sistemas políticos más estables y más consolidados.

¿Qué quiere decir eso? Que tienen un armado institucional más fuerte para mediar entre pueblo y gobernante. Ese armado sirve de amortiguador para frenar crisis incipientes.

En cambio en los regímenes hiperpresidencialistas cualquier conflicto, por menor que sea, trepa hasta el despacho del mandatario. Por eso esas sociedades parecen vivir de crisis en crisis.

Otra debilidad que aqueja a los regímenes hiperpresidencialistas es la necesidad constante de legitimarse a través de elecciones plebiscitarias o índices de aprobación altísimos en las encuestas de opinión. Esta situación obliga al líder personalista a estar en permanente campaña y lo inhibe a la hora de tomar decisiones que pueden no ser populares pero necesarias para el bien común.

La dialéctica de confrontación que supone esta constante comparación validatoria lleva a la polarización de las sociedades hiperpresidencialistas, lo cual hace aún más urgente y necesaria –pero también más costosa– la patriada que justifica la permanencia del líder en el poder.

En el caso de Uribe, es obvio que el hastío tras medio siglo de conflicto armado y negociaciones fracasadas ha generado una demanda de mano dura en la población colombiana, una demanda de Estado fuerte, concentrado y paternalista, conducido por un líder militar que haga lo que hay que hacer para terminar con la inseguridad.

Aunque a falta de una salida política la posibilidad de una derrota militar final y definitiva de la guerrilla colombiana es poco menos que una utopía –por razones económicas, socioculturales y hasta topográficas–- Uribe no tiene margen para intentar otra cosa.

¿Por qué? Porque Uribe invoca la demanda de la mayoría de acabar con la guerrilla para justificar su permanencia en el poder. Como no puede ganar, no se puede ir. Entones se atornilla al sillón para salvar a la patria.

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