Dom 07.06.2009

EL MUNDO  › ESCENARIO

Más allá de la autopista

› Por Santiago O’Donnell

Al final se votó la reincorporación de Cuba a la Organización de Estados Americanos (OEA) después de 47 años y uno no puede dejar de pensar que lo que se votó es el reingreso de Estados Unidos a la comunidad de naciones americanas después de ocho años de gobierno de George W. Bush. Porque es cierto que Cuba había sido injustamente segregada del organismo durante la Guerra Fría, cuando todos los países de la región, con la excepción de México, le dieron la espalda. Pero salvo Estados Unidos, los 34 países que se reunieron en Honduras para levantarle la sanción a Cuba hace rato que mantienen relaciones normales con la isla. Al contrario de lo que expresan las opiniones simplistas, el fenómeno excede a la aparición de gobiernos de izquierda y centroizquierda en Latinoamérica. Canadá, quizás el aliado más firme de Estados Unidos en la OEA, es uno de los principales inversores que tiene Cuba. Y presidentes derechistas como Calderón en México y Uribe en Colombia se llevan mejor con los Castro que con muchos colegas ideológicamente más afines. En cambio el que se había aislado en los últimos años era Estados Unidos, con una política de derechos humanos y una estrategia comercial que iba a contramano de la idea latinoamericana del desarrollo complementario por vía de la integración regional.

El año pasado, en la reunión de cancilleres del Grupo Río, en Zacatecas, México, se había aprobado el ingreso de Cuba a ese bloque regional, que no integra Estados Unidos. Un diplomático que participó de esa reunión y también estuvo esta semana en Honduras para la cumbre de la OEA marcó la diferencia entre ambas ocasiones: los cubanos asistieron y participaron activamente de la cumbre de Zacatecas, y fueron claros al manifestar su interés en integrar el Grupo Río, en cambio no fueron a San Pedro Sula y no muestran ningún interés en volver a la OEA.

“Lo que querían los cubanos era que se derogue la resolución de la OEA que ordenaba su suspensión. Todos estábamos de acuerdo con eso. El problema era el famoso segundo artículo, el que supuestamente enumeraba los requisitos que Cuba debía cumplir para volver a la OEA. A principios de semana no se sabía lo que iba a pasar porque Estados Unidos presentaba borradores muy duros y (el presidente de Nicaragua Daniel) Ortega no facilitaba el acuerdo, porque tenía un discurso muy setentista e intransigente. Pero con el correr de los días fueron aflojando tanto Estados Unidos como los del grupo Alba, y se fue imponiendo la postura de los países del bloque Aladi (Brasil, Argentina, México y Chile). Primó la cordura y consensuamos un segundo artículo que básicamente dice que el reingreso se negociará a futuro, algo que difícilmente suceda porque a Cuba no le interesa estar en la OEA.”

Para Cuba y sus aliados, el Grupo Río se ha constituido como una alternativa creíble para el eventual reemplazo de la OEA en tanto institución ordenadora del llamado “sistema interamericano”, que en ese caso se transformaría en “sistema interlatinoamericano”.

Desde su origen como ampliación del Grupo Contadora, el Grupo Río se ha mostrado como instrumento eficaz para solucionar conflictos internacionales, al igual que su variante sudamericana, llamada Unasur. Mientras tanto la OEA toleró sin chistar que dictaduras asesinas la integraran, hasta que recién en 2001 firmó una Carta Democrática, y hoy ni se plantea suspender a Estados Unidos por sus evidentes y aberrantes violaciones a los derechos humanos en Abu Ghraib y Guantánamo, al mismo tiempo que Washington usa el argumento de los derechos humanos para intentar condicionar el reingreso de Cuba.

Otra diferencia importante es que, mientras el Grupo Río no exige adhesión a sistema político alguno, la OEA demanda desde 1995 que sus miembros sean “democracias representativas”. En estos momentos hay varios países en la región que parecen alejarse del modelo para ensayar esquemas de democracia directa o plebiscitaria. Son los que más critican a la OEA. El fortalecimiento del Grupo Río presenta un desafío para la OEA.

Pero en Honduras primó la cordura, cuenta el diplomático. Siendo la OEA el principal instrumento institucional de Estados Unidos para articular políticas con la región, más que el lugar de Cuba se discutía el lugar de Estados Unidos en la región. Y por más que Chávez, Evo y los Castro opinen que la OEA no existe, que la OEA ya fue, el organismo todavía refleja el peso determinante que Washington mantiene en la región.

Porque si bien es cierto que en la última década países como Argentina, Brasil y Chile han diversificado sus relaciones comerciales y políticas, aumentando el intercambio entre sí, abriendo mercados en Asia o reforzando vínculos con Europa, también es cierto que al mismo tiempo los intercambios entre Estados Unidos y los países de Centroamérica y el Caribe se han intensificado, tratados de libre comercio mediante. Es impensable para esos países o satélites, más allá de la orientación de sus gobiernos, desafiar o desconocer la hegemonía estadounidense.

A eso hay que sumarle el resurgimiento de la derecha en Sudamérica. Como explicó Horacio Verbitsky en este diario la semana pasada, en los próximos años podrían asumir en Brasil, Chile, Uruguay y Argentina gobiernos que miran a Washington con mucha más simpatía que los actuales y el equilibrio de fuerzas podría cambiar otra vez en favor del país del norte.

Por eso, y ante los gestos de buena voluntad expresados por la nueva administración que encabezan el presidente Barack Obama y su canciller Hillary Clinton, primó la cordura y se llegó al mejor acuerdo posible, aunque nadie haya quedado completamente satisfecho.

Por todo eso, porque lo que estaba en juego no era el lugar de Cuba en la región sino el de Estados Unidos, vale la pena repasar cómo repercutió en aquel país el acuerdo alcanzado en la cumbre de la OEA de San Pedro Sula. Lo primero que hay que decir es que existe una autopista que rodea completamente a la capital estadounidense, apropiadamente llamada autopista-cinturón o “beltway”. En Estados Unidos, cuando se habla de política, es lugar común decir que existen dos realidades, dos mundos desconectados. Una cosa es adentro de la autopista-cinturón, donde mandan los códigos de la clase política de Washington, y otra cosa bien distinta es afuera de la autopista-cinturón, donde impera la lógica del ciudadano común.

Así, sostiene el saber popular, hay temas que tienen importancia dentro de la autopista-cinturón, pero son prácticamente irrelevantes fuera de ella. La relación con Cuba es un buen ejemplo. Salvo en Florida y en tiempos electorales, la relación con la isla es un tema estrictamente de Washington. No suma, porque la imagen de Castro en Estados Unidos es decididamente mala, resabio de la Guerra Fría. Pero no resta demasiado porque a esta altura del partido la crisis de los misiles es un lejano recuerdo y ni la propaganda más reaccionaria puede convencer a la opinión pública estadounidense de que Cuba sigue representando una amenaza para su seguridad.

Dentro de la autopista-cinturón la relación con Cuba es tema de debate pero de ningún modo el más importante. A juzgar por los sucesos de esta semana, Obama quiso cumplir con su promesa de campaña de limar asperezas con Cuba, pero no quiere subirle el perfil a la cuestión. Por eso ordenó a Hillary trasladarse desde Honduras a Medio Oriente para dejar la firma del histórico documento en manos de Tom Shannon.

Shannon es un cuadro de primer nivel del Departamento de Estado, respetado en Latinoamérica por su estilo pragmático y no confrontativo. Pero en Estados Unidos, fuera de la autopista-cinturón, Shannon es un desconocido, uno más de los cientos de funcionarios de la administración Obama con rango de subsecretario como él. Con Hillary, con Biden o con el mismo Obama en la firma podía haber algún tipo de ruido. Con Shannon no.

Es que Obama no quiere pagar un costo político excesivo. Después del anuncio, la bancada republicana en el Capitolio comunicó que presentará un proyecto de ley para suspender el financiamiento a la OEA en castigo por levantar las sanciones a Cuba. Al hacerlo, los republicanos le hicieron saber a Obama que su política de acercamiento no es una política de Estado, sino un tema estrictamente partidario de los demócratas y por lo tanto abierto a la crítica.

Hasta el New York Times, que normalmente representa las posturas más progresistas del establishment político, se tiró contra Obama. El diario editorializó que el presidente norteamericano se dejó “apurar” por Venezuela y Nicaragua, cuyos gobiernos, según el editorial, dejarían mucho que desear en materia democrática.

En ese escenario, el margen de acción de Obama para realizar grandes gestos en favor de la normalización de la relación con Cuba es por demás acotado. Por eso optó por un acercamiento gradual, abriendo canales que les interesan a los cubanos, como el tema migratorio o el de las remesas.

Pero de ahí a reivindicar la Revolución Cubana y hacer una autocrítica por las prácticas imperiales del pasado, como pretenden algunos gobernantes latinoamericanos, hay un largo trecho. En este momento equivaldría a un suicidio político.

Lo mismo sucede con el resto de la región: margen acotado por el frente doméstico, pero muchas oportunidades para mejorar la relación. Para manejar los temas regionales Obama puso un equipo muy profesional, muy a su estilo, encabezado por el nuevo subsecretario, el sociólogo Arturo Valenzuela. Se trata de un intelectual socialdemócrata que enseña en Georgetown University y que está muy vinculado con círculos políticos demócratas. Ha escrito textos clásicos de la ciencia política latinoamericana y ha servido como funcionario de la administración Clinton. Conoce el terreno y sabe moverse.

Pero cualquier avance significativo en la relación quedará sujeto a una agenda latinoamericana con temas que impacten en el electorado estadounidense, en la gente que está fuera de la autopista-cinturón.

En su libro La administración Obama y las Américas, Abraham Lowenthal y Laurence Whitehead enumeran algunos de esos temas. Por ejemplo, la reforma migratoria pendiente para legalizar a los más de 14 millones de inmigrantes que trabajan sin papeles en Estados Unidos, en su gran mayoría latinoamericanos. O la reformulación de la política antinarcóticos, que durante el gobierno de Bush estuvo exclusivamente enfocada en el lado de la oferta. O dejar de ser vistos como los villanos del mundo.

Pero estas cuestiones pueden esperar mientras la crisis económica, el conflicto de Medio Oriente, la amenaza norcoreana, la guerra en Afganistán, la confirmación de la nueva jueza de la Corte Suprema, el último estreno de Hollywood y las finales de la NBA acaparan la atención de los estadounidenses.

La relación con Cuba y con el resto de la región sigue siendo un tema para los funcionarios, lobbistas y académicos dentro de la autopista-cinturón, y un no-tema para los que viven fuera de ella. Ese es el límite y Obama lo sabe. Por eso hace lo que hace y no hace lo que no puede hacer.

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