Dom 14.06.2009

EL MUNDO  › ESCENARIO

Precursores

› Por Santiago O’Donnell

Desde hace mucho se dice, con razón, que en materia de narcotráfico la Argentina es un país de tránsito. Lo que no se dice tanto es que en los últimos años el tránsito, o mejor dicho la logística, ha reemplazado a la producción como eje del negocio.

En otras palabras, los que ahora mandan son los dueños de las rutas, en este caso los carteles mexicanos, que les compran los cargamentos de cocaína y heroína a sus antiguos jefes, los narcos colombianos, para trasladarlos a Estados Unidos, Europa y el resto del mundo.

El problema excede la campaña electoral y presenta nuevos desafíos al Estado argentino a partir de la epidemia de paco y la violencia disparada por el tráfico de efedrina. Esta semana un grupo de expertos reunidos por el ministro de Justicia, Seguridad y Derechos Humanos presentó una propuesta como primer paso para trazar una política de estado de combate al narcotráfico. La propuesta merece ser analizada.

El cambio de mando en el mundo de la droga es consecuencia directa de las crecientes dificultades para introducir la droga, especialmente en Estados Unidos, el principal consumidor mundial. En los últimos 30 años los narcos han pasado del uso de aviones y lanchas rápidas partiendo de islas del Caribe, a la utilización de vías terrestres y grandes túneles en la frontera mexicana, a la adquisición de una flota de submarinos para subir cargamentos por la costa de California o el Golfo de México.

En Europa también hubo cambios desde que los mexicanos asumieron el control. Si bien los cargamentos siguen saliendo por mar desde Colombia, Brasil y, en menor medida, la Argentina, los narcos han adoptado la estrategia de triangular la mercadería utilizando pequeños países africanos como Guinea Bissau, para aprovechar el libre acceso de los productos de esos países al mercado común europeo por su condición de ex colonias.

Además de asegurarse las rutas a los principales centros de consumo, los narcos mexicanos se han puesto a la cabeza de la elaboración de drogas sintéticas como el crank (metaanfetamina), que en los últimos años ha invadido el mercado estadounidense y el europeo. Con la introducción de estos nuevos productos, el objetivo de los narcos mexicanos es no depender más de los países productores, ya que la droga sintética puede fabricarse en una bañadera en el mismo lugar donde existe la demanda.

Estos cambios a nivel mundial han repercutido en la Argentina en forma de dos fenómenos muy nocivos para la sociedad. El primero, la violencia inédita que ha causado el negocio de la efedrina, que ya se cobró un triple fusilamiento y una ejecución de sicario motorizado, estilo Medellín de los años ochenta.

El otro fenómeno es la aparición de un asesino silencioso que se propaga desde los barrios más humildes a los hogares de clase media: la epidemia del paco.

Para entender cómo esos fenómenos llegaron a la Argentina es necesario sincerarse con respecto al lugar que la Argentina históricamente ocupó en el mapa de las drogas. Acá los narcos manejan desde hace tiempo básicamente tres negocios: el traslado, el lavado y la provisión de las sustancias químicas que hacen falta para fabricar las drogas. O si se quiere cuatro, sumando el negocio de la provisión del mercado interno. Pero en la escala de lo que se viene hablando, ése es un negocio menor.

Con respecto al traslado, los expertos coinciden en que la Argentina es el mayor proveedor de cocaína de Australia y Su- dáfrica y, como se dijo, un proveedor secundario pero no menor del mercado europeo. Por supuesto que no se trata de cocaína fabricada acá sino traída desde Bolivia, aunque en muchos casos termina de procesarse dentro del país. Esa cocaína sale de puertos argentinos: Buenos Aires, Mar del Plata, Rosario, Zárate-Campana y los pesqueros de la Patagonia.

Durante el gobierno de Menem, como parte de las relaciones carnales, la agencia antinarcóticos estadounidense (DEA) ocasionalmente entregaba algún cargamento comprado por sus agentes encubiertos: la “compra controlada” es una de la herramientas preferidas de la DEA. Les servían los operativos en bandeja a sus jefes preferidos en las fuerzas de seguridad argentinas, para que se lucieran en los grandes titulares y en el prime time. Mientras tanto, muy cerca del poder abrían un kiosco que estalló en el Yomagate.

En las elecciones del 2004 apareció como candidato a vicepresidente de Menem el entonces gobernador de Salta, Juan Carlos Romero, campaña que financió el ahora candidato a diputado Francisco de Narváez. Juan Carlos Romero, además de ser una importante figura del peronismo, es el heredero político y económico de su padre, Roberto Romero, también ex gobernador de Salta y sujeto de al menos tres investigaciones de la DEA. Según documentos desclasificados por el organismo en el 2003 a pedido del periodista Rafael Saralegui, la organización de Romero padre utilizaba pistas secretas y empresas estatales para mover grandes cargamentos a Europa, Australia y Sudáfrica.

En los tiempos de Romero padre la cocaína que pasaba por la Argentina era propiedad de las familias narco de Santa Cruz de la Sierra. Pero como dijo el zar antidroga boliviano el año pasado en una entrevista con este cronista, el negocio se transnacionalizó y se ha detectado la presencia de narcos mexicanos en el país y éstos han puesto gerentes colombianos y peruanos al frente del negocio.

Con respecto al lavado, por la falta de controles financieros, la simbiosis con el paraíso fiscal uruguayo y la distancia de las grandes capitales financieras, históricamente este país ha sido un destino elegido para blanquear bienes, y los narcos no han escapado a la tendencia.

Quizás el caso más conocido es el de Amadeo Juncadella, quien fuera dueño de una cadena internacional de empresas de transporte de caudales y agencias de seguridad, Juncadella-Prosegur. El empresario hoy retirado fue vinculado en documentos de la DEA y de la justicia estadounidense con el lavado de dinero del Cartel de Medellín en la década del ’80. Los documentos de la DEA que involucran a Juncadella lo relacionan con su ex empleado Alfredo Yabrán, que hasta su muerte controló medio Ezeiza, medio Aeroparque, empresas de transporte, agencias de seguridad y el correo privado Oca.

Después llegó el capo del Cartel del Golfo mexicano, Amado Carrillo Fuentes, para hacer inversiones de la mano de Aldo Ducler, financista de la frustrada campaña presidencial de Palito Ortega. Después el senado estadounidense acusó de lavador al banquero Raúl Moneta.

En el calor de la campaña algunos detalles se pasan por alto. Poco antes de matarse, Yabrán transfirió sus empresas a un fondo inversor con sede en las Islas Caimán llamado Grupo Exxel, encabezado por el ex Juncadella Juan Navarro. Se trata del mismo grupo inversor que poco tiempo antes había adquirido la cadena de tiendas Casa Tía, una empresa que operaba en la Argentina pero cuyo directorio integraban ciudadanos colombianos.

Al frente de Casa Tía estaba Francisco de Narváez, financista de la campaña Menem-Romero y propietario del celular que registró hace algunos meses llamadas del narco mexicano Mario Segovia, apodado “el rey de la efedrina”. Es el mismo empresario que hoy gasta una fortuna de origen no del todo claro en la promoción de su candidatura, que también impulsan los medios de comunicación de su propiedad, y que festejan los imitadores de Tinelli, cuidándose de no mencionar esa cosa que empieza con e.

Con respecto a los precursores, el tema no es tan complicado: como Bolivia prácticamente no tiene industria química, el éter, la acetona y el permanganato de potasio que se usan para fabricar la cocaína en ese país provienen de la Argentina, Brasil y Chile. En los años ’90, con la colaboración de la DEA, Bolivia selló la frontera al ingreso de los camiones que transportaban los precursores, pero no pudo impedir el contrabando hormiga de pasta base fronteras afuera, por lo que los laboratorios se trasladaron a la Argentina, Brasil y Chile. Con los excedentes del proceso de fabricar cocaína llenaron de paco a esos países y también al Uruguay.

Del mismo modo, cuando los carteles mexicanos necesitaron efedrina y seudoefedrina china e hindú para aumentar su producción de crank, y como el gobierno mexicano empezó a controlar las exportaciones, no encontraron mejor manera de ingresarlo que a través de triangulaciones con la Argentina, cuya pujante industria farmacéutica servía de pantalla perfecta, mientras la laxitud de sus controles facilitaba la operación.

Más allá de las excepciones ya apuntadas, normalmente la DEA no se interesa mucho por lo que sucede en la Argentina. No porque no esté presente el narcotráfico, sino porque lo que pasa acá no tiene mucha incidencia en los Estados Unidos. Los cargamentos tienen otro destino, el dinero lavado muchas veces viene de otro lado y los precursores sirven para fabricar droga que también se vende en otro lugar. Y como la DEA de algún modo marca la agenda mediática del narcotráfico internacional, a veces parece que acá no pasa nada.

Pero cuando pasa algo que involucra a Estados Unidos, la DEA reacciona. A principios del gobierno de Bush, los argentinos tenían un programa para entrar en Estados Unidos sin visa, único en la región porque Bush quería inmigrantes blanquitos y educados. Pero en cuanto los narcos empezaron a mandar mulas con heroína colombiana desde Ezeiza a los aeropuertos de Nueva York y Miami, el programa se canceló para siempre.

Ahora la DEA ha vuelto a poner su ojo en la Argentina porque la efedrina triangulada acá, 17 toneladas en el último año, pasa por México y termina en Estados Unidos. Ahí la cosa cambia. No es ningún secreto que la DEA entregó el laboratorio narco de Ingeniero Maschwitz, ni que ese episodio disparó las vendettas que tanto alarmaron a la opinión pública. Demasiados buchones de la agencia aparecen en la trama policial y judicial.

Ante el espasmódico interés de la DEA y la discreción de los narcos argentinos –empresarios, abogados, políticos, autoridades aduaneras y funcionarios judiciales y policiales que se jactan de jamás tocar los cargamentos–, los sucesivos gobiernos de este país han mostrado escasa voluntad, o capacidad, para desbaratar el negocio.

Tan escasa que los dos problemas que más impactan en la sociedad, el del paco y el de la efedrina, derivan del negocio que en apariencia es el más fácil de cerrar: el de la venta ilegal de precursores.

En efecto, controlar la entrada y salida de efedrina, seudoefedrina, éter, acetona y permanganato de potasio es mucho más simple que infiltrar las mafias de los puertos y del transporte de larga distancia, o descifrar la contabilidad paralela de algunos bancos con sucursales off shore. Ni hablar de la maraña político-policial que ampara a los distribuidores locales.

La negligencia en el control de los precursores químicos es más difícil de entender. Por razones que hasta ahora nadie ha podido explicar con un mínimo de coherencia y apego al sentido común, desde hace años el control de los precursores recae en la Sedronar, la secretaría de lucha contra la drogadicción, un organismo de presupuesto mínimo básicamente dedicado a la rehabilitación de adictos.

El método que emplea la secretaría para supuestamente controlar los precursores parece diseñado a propósito para que no se controle nada. Se prepara un registro que incluye cientos de sustancias que podrían servir de precursores para todas las drogas ilegales imaginables. Se empadrona a las empresas que fabrican o comercian esas sustancias, hasta llegar a un número que ya supera las trece mil empresas. Se obliga a esas trece mil empresas a llenar formularios por cada transacción que involucre a alguna de esas sustancias. Se inunda el archivo del Sedronar con esas planillas. Se pide a un grupúsculo de inspectores que revise las planillas y se da por terminado el trabajo. En vez de apuntarles a las 100 o 200 empresas que producen un altísimo porcentaje de los productos que necesitan los narcos que operan en el mercado local, o arrancar con las empresas que tienen causas judiciales porque se les registraron desvíos, todo queda envuelto en una gigantesca maraña burocrática que garantiza los resultados nulos que la secretaría viene obteniendo desde que se hizo cargo del asunto.

Así llegamos a la propuesta que el miércoles presentara el grupo de expertos del Ministerio del Interior, que coordina la ex fiscal Mónica Cuñarro y que incluye a respetadas figuras del Poder Judicial como el camarista Horacio Cattani. En un texto que no pasa de las dos carillas, el grupo simplemente propone el traslado del registro de precursores al instituto que controla los medicamentos en el Ministerio de Salud, el Anmat.

Aunque lo ideal sería que se ocupara del tema un organismo de seguridad especializado, los expertos parecen reconocer que esos organismos en la Argentina no son confiables, no sólo por su presunta connivencia con el narcotráfico sino por su probado manejo de otras actividades ilegales como el juego y la prostitución, que los exponen a relaciones non sanctas con el crimen organizado. En cambio el Anmat es un organismo técnico dotado y respetado, compuesto por funcionarios y especialistas de carrera, del cual no se conocen grandes casos de corrupción.

Parece una obviedad, dado lo que está en juego. A nivel internacional, está en juego un aspecto importante de la relación con Estados Unidos por el tema de la efedrina. A nivel local se juega algo mucho más delicado: nada menos que la salud de toda una generación de argentinos que ha quedado expuesta al paco.

Pero no es la primera vez que alguien propone sacar el registro de la cueva del Sedronar, tanto en este gobierno como en los anteriores. Hasta ahora siempre se impuso el lobby de los narcos. Los traficantes de efedrina ejecutados en el triple crimen habían contribuido generosamente a las campañas del oficialismo.

Nada es sencillo en un país donde todos hablan de narcos pero nadie debate sobre narcotráfico.

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