EL MUNDO › ESCENARIO
› Por Santiago O’Donnell
Brilla Santiago de Chile bajo el tenue sol de invierno que se filtra entre los picos nevados, con autopistas y túneles de estreno y grandes shoppings a full a pesar de la gripe y la crisis mundial. Brilla por las veredas limpias de sus barrios de clase media y por el boom de construcción de viviendas de bajo costo en los caseríos que rodean la ciudad. Y aunque aparecen problemas nuevos y persisten problemas viejos, como en todos lados, brilla por sobre todo la presidenta chilena, Michelle Bachelet, cuya figura alcanza índices de aprobación que rondan el ochenta por ciento.
Bien distinta era la situación hace dos años, cuando el país enfrentaba una crisis social por la fallida implementación de un nuevo sistema de transporte y la popularidad de la presidenta andaba por el piso. Su gobierno venía de soportar protestas estudiantiles y huelgas mineras y se había ganado el mote de tecnocrático, incapaz de cumplir con la agenda social de deudas pendientes que el segundo gobierno socialista y cuarto de la Concertación había prometido pagar.
Desde entonces, Bachelet renovó su gabinete, conservando piezas clave como el entonces cuestionado, ahora popularísimo, ministro de Hacienda Antonio Velazco. Después llamó a un diálogo político, tejió alianzas extrapartidarias y encaró con eficiencia algunos asuntos espinosos que aguardaban resolución. Por ejemplo la reforma del sistema previsional. La nueva ley pensionó a millones de desocupados y amas de casa que habían quedado afuera del sistema pinochetista de jubilaciones privadas por no haber hecho aportes.
También sucedió la crisis mundial. Durante sus dos primeros años de gobierno, con el precio del cobre por las nubes, Bachelet había amasado grandes superávit, en el orden de los 20 a 30 mil millones de dólares. Velazco insistía en que había que ahorrar para los tiempos de las vacas flacas. Los adversarios se burlaban. Los gurúes de la city decían que el gobierno tenía miedo a gastar, que el dólar se desplomaba, que los exportadores quedaban fuera de mercado. Se hablaba de la enfermedad Noruega.
Velazco es un economista, profesor de Harvard, que dice tener el corazón en el centroizquierda pero maneja argumentos que dejan traslucir su formación liberal. En Chile dirigía un think tank, Expansiva, pero antes de la campaña del 2005 pasaba la mayor parte de su tiempo en Estados Unidos. Llegó para unirse a los equipos técnicos de la campaña y terminó como jefe de campaña. Al principio fue muy resistido porque no tenía vínculos políticos. Pero Bachelet lo respaldó siempre y terminaron formando una sólida sociedad. Después de las elecciones, Velazco armó equipos de gobierno y fue el principal hombre de consulta de la presidenta en temas vinculados a la gestión, no así en los políticos. El chiste en la calle era que Bachelet decía que quería gastar más en planes sociales, pero que su ministro de Hacienda no la dejaba.
Cuando la crisis finalmente llegó, el gobierno de Bachelet no dudó en abrir el grifo del gasto estatal. El fenomenal superávit se convirtió en un déficit de cuatro mil millones en el presente ejercicio. El dinero no se usó para salvar bancos y multinacionales, sino para reactivar la economía y proteger a los sectores más desamparados. Creció el gasto de obra pública, sobre todo en el sector de salud, donde se duplicó la infraestructura hospitalaria y se produjo una importante transferencia hacia distintos grupos carenciados, en la forma de subsidios habitacionales, subsidios alimentarios, subsidios energéticos y subsidios de 200 dólares por hijo que se depositan directamente en las cuentas corrientes de cuatro millones de madres pobres. “Es que andan repartiendo subsidios de trece millones de pesos para que cualquiera pueda construirse su casita”, graficó un changarín en el aeropuerto de Santiago cuando se le preguntó por la popularidad de la presidenta.
Aunque los neocons chilenos ahora dicen que esta “grasa” que se inyectó a la economía dilatará la reactivación, ya ni discuten su política económica, lo cual parece lógico, ya que es el principal sostén de la altísima popularidad de la presidenta.
Con su lugar en la historia chilena prácticamente asegurado, el desafío de Bachelet es trasladar su capital político al candidato de la Concertación en las presidenciales de diciembre, Eduardo Frei, para darle continuidad a su proyecto político.
No es fácil, porque ni siquiera logra trasladárselo a su gobierno. La administración de Bachelet recibe puntajes altos en economía y en política exterior, donde la actitud firme pero conciliatoria ante Perú y Bolivia, la falta de conflictos serios con Argentina y la alianza con Brasil y Estados Unidos tiene consenso entre la población. Pero en otras áreas del gobierno, como educación, donde se aprobó una reforma que no satisfizo a nadie, el gobierno sale aplazado. El analista político chileno Patricio Navia habla de “cariñocracia” para explicar el fenómeno.
Hasta ahora el candidato de la Alianza derecha-centroderecha, Sebastián Piñera, lidera las encuestas con una intención de voto estable de cerca del 35 por ciento, seguido por Frei, cuyo apoyo oscila entre en 25 y 30 por ciento con una leve tendencia alcista, seguido por el candidato independiente Carlos Enríquez Ominami, que parece haber encontrado un techo en el umbral del 20 por ciento.
Las matemáticas arrojan un ajustado triunfo de la Concertación en segunda vuelta, pero esto recién comienza y el todavía incierto impacto del factor Enríquez Ominami podría alterar los pronósticos.
El candidato independiente es el emergente de la creciente insatisfacción de los jóvenes chilenos con el sistema político de su país, excluyente y anquilosado, que aborta cualquier intento de renovación.
Según el analista Christian Austin, de la Fundación Síntesis, el 95 por ciento de los jóvenes de 20 años no vota en las elecciones y el porcentaje de participación crece gradualmente hasta alcanzar el 50 por ciento recién a los 37 años.
Este creciente segmento de autoexcluidos se referencia en Enríquez Ominami, uno de los diez o 15 dirigentes que intentó sin éxito participar en las primarias de la Concertación. En el caso de Enríquez Ominami, quedó al margen por una decisión burocrática del comité ejecutivo del Partido Socialista, que maneja con mano firme desde hace años el veterano dirigente Camilo Escalona. El comité eligió a dedo como candidato socialista a Frei, a pesar de que Frei es demócrata cristiano. Otro precandidato de la Concertación fue volteado en una “pre-primaria” regional y así Frei llegó a la primaria como candidato único, para satisfacción del establishment partidario.
Con propuestas innovadoras, como legalizar el consumo de marihuana o la compra privada de una pequeña participación en la empresa estatal que explota el cobre para transparentar su gestión, Enríquez Ominami trajo aire fresco a la campaña y la expectativa de un profundo replanteo en la dirigencia de la Concertación, que seguramente se dará después de las elecciones. Hijo natural de un legendario guerrillero, hijo adoptivo de un muy respetado senador socialista, esposo de una conocidísima conductora de televisión, dueño de una productora fashion de cine y video, el candidato independiente tiene el currículum necesario para atraer el voto antisistema.
Son los jóvenes que se cansaron de las roscas, las corruptelas y las caras de siempre que van carcomiendo de a poco la base de apoyo de la Concertación. Pero que no están dispuestos a cambiarse de bando justo ahora que el discurso de la derecha hace agua. Menos que menos, votar por un candidato que ha perdido gran parte del lustre con el que irrumpió en la política chilena hace apenas cinco años para desafiar a Bachelet.
Es que Piñera tiene el problema de no poder desprenderse de los dinosaurios de la UDI, la pata más derechista de su alianza política, porque esos dinosaurios constituyen su base más activa, numerosa y leal. Pero esos mismos protopinochetistas actúan de piantavotos en los sectores moderados que Piñera necesita seducir.
La imagen de Piñera tampoco ayuda. Se trata de un empresario exitoso, sí, amigo de Macri, una especie de Berlusconi chileno, pero tiene perfil de financista y fama de especulador. Sus múltiples negocios lo muestran no como un constructor de empresas a quien la burguesía puede admirar, sino como un oportunista con buena nariz para la ganancia fácil, a quien no le importa demasiado lo que deja atrás.
Encima, no encuentra el mensaje. Hasta ahora se ha limitado a criticar la anterior presidencia de Frei (1994-2000), haciendo eje en asuntos de bajo vuelo, como el indulto que el entonces presidente le concedió a un narco que ya había cumplido la mitad de su pena y estaba en condiciones de salir en libertad condicional y desde entonces se ha comportado como un ciudadano ejemplar. O la compra fraudulenta de una flota de aviones Mirage, aunque no ha surgido evidencia alguna que implique directamente al ex presidente. Piñera también tiró, en el peor momento, la propuesta de privatizar un tercio del cobre chileno. Encima tuvo que aclararle a una periodista que no es cierto que él no tenga corazón y que quiere mucho a su mujer y sus hijos.
Mientras tanto, Frei recorre las regiones con Bachelet pidiendo “más Estado”, y en los debates explica que ahora podrá hacer mucho más con la agenda social que lo que pudo hacer en su primer gobierno, a cuatro años de la salida de Pinochet, porque los gobiernos socialistas de Ricardo Lagos y Bachelet le abrieron el camino. “En los próximos meses me imagino que el gobierno va a poner toda la carne al asador, va a dar un empujón enorme para transferirle la popularidad de Bachelet a Frei,” predice Austin.
No va a ser fácil.
Frei viene con un défict de origen por el proceso tan poco participativo que culminó con su candidatura. Carga con los errores y las deudas pendientes de su gobierno y sufre el desgaste de 16 años de Concertación. Con sólo verlo, siempre de traje y engominado, queda claro que no despierta pasiones. Pero una estrella ilumina el camino. Chile brilla de esperanza.
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