EL MUNDO › OPINIóN
› Por Boaventura de Sousa Santos *
Como ya se preveía, la próxima Conferencia de la ONU sobre Cambio Climático –en Copenhague, del 7 al 18 de diciembre– será un fracaso que los políticos intentarán disimular, apelando a expresiones como “acuerdo político” o “un paso importante en la dirección correcta”. El fracaso reside en que, contra los compromisos asumidos en las reuniones anteriores, en Copenhague no se aprobarán topes jurídicamente vinculantes para reducir las emisiones de los gases que provocan el calentamiento global, cuyo peligro para la supervivencia del planeta ya ha sido suficientemente demostrado como para que el principio precautorio deba ser aplicado. La decisión fue tomada en la reciente Cumbre de Cooperación Asia-Pacífico y, otra vez, fue dictada por la política interior de los Estados Unidos: en lucha por la reforma del sistema de salud, el presidente Obama no quiere asumir compromisos al margen del Congreso norteamericano, y no puede o no quiere involucrarlo en una decisión que implique medidas hostiles al fuerte lobby del sector de las energías no renovables. De esta manera, los ciudadanos del mundo asistirán nuevamente el desolador espectáculo de políticos irresponsables y de intereses económicos demasiado poderosos para ser sometidos al control democrático. Y así será hasta que se convenzan de que está en sus manos construir formas democráticas más fuertes, capaces de impedir la irresponsabilidad de los políticos y el despotismo económico.
Sin embargo, la reunión de Copenhague no será totalmente en vano. Su preparación permitió que se conocieran mejor movimientos e iniciativas de las organizaciones sociales y los Estados, que revelaron una nueva conciencia ambiental global y otras oportunidades de innovación política. Una de las propuestas más audaces e innovadoras es la Iniciativa ITT de Ecuador, presentada por primera vez en 2007 por el entonces ministro de Energía y Minas, el gran intelectual y activista Alberto Acosta, más tarde presidente de la Asamblea Constituyente. Se trata de un ejercicio de corresponsabilidad internacional que apunta a una nueva relación entre países desarrollados y países menos desarrollados, y también a un nuevo modelo de desarrollo, el modelo de post-petrolífero. Ecuador es un país pobre a pesar de (o a causa de) que es rico en petróleo y su economía depende en gran medida de la exportación de petróleo: el producto petrolífero constituye el 22 por ciento del PIB y el 63 por ciento de las exportaciones. En la Amazonia, la destrucción humana y ambiental causada por este modelo económico es verdaderamente chocante. Como resultado directo de la explotación petrolera de Texaco (luego Chevron) entre 1960 y 1990, desaparecieron por completo dos pueblos amazónicos, Tetetes y Sansahauris. La iniciativa ecuatoriana pretende romper con el pasado y propone lo siguiente: el Estado ecuatoriano se compromete a dejar en el subsuelo reservas de petróleo estimadas en 850 millones de barriles en tres pozos –Ishpingo, Tambococha y Tiputini (de ahí el acrónimo ITT)– del parque nacional amazónico Yasuní, si los países más desarrollados compensan a Ecuador con la mitad de los ingresos que dejaría de tener como resultado de esa decisión. Los cálculos indican que la explotación generaría, a lo largo de trece años, ingresos por 4 a 5 mil millones de euros y liberaría en la atmósfera 410 millones de toneladas de dióxido de carbono. Esto no ocurrirá si Ecuador es compensado con cerca de 2 mil millones de euros mediante un compromiso doble. Ese dinero se destinará a inversiones ambientalmente adecuadas: energías renovables, reforestación, etc.; el dinero se recibirá bajo la forma de certificados de garantía, un crédito que debería ser devuelto a los países “donantes”, con intereses, si Ecuador vuelve a explotar el petróleo, una hipótesis poco probable dada la doble pérdida que implicaría para el país (la pérdida del dinero recibido y la ausencia de ingresos petroleros durante varios años, entre la decisión de volver a explotar y la primera exportación).
A diferencia del Protocolo de Kioto, esta propuesta no pretende crear un mercado de carbono sino evitar que éste sea emitido. No se limita, por tanto, a apelar a la diversificación de las fuentes energéticas; sugiere la necesidad de reducir la demanda de energía, cualesquiera sean sus fuentes, lo que implica un cambio en el estilo de vida que, sobre todo, será difícil en los países más desarrollados. Para ser eficaz, la propuesta debería ser parte de otro modelo de desarrollo y ser adoptada por otros países productores de petróleo. El sustento de la propuesta es la nueva Constitución de Ecuador, una de las más progresistas del mundo, que, a partir de las cosmovisiones y las prácticas indígenas de lo que llaman “buen vivir” (sumak kawsay, basadas en una relación armoniosa entre los seres humanos y no humanos, incluyendo lo que en la cultura occidental se conoce como la naturaleza), propone una concepción nueva y revolucionaria de desarrollo, centrada en los derechos de la naturaleza. Esta concepción debe interpretarse como una contribución indígena para el mundo entero, pues gana adeptos en sectores cada vez más amplios de la ciudadanía y los movimientos sociales, a medida que se va volviendo evidente que la degradación ambiental y la depredación de los recursos naturales, además de insostenibles y socialmente injustas, conducen al suicidio colectivo.
¿Utopía? La verdad es que Alemania ya se comprometió a entregar a Ecuador 50 millones de euros por año durante los trece años en que el petróleo podría ser explotado. Un buen comienzo.
* Doctor en Sociología del Derecho, profesor de las universidades de Coimbra (Portugal) y Wisconsin (EE.UU.).
Traducción: Javier Lorca.
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